Latidos y desplantes

Publicado el 23 junio 2012 por Santosdominguez @LecturaLectores

Mario Martín Gijón.
Latidos y desplantes.
Vitruvio, Madrid, 2011.
Acercarse a la opera prima de Mario Martín Gijón, Latidos y desplantes, significa asistir a un verdadero nacimiento o, para ser más exactos, un venir a la luz. Las líneas directrices esenciales para una posible interpretación vienen dadas, en nuestra opinión, por el título mismo de la colección: los textos contenidos en este poemario vienen cargados efectivamente con la fuerza necesaria y vital de un latido y, al mismo tiempo, son portadores de una ruptura de las normas, de un auténtico desarraigo. A través de las diversas secciones que componen el poemario se dibuja una búsqueda de algo que se ha perdido (pérdida y búsqueda), de una parte que parece faltar y que además aparece como sustraida de modo violento, con términos como “mutilación”, “destazar”, “desmoche”. ¿Pero cuál es el objetivo de esta “búsqueda”? En la concepción del poeta, lo que se ha perdido (en este contexto, basta notar con qué frecuencia invoca el verbo “perder”) es precisamente la única fuerza, el único elemento capaz de elevar al hombre por encima de su condición efímera, mortal, o la belleza (como escribe Dostoievski en El idiota: «La belleza salvará el mundo»). Todo el drama de la condición humana se expresa en la composición Belleza inaprensible en Marburg sobre el Lahn (p. 30): “la belleza se escapa / luz y reposo del pensamiento”; la belleza salvífica, capaz de iluminar y aliviar (“luz y reposo”) el camino humano, tan gravoso de ansias, conjeturas y ausencia de respuestas, es siempre elusiva (“se escapa”), obligando al hombre a seguirla de lejos (“condenado estás / a sentir sólo sus huellas”). Se asiste aquí a un eterno afán por tratar de unirse con esta belleza, que puede presentarse de varias formas –a veces la belleza de la persona amada, más que la del canto poético– pero que, en un sentido amplio, puede entenderse como una idea de lo “bello” que se encuentra siempre a un nivel superior a la mísera condición humana, por estar estrechamente vinculada a la “eternidad” (p. 44: “si la eternidad fuera / esta noche palpitante / junto a tus cabellos). Resulta oportuno subrayar que esta eternidad que concentra las ansias y los ojos del poeta no tiene un valor religioso, sino que más bien describe una condición privilegiada de abstracción del tiempo y en consecuencia de sustracción a la muerte; ontológicamente, por tanto, parece una condición vedada al hombre, como sería encontrarse en planos diversos y paralelos, una falta de coincidencia que, en nuestra opinión, viene subrayada también por el frecuente uso de lo hipotético y por lo tanto del condicional, como si se tratara de soñar, de fantasear sobre una cosa probablemente irrealizable.
Para Martín Gijón, el hombre ha perdido el recuerdo de la verdadera esencia de la belleza y por ello está condenado a la obviedad efímera y mortal de su rutina cotidiana, sin ningún impulso vital, reducido a “la geometría invencible de lo obvio”, como se expresa en Verano en Brno (p. 35) donde, significativamente, “de lo obvio” encierra todas las letras que compondrían el término “olvido”. Una condición que encuentra sus símbolos en la oscuridad de la noche (en oposición a la “luz”), en el “bosque” –que deviene el contrapunto vegetal del olvido, como formado por las plantas bien arraigadas en tierra y que, descuidadas, parecerían haber crecido demasiado, hasta oscurecer el cielo del poeta (por ejemplo en Wild life: “buscaba un claro en aquel bosque / la revelación de no sé qué enigma”) – y sobre todo en una “placenta” gris y baja («verano en Brno») que envuelve hasta la asfixia al yo poético y que, fonéticamente, se relaciona con aquella “plácida existencia” (p. 40) que rehúye el poeta, en cuanto emblema “absurdo” y falso de una no-vida (“no vivido”).
Este estado constriñe dramáticamente al silencio (p. 23: “arde en tu boca la cera de la impotencia”): le hace caer en picado, como una “paloma aplastada”, ya que, destinado a la tragicidad humana, el poeta se ve obligado a “callar”. Es dramáticamente evidente la sensación de caída hacia una condición inferior, incapaz de comprender lo que está por encima, lo que va más allá de lo contingente y que realmente determina la ausencia de la palabra (p. 59: “se refugió fugitivo de miradas / que pretendían “calarlo” / y con ello callarlo”) hasta llegar casi a la locura (p. 20: “este silencio que me aturde”; p. 27: “cae la noche como pétalo de lirio”). Olvidar la esencia de la belleza equivale a perder la palabra: no se refiere, obviamente, a la palabra común, a la que estamos obligados, casi a la fuerza, a aprender de niños para comunicar las necesidades básicas (Souvenir d’enfance, p. 67: “a palos a la palabra / te empujaron […]”, sino a una palabra otra, incluso anterior a la infancia, que prescinde o sobrepasa los corruptos asuntos humanos, el núcleo mismo de la palabra (“olvidaste que sería perder / la misma palabra”), la contenida en lo íntimo del ánimo del poeta, y que éste guarda celosamente puesto que es la única capaz de aclararlo, de aportarle la luz (p. 20: “tu voz dentro de mí / reclamando tu presencia / como eco perdido / mis párpados cerrados / contienen tanta luz / que no quiero abrirlos […]”), la palabra poética, insomne.
Por lo tanto, el único modo de intentar sustraerse a la muerte y tender hacia la eternidad es recuperar la memoria de esta esencia, indagar en el “misterio” para evadirse de lo obvio que puede sólo conducir a la muerte (otra vez Verano en Brno: “mis ojos […] aspados / a la geometría invencible de lo obvio / se debaten por un rastro de misterio”): es necesario, como habíamos visto, perseguir el “enigma” que puede conducir fuera del bosque oscuro de la muerte (aquí parecería haber reflejos de la dantesca selva oscura), orientarse hacia aquella x que incluye todas las incógnitas posibles, y que otros, inmersos en la cotidianeidad racional y miope, pueden entender como un error, pero que para el poeta – y su canto – representa la única posibilidad cierta de acierto y salvación («constitución personal», p. 61: “hagamos de la equi(s)vocación / el gran (a)cierto”).
Como ya se ha mencionado al inicio, por lo tanto, urge la necesidad de un acto de rebelión contra este status quo (aquí están los desplantes); se impone, por parte del poeta, un completo acto de fe en la propia palabra, realizando un necesario gesto de soberbia: en el «prólogo biográfico y necesario» (pp. 59-60) –que representa una especie de línea divisoria en el interior del libro, que marca la toma de posición del poeta: su compromiso será una “[…] voz cálida / airosa amor osada” que “con un tono de desplante”, invita a liberarse de la muerte, a través de la misma fórmula usada por Jesús para resucitar a Lázaro: “levántate y anda”. Como declara el mismo autor “un heroico desplante / es lo que necesita / esa vida arraigada / en el mero pasatiempo” (p. 63); aquí es donde «de la inspiración» (p. 78) será la “[...] en / cantada / rebelde”, aquí un canto (“cantada”) de ruptura (“rebelde”), de y a la belleza (“encantada”): y en la rebelión tenaz, obstinada donde se encuentra imprescindibilmente aquélla (p. 84: “[…] la tenaz temperatura / de la rebeldía irreductible”), dato que, como se ve en «fides vs. ratio (historia sintética de un conflicto milenario» (p. 91) esta “re(ve)lación” tan perseguida se encuentra a sólo unas letras de la “revolución”.
Así pues es sólo de este modo que nos podremos liberar de aquella placenta opresora, como en un parto: según ya se anticipara en «persistencia de la memoria» (p. 68), el recuerdo de aquel “eco perdido”, recuperar la memoria de la belleza, “rememorar” por lo tanto, se configura como un “latente dilatar de los sentidos”, donde ya pueden escucharse aquellos golpes vitales (latidos) de los que hablábamos al inicio de nuestro análisis. Los “latidos” se describen como un alargamiento y una expansión (“dilatar”) indefinidas de los propios sentidos (“latidos”) y, al mismo tiempo, del sentido profundo, íntimo de sí mismo: volver a la vida, o mejor, como se indica en el epígrafe, alejarse de la muerte (“El hombre no vive: resucita”), el poeta comenzará a recuperar la palabra, a recuperar su propia voz, puesto que, siempre según la cita de Roberto Juarroz, “la voz es su única bandera, al borde de todos los sepulcros”, si bien esta misma memoria tiende sempre más a menudo a asumir los contornos de una quimera (p. 72).
De ahí la explosión vital de la segunda parte, caracterizada por los juegos de palabras, que demuestran el poder infinito del lenguaje: detrás de Juguetes en serio trasluce claramente la necesidad de liberarse (Abierto al aire). Se trata de una lucha dramática, una lucha agónica en sentido unamuniano, que es necesario emprender, un impulso vitalista al que entregarse, siendo trágicamente consciente que se tratará muy probablemente de un vuelo de la fantasía, condenado al fracaso: todos los esfuerzos se ven minados por una trágica desconfianza de fondo, dado que el “decir” podrá ofrecer solamente “mendaz mendicidad” (p. 104) mientras que en el penúltimo poema (p. 111), el ojo del poeta se extenderá sobre una “seca llanura” (tan similar a la Waste Land de Eliot) sobre la que pende siempre la árida amenaza de un mortal silencio.
Alessio Casalini