Dentro de la serie que hemos iniciado sobre la enseñanza del latín durante la transición que va del siglo XVIII al XIX hoy vamos a centrarnos en los tiempos posteriores a las invasiones napoleónicas. Puede haber aún personas a las que les resulte extraño que la enseñanza de una asignatura como ésta, aparentemente inmutable, dependa tanto del acontecer histórico. Pero así es y así lo vamos a seguir contando. Hoy entramos en el mundo del liberalismo. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
En la Europa resultante tras la derrota final de Napoleón Bonaparte se dan cita dos formas de estética: la residual del propio siglo XVIII, que pasará a llamarse de manera despectiva “clasicista”, y la ideología emergente de aquellos que con el tiempo llamaremos “románticos”. España ocupa un nuevo papel en el contexto de esta nueva estética, ya como objeto de estudio en sí de los modernos ideales románticos (la épica, el teatro de Calderón...), ya como incierta receptora de las nuevas ideas. Esta nueva estética, que era el vehículo de un incipiente nacionalismo español (después lo será también de otros nacionalismos), no supo ser aprovechada por los ideólogos de Fernando VII1. El error de no aceptar estas “nuevas ideas” y de aferrarse a unos ideales estéticos “clasicistas” supone una de esas paradojas que nos encontramos constantemente en la Historia, sobre todo cuando en la estética penetra arbitrariamente la carga de la ideología política. Después, los liberales moderados supieron sacarle partido a todo este nuevo ideario estético y político basado en la equivalencia de una lengua, una literatura y una nación. En lo que a la enseñanza de la lengua y la literatura latina respecta, ya se había desarrollado en España una enseñanza acorde con la propia Historia crítica, de carácter ilustrado, en autores como Mayáns o el propio Sempere. Tales propósitos quedan suspendidos ante una vuelta a la enseñanza tradicional del latín asumida a partir de 1823 por los responsables de la educación durante la época de Fernando VII, que marginan tales contenidos históricos, en particular la incipiente Historia literaria, que termina identificándose con el pensamiento liberal. Tal planteamiento no volverá al panorama educativo, consiguientemente, hasta el regreso de los liberales al poder, aunque no de la misma manera en lo pudieron concebir los pensadores ilustrados, pues la nueva asignatura tendrá ya claramente unos presupuestos románticos. De esta forma, mientras la enseñanza del latín continúa desarrollándose desde una perspectiva dominada aún por la estética del clasicismo, la nueva asignatura de orientación histórica se inspirará en las nuevas ideas que sobre todo vienen de Alemania (en particular de Friedrich Schlegel, cuya Historia de la literatura antigua y moderna se traduce al castellano en 1843). Este reparto no implica, naturalmente, una identificación simplista de la enseñanza del latín con el absolutismo, aunque cabe ver tal tendencia si comparamos la mera enseñanza preceptiva del latín legislada por Calomarde (1824) durante la llamada década ominosa de Fernando VII con el planteamiento que de la enseñanza de la literatura latina hace Gil de Zárate (1855) ya en los primeros años del reinado de Isabel II. El primero opta por una estricta enseñanza de la Poética y la Retórica, mientras el segundo incorpora las novedosas enseñanzas de contenidos literarios, ausentes desde los tiempos de la Ilustración:
“Hase visto en la sección tercera cómo quedó organizada en los Institutos la enseñanza del latín, y los principios que guiaron en la organización de esta parte principal de los estudios clásicos. Aunque se creyó que aquello era bastante para saber la lengua de los romanos, tal cual hoy se necesita, esto es, no para hablarla y escribirla, cosa desusada en el día y que lo será más en adelante, sino para la cabal inteligencia de los autores más difíciles; todavía se tuvo por insuficiente semejante estudio para aquellos que en sus respectivas carreras necesitan mayores conocimientos, o desean profundizar más en tan interesante materia. Con este objeto, se estableció en todas las facultades de filosofía un curso especial de Literatura latina, asignatura que jamás había existido en nuestras escuelas. Destinado este curso a conocer todos los escritores que han ilustrado la lengua del Lacio, desde el origen de la república romana hasta la edad media, como igualmente a perfeccionarse en su traducción, forma el complemento de una serie de estudios bien graduados desde los rudimentos hasta lo más arduo; resultando de todo una instrucción muy superior a la que en todos tiempos se había podido adquirir entre nosotros, y preferible a la que comprenden los que sólo buscan el arte de chapurrear una jerga bárbara, y sin aplicación alguna en las costumbres literarias de estos tiempos.” (Antonio Gil de Zárate, De la instrucción publica en España, Oviedo, 1995, p. 117, publicado originalmente en 1855).
En realidad, entre Sempere y Gil de Zárate había ocurrido un hecho singular que va a condicionar la transición entre los tiempos ilustrados y los liberales: al igual que ocurre con la propia enseñanza de la literatura española, se va creando paulatinamente un nuevo paradigma, el de la Historia de la literatura latina frente al de la mera enseñanza de su lengua y los mejores autores, es decir, la Retórica y la Poética. De esta forma, si durante la época de Fernando VII las Escuelas de Latinidad de Calomarde optan por el modelo de estudio tradicional, el nuevo paradigma histórico no aparecerá en el panorama educativo español hasta el decenio de los años 40 del siglo XIX.
FRACISCO GARCÍA JURADO HLGE