Aún anidamos la duda respecto a si las sociedades latinoamericanas siguen polarizadas o se hastiaron de la confrontación. Los intensos procesos de movilización que marcaron las dos últimas décadas de transformación política en el continente no pasaron en vano, las subjetividades políticas se transformaron. Sin embargo, tendríamos que preguntarnos a propósito de lo ocurrido en Argentina con Scioli y la cerrada victoria electoral del Lenín Moreno en Ecuador, si el diagnóstico que nos ha repetido la derecha, por lo menos desde hace un lustro, sobre el hastío de las mayorías por la política “confrontativa” e “hiper-ideologizada” de las izquierdas en el poder y el ferviente ascenso de “los ni-ni” o “independientes”, corresponde a la realidad o es una estrategia política de socavamiento de las bases populares de estos gobiernos.
El ascenso de movimientos políticos de izquierda de carácter popular a los gobiernos de los países más importantes de la región fue producto del develamiento, la interpelación descarnada, del conflicto de clases que signa la vida social, política y económica latinoamericana. Solo las apuestas políticas que ofrecieron encarar un conflicto social y económico de larga data, ya incontenible, que había condenado a las mayorías a la miseria, fueron las que lograron conquistar a las mayorías y tomar el poder a través del mecanismo que siempre habían servido a los conservadores: las elecciones.
La polarización social y política que lograron las fuerzas de Chávez, Evo, Correa y los Kirchner fue justamente gracias a su desobediente actuación respecto a las pautas de gestión política naturalizadas por la democracia liberal que se venía imponiendo. Los poderes no son neutrales ni independientes. Quienes gobiernan optan, asumen posiciones en el conflicto político. La ciencia en la política es un instrumento de construcción de verdad y poder. La riqueza es una y se distribuye en función de intereses y fuerzas en pugna. Equilibrar la distribución de beneficios en la sociedad implica restar privilegios a unos para satisfacer derechos de otros. Crecimiento o desarrollo no necesariamente implican bienestar para las mayorías. Estas fueron algunas de las tesis que despertaron a miles del letargo liberal-conservador empujándoles a luchar, a protagonizar cambios profundos en las reglas del juego político y producir nuevas democracias.
Entraba una masa salvaje de gente “no política” a la política para cambiarlo todo. Los primeros años de las tomas del poder, el pueblo hecho torrente rompía los carriles que organizaban al Estado: asambleas constituyentes, políticas express para burlar la burocracia y resolver ya el sufrimiento acumulado, unión cívico-militar para apalancar políticas y blindar la seguridad nacional (sobre todo para el caso venezolano), fueron algunas de las expresiones de este desbordamiento político de los pueblos en un clamor de justicia: restablecimiento de porciones mínimas de riqueza para las mayorías y dignificación del papel político de los excluidos.
La primera reacción de la derecha fue denigrar, subestimar y criminalizar a ese pueblo calificándole de “hordas”, “incapaces”, “malandros”, “violentos” y “feos”. No supieron leer lo que implicaba que la izquierda contara con la mayoría. En los primeros años de antagonismo político intentaron ganar la calle con violencia y tomar el poder político a través de golpes de Estado. Sin embargo, lejos de desmovilizar avivaron la polarización: las clases populares podían ver claramente el rostro retorcido y violento de las clases que, si otrora los trataban con lastimería y benevolencia, hoy ante su insubordinación buscaban aniquilarlos.
Reinaldo Iturriza [1], analizando el caso venezolano, acierta cuando logra identificar el viraje de la política de la derecha. Afirma que 2007 marca el inicio de una nueva estrategia de la derecha, que implicó desactivar el conflicto de clases a través del discurso del diálogo, la pluralidad, la reconciliación y el clamor por la despolarización. Implementaron una política de trabajo en zonas populares que buscó desmoralizar a la base de la fuerzas progresistas, escuchando el normal descontento de una inclusión inacabada; construyeron un discurso que copió los referentes, prácticas y métodos de movilización de la izquierda; apelaron a encuestas y medios de comunicación hegemónicos para posicionar la idea del destacado crecimiento de “los independientes” significándolos como expresión del malestar y hastío por la política “confrontativa”; y fustigaron a los gobiernos con críticas centradas en la ineficiencia y la corrupción. Pese a todo este discurso “conciliador”, la derecha nunca abandonó la polarización como estrategia, cada contienda electoral demostró que lejos de despolarizar, más bien buscaba quedarse sola en los espacios efectivos donde esta se construye: en las clases mayoritarias (populares). Su objetivo: parasitar en el electorado popular descontento o desatendido, con un discurso polarizador en torno al “cambio” y contra los gobiernos “autoritarios”, “estatizadores” y “corruptos”.
A la luz de los últimos acontecimientos electorales, diríamos que este viraje de la derecha si bien no ha sido del todo eficaz, en cuanto solo le ha permitido obtener un triunfo electoral de peso en los últimos 15 años (las presidenciales argentinas en 2015) y solo 8 años después de este recambio táctico, sí ha tensionado con fuerza las expectativas ciudadanas y sobre todo las formas de gobernar de la izquierda en el poder.
Lo más eficaz que logró la derecha fue poner a dudar a la izquierda de sus propias invenciones políticas, forzándole a reinscribirse en ciertos modos liberales de gobernar que: 1) antepusieron gestión a política, acusando castigo de las críticas al “populismo ineficiente” mostraron una alta preocupación por exponer números, defender obras, subirle el perfil a lo jurídico y tecnificar el lenguaje, bajándole volumen a la construcción de políticas en clave de conflicto de clase. Esto trajo como consecuencia la desorientación de las bases y el distanciamiento del tempo real de las calles, preocupaciones y demandas populares con las que siempre habían conectado. 2) Cedieron a las tesis de las debilidades de los gobiernos, sobreexponiendo la gestión gubernamental, mitigando críticas internas y reduciendo la heterogeneidad, cualidad y protagonismo de la participación popular que fue marca de su ascenso al poder. 3) Probaron anzuelo de la diminuta área política que marcaron los conservadores: se obsesionaron con la “pequeña batalla” entre grupos o cúpulas políticas como el distractor perfecto para lograr el abandono del terreno de las disputas reales: los problemas de la gente de a pie. 4) Se creyeron el cuento del crecimiento de “los independientes” y retrocedieron respecto al avivamiento del conflicto como motor de movilización electoral. Pensaron que optando por candidatos moderados que se distanciaran de liderazgos radicales, se tendría la sucesión o continuidad garantizada, trampa que quedó al descubierto ante los ineficaces efectos políticos de la relación Kirchner-Scioli (2015) y la primera vuelta Correa-Moreno (2017).
Al respecto, caben nuevas preguntas a la luz de la trampa conservadora y sobre todo ante la crisis económica generalizada en el continente. ¿Hoy desde dónde la izquierda está polarizando a sus bases? ¿La polarización que provocaron los intensos procesos de movilización política que llevaron a la izquierda latinoamericana al poder, se mantiene y constituye una ventaja estructural de los gobiernos progresistas? ¿Se modificaron los conflictos a partir de los cuales se polarizaron amplias capas sociales latinoamericanas en la década ganada?
Aún no se logran despejar del todo estas incógnitas, sin embargo, desde ya se puede decir que: 1) en América Latina contamos con nuevos sentidos comunes políticos; me atrevo a afirmar que nuestros pueblos están dispuestos a ir por más de lo conquistado y nuestros dirigentes deben colocarse a la altura de estas expectativas; 2) la crisis económica y el desgaste político en el gobierno ha modificado las expresiones del conflicto, la arena de la eficiencia y la transparencia constituyen terrenos de disputa al convertirse en definidores de la capacidad de la izquierda para resolver los problemas económicos; 3) luego de políticas significativas de justicia social e inclusión política, el conflicto de clases necesariamente se expande a nuevas expresiones que lo enriquecen y conectan con nuevos sentidos y expectativas sociales, dando lugar a agendas de luchas desvaloradas o incluso impensadas; 4) la apuesta por una polarización basada en enemigos externos, así como la polarización a partir de la lucha entre grupos, fracciones o partidos dejan por fuera el debate sobre los problemas reales de la población, produciendo extrañamiento y hastío del conflicto político.
La actitud de Rafael Correa en las seis últimas semanas de campaña antes del balotaje presidencial ecuatoriano y el triunfo electoral alcanzado, nos ha dado lecciones importantes al respecto. Después de la primera vuelta, rápidamente entendió que debía transformar radicalmente su relación con Lenín Moreno, no solo echándose al hombro la campaña sino sobre todo poniéndole picante: acertadamente decide ir a la reconquista de la polarización, reavivando la política de confrontación como motor de movilización electoral y sumergiéndose intensamente en las calles. El triunfo electoral de Alianza País en Ecuador deja un mensaje claro a la izquierda en el continente: para garantizar la continuidad de los gobiernos progresistas y revolucionarios a favor de las mayorías, es necesario volver a la escena de las disputas reales: los problemas de la gente, y re-ocupar nuestra estrategia estructural: el conflicto y la polarización como origen de una política eficaz por la justicia.
[1] Iturriza, R. (2016). El Chavismo Salvaje. Editorial Trinchera, Caracas.