Amor por interés
París olía a lluvia. Llegaba septiembre y también el frío. Aquellos adoquines empapados eran un espejo por el que transitaban escasos transeúntes ocultos en gruesas gabardinas. París olía a lluvia, las ventanas estaban teñidas de niebla y aun así el carmín de sus labios podía verse desde la acera. Entré en aquel bar sin clientes, solo ella, en una esquina, con la mirada perdida. Transformaba en elegante el acto de fumar y el humo del cigarrillo formaba una nube que no me permitía ver bien su belleza. Corrí a sentarme a su lado, no podía permitir que mi imaginación dibujara su rostro, quería sumergirme en su realidad. París olía a lluvia y ella, era el aroma del amanecer. Ser soldado en el ejército del Führer no era tarea fácil, era el deber de destrozar familias y corazones porque pertenecían a otra raza que, a mis ojos, no era distinguible de la nuestra. Tengo los oídos tupidos por sus gritos, la nariz asfixiada por el hedor de la muerte y la conciencia sufrida por la hipocresía de saber, que si supieran “qué” soy, me uniría a las filas de los tantos que he condenado. Ella, en una humeante coreografía se puso de pie, se inclinó hacia mí y su olor me llegó a las entrañas. No pude evitar la expresión de éxtasis, tampoco controlar mi reacción, mi alma ennegrecida por la duda necesitaba alimentarse de esa luz. Me invitó a la barra y pidió cuatro copas bien cargadas; nos fuimos sin pagar y como orden seguí su deseo de acompañarla a casa. La escolté hasta la puerta, y hasta la sala, y hasta la cama. Me quité las medallas, las insignias, los grados. Dejé el uniforme en el suelo y empecé a desnudarla. Ella se dejó en silencio. Podría huir con ella, podría dejar mi vida detrás, los asesinatos, los campos, el dolor ajeno y la destrucción propia. Quiero embriagarme de ella y viajar por su piel. Esta francesa podría ser la cura para el alma rota de esta alemana. Le pregunto su nombre. Sin responder me señala la cómoda de caoba. Me giro para leer sus documentos. Laura Greenberg, dice en la primera línea, ese no es un apellido francés. Me doy la vuelta y un estruendo acompaña una sonrisa silente, no es de alegría ni dicha, es la satisfacción arrepentida de la venganza. Acabo de descubrir que el tiempo va más rápido cuando quieres extender un momento. Quiero vivir un minuto más, quiero explicarle que lo que hago al pueblo judío es mi deber, quiero hacerle entender que lo detendría todo si pudiese, que le regresaría a quien hubiese perdido y la haría la mujer más feliz del mundo. El momento se contrae, siento un dolor en mi seno derecho y un líquido hirviente que me corre por el torso, no tengo fuerza para mantener el equilibrio. Tropiezo, destrozo la ventana a mi izquierda y me precipito a la calle de adoquines empapados. Oigo gritos y una alarma, hombres de abrigos negros que corren a socorrer a esta extraña desnuda. Escucho otro estruendo venir de la habitación donde por última vez vi a la hermosa Laura. París olía a lluvia, a lluvia y a sangre.