Entonces se abría la noche de par en par y sucedía el milagro: a lo lejos y al fondo, contra la oscuridad grande y sedosa, aparecían las ristras de bombillas de colores de La Catunga, el barrio de las mujeres. Los hombres recién bañados y perfumados que los días de paga bajaban apiñados en camiones por la serranía desde los campos petroleros hasta la ciudad de Tora, se dejaban atraer como polilla a la llama por ese titileo de luces eléctricas que eran promesa mayor de bienaventuranza terrenal.
No vuelvas a lucir zarcillos, que provocan, ordenaba Sacramento, y ella obedecía por no lastimarlo, pero en los zarcillos no estaba el secreto. No camines así que perturbas, pero la verdad era que ella caminaba con el mismo vaivén acompasado de cualquier mujer de tierra caliente. No seas altiva al responder, que tu rebeldía enardece el deseo, y ella procuraba darle gusto, pero enardecía aunque permaneciera muda. No te rías que tu risa invita, pero ella invitaba tanto risueña como circunspecta. No mires fijo a los hombres que los desafías con la mirada, pero aunque clavara los ojos en el suelo nadie dejaba de notar la piedra, o la pátina, o el don, o como quiera llamársele: ese resplandor de luna y silencio, de sombra y asombro co el que embrujaba.
Laura Restrepo. La novia oscura. Editorial Anagrama, 2000. Ilustración: foto de Leo Matiz.