Tengo abandonada mi serie sobre actrices molonas olvidadas. No la voy a retomar ahora con el vigor que merece, pero acabo de ver Asalto a la comisaría del distrito 13 (la original, la de John Carpenter, la setentera y sucia, no la tontada de remake apastelado de hace unos años) y no me puedo resistir a escribir un par de líneas (no más, que no me responden los dedos) sobre esta chica:
Se llama Laurie Zimmer, y en la peli de Carpenter hace de Leight, una secretaria de la comisaría con unos ovarios como dos melones, templada y pasional. Es un personaje a la antigua usanza, una de estas chicas listas del cine, de mirada inteligente y gestos parcos, casi hieráticos. Aunque lo más destacable es su voz, su poderosísima voz: grave, con un punto de rotura, muy parecida a la de Lauren Bacall en sus años mozos. Pero esto es algo que -sí, llámenme pedante, elitista, mataperros, los que quieran- solo se aprecia en la versión original. En versión doblada, Zimmer pierde su principal atractivo, y por tanto, difícilmente conseguirá enamorarnos.
Pero la notita que quería hacer es que Zimmer es una de las piezas más extrañas que ha dado el cine. Se hizo bastante famosa con esta peli de Carpenter. Famosa en varios niveles, pues Carpenter es de esos autores capaces de llegar a un vastísimo público y de entusiasmar a la vez a una reducida cohorte de incondicionales sectarios. Es popular y de culto a la vez, una mezcla rara, y eso le permitió a Zimmer inspirar actos masturbatorios en varios niveles de sofisticación y perversión.
No se sabe bien si porque le abrumó el peso de la fama o no le ofrecieron papeles a su altura o se cansó del asunto, pero hizo un par de pelis francesas muy segundonas y, en 1979, tres años después de arrancar una carrera que la crítica calificaba de muy prometedora, desapareció sin dejar rastro, cerrando una de las trayectorias más breves de la historia del cine.
En 2003 fue la protagonista de una de las series de “¿Qué fue de…?” a las que tan aficionados son en la tele americana, y se descubrió entonces que se había casado, que se dedicaba a dar clases en un instituto cerca de San Francisco y que tenía dos hijos, uno músico y otro, artista de performances.
Qué desilusión. Con lo bien que disparaba contra los cholos la jodía.