La vida de un vampiro no es sencilla… y menos en el mundo en que vivo.
Mi nombre es Nosuë. Soy nosferatu, la clase más alta de vampiro, y hace más o menos quinientos años que me convertí. Es difícil precisar. Para un ser tan longevo como un vampiro, el tiempo pierde sentido.
Mi vida, como la de otros, no ha sido un camino de rosas. Los cazavampiros nos acosan, y los humanos… Bueno, ¡los humanos! Qué difícil es a veces convivir con ellos, con su sangre, pero también con su curiosidad y su miedo a lo «sobrenatural».
He cambiado de hogar tantas veces que ya no puedo acordarme de todos. Cada pocos años, un vampiro que quiere vivir tranquilo debe mudarse para pasar desapercibido, y que la gente no se dé cuenta de algunos detalles cruciales: ventanas siempre cerradas, persianas bajadas, y que casualmente el inquilino en cuestión no sale jamás durante el día.
Pero finalmente logré asentarme en una mansión alejada, en el Pueblo B de Enuc, y formar una… Sí, mi antigua familia lo llamaría «granja». O criadero de humanos. Fundé un club nocturno, y eso obtiene ciertos beneficios. También me dedico a mi pasatiempo favorito, y eso me da ventajas increíbles.
El anonimato es un atractivo añadido al arte.
Pero ya basta de hablar de mí. Al fin y al cabo, esta no es mi historia, ¿verdad?
Empezó una noche como cualquier otra. Algunos miembros de mi rebaño se encargaban del club, y yo, como solía, paseaba por las calles menos transitadas, disfrutando de la tenue luz de las estrellas.No me gustaba caminar por famosas avenidas, porque entonces debía ponerme lentillas. Los ojos de un vampiro tienden a llamar la atención, pero cuando son rojos, más aún.
En mitad de mi paseo llegué a un parque en el que no solía haber nadie. Por lo general, me quedaba un rato allí, viendo como la brisa mecía levemente los columpios…
Pero aquel día no estaba solo.
Un chico joven de cabello negro estaba allí, sentado… bueno, más o menos sentado… cerca del tobogán. Solo que no era un chico.
El olor de un vampiro, aunque sea un cachorro, es característico. No emite el calor de la sangre humana, y su aroma es un poco más… frío.
Me acerqué con cautela. Hacía mucho que no encontraba a uno de nosotros. Tenía mis motivos para no aproximarme a otro vampiro, pero eso no significaba que todos pensaran igual. Había conocido algún psicópata entre los nuestros.
No sabía lo que era peor, desconocer las leyes o ignorarlas.
«Dios», pensé al ver que sus ojos estaban rojos como brasas: no era una película de sangre, no eran lágrimas.
Era sed, simple y pura sed.
—Buenas noches —saludé con calma.
El chico clavó la mirada en mí, fijamente, e hizo una mueca. Parecía que iba a tirarse a mi cuello para matarme en cualquier momento, hasta ahí su expresión enloquecida. Tenía el ceño fruncido, y los músculos en tensión.
—¿Qué? —gruñó con brusquedad.
Ladeé la cabeza, sin dejar de mirarlo, sin asomo de temor. No me asustaba. Cuando llegas a mi edad, pocas cosas te asustan.
O era muy joven, o llevaba demasiado tiempo sin alimentarse. O ambas cosas… lo que era peor.Me acuclillé cerca de él, sin tocarlo.
—Pareces sediento —comenté con suavidad.
Él soltó una risotada llena de amargura, mostrándome los colmillos. Si trataba de intimidarme…
—¡Qué gracioso!
Aquella criatura no se alimentaría si se quedaba allí, y perdería los pocos estribos que le quedaban. Y si iba a buscar humanos, en ese estado mataría a alguien, y eso sería…
Bueno. Tras tantas décadas allí, asentado al fin, no podía evitar pensar en aquel pueblo y sus alrededores como mi territorio, el territorio bajo mi cuidado y protección. Bajo mis normas. Y no me gustaba que los vampiros mataran humanos, la verdad. Era salvaje y cruel.
Me erguí de nuevo.
—Ven conmigo —dije en voz baja, suave pero autoritariamente—. Te alimentaré.
Volvió a reír, más fuerte ahora, poniéndose en pie con serias dificultades. No era una risa agradable.—¿Estás de coña? —preguntó entre carcajadas.
Tardé un momento en ubicar la palabra coña.
—¿Te parezco una persona que bromee a menudo? —repliqué, muy serio.
—Y yo qué sé, la gente engaña con su apariencia.
Rió otra vez, poniéndose una mano en la frente. Estaba al borde de perder los nervios por completo. Moví un poco la cabeza.
—Mira, chico, es decisión tuya —le advertí—. Si sigues así, vas a matar a alguien.
—¿Qué? ¿Matar a alguien? Estarás de broma. ¡No pienso matar a nadie! —Hizo una mueca—. No lo he hecho nunca… menos lo voy a hacer ahora.
—Si quieres que todo salga bien, sígueme. En casa tengo reservas. Es tu decisión.
Me dirigí sin prisas a una de las salidas del parque, esperando que aún tuviera el suficiente sentido común como para venir.
Así que nunca había matado, ¿eh? Un vampiro de colmillos aún vírgenes. Qué tierno.
El chico me siguió, para mi alivio, y se puso detrás de mí.
—¿Qué tipo de reservas? —preguntó con desconfianza.
—¿Tú que crees? —respondí sin mirarle.
—No sé, no tengo la cabeza para pensar, ¿sabes?
Sí, podía imaginarlo.
—Tranquilo. Nada que signifique herir en exceso a un humano.
Él pareció comprender la verdad, o al menos intuirla, porque hizo una mueca y suspiró. Fue un gesto compulsivo, una costumbre; ahora ya no necesitaba suspirar, aspirar ni respirar en modo alguno.
—Llévame —aceptó.
Asentí con la cabeza, y lo guié por aquellas callejuelas malolientes por donde nunca había nadie. Era un camino largo, pero…
Saqué el teléfono móvil y llamé a casa. Dos pitidos, y finalmente la voz suave de Marlene respondió:
—¿Diga?
—Marlene, soy yo. Prepárame una.
—Te alimentaste esta mañana, ¿no?
—No es para mí. Date prisa, y cuando acabes sal de casa. Rápido.
Colgué. Lo confieso, no era muy hablador, y menos por teléfono. No me hacía a las tecnologías.
—Que te quede claro… no pienso morder a nadie —me advirtió el chico con dificultades—. Nunca lo he hecho, no lo haré ahora.
—Tranquilo, cachorro, no vas a morder a nadie. Marlene te va a preparar una jarra de sangre tibia.
De pronto oí un ruido detrás, y me volví. El chico, incapaz de seguir caminando, se había apoyado en la pared, cerrando los ojos muy fuerte, apretando los puños, tenso, muy tenso.
—¿Necesitas ayuda?
—Estoy bien. —Me miró con una airada mueca en la cara.
—Eso no es lo que veo. Lo que veo es que estás a punto de perder el control o convertirte en cenizas, lo que llegue primero.
Pero haber llegado a aquella situación… parecía imposible. La criatura sedienta que todos llevábamos dentro no era fácil de dominar, en especial siendo tan joven… y sobre todo, estando tan hambriento.
—Te ayudaré a caminar —le dije.
Dejó de apoyarse en la pared, alzando una mano.
—No me toques… Creo que estoy un poco fuera de mí.
—Tranquilo. Si te pusieras fiero, podría controlarte.
Rió otra vez con amargura.
—Sí, aquí todos pueden controlarme —comentó.
Alcé una ceja.
—Bien, no intentaba bromear —respondí—. Da igual. Hablar luego, caminar ahora.
Le rodeé la cintura con un brazo para sostener la mayor parte de su peso. Era delgado. Permitió que lo ayudara, pero no dejaba de gruñir; no como un nosferatu, sino como gruñe un hombre intentando simular a un animal.
Movía a veces las piernas como si quisiera echar a correr y alejarse de mí, pero tenía el buen sentido de quedarse.
Seguí caminando hacia casa; según mis cálculos, Marlene ya estaría saliendo.
Finalmente llegamos. No me detuve para que mirara la obra arquitectónica que era mi mansión; le hice entrar por la reja que la rodeaba, y luego abrí la puerta que daba al recibidor.
Toda la casa estaba iluminada de forma muy tenue, con luz ambarina; los humanos a veces tenían problemas, pero los vampiros… nosotros no.
El chico respiraba de forma ajetreada, una muestra más de que estaba nervioso, al borde de perderlo todo.
«¿Cuánto lleva sin alimentarse?», pensé.
Aunque no era el momento de preguntas.
—Calma —le dije en voz baja.
Aquella casa olía un poco a humano, eso era verdad, y podía alterar los nervios de cualquier cachorro.
Lo guie por el corredor hasta el salón y lo ayudé a sentarse en el sofá. Allí, sobre una mesa pequeña, había una jarra de sangre. Marlene era muy diligente cuando quería. Se la traje.
—Toma, bebe.
Él alargó una mano temblorosa… pero enseguida la cogió y tomó deprisa la sangre, sin detenerse a saborear.
Terminó en breves instantes, para agachar luego la cabeza. Poco a poco su respiración desapareció, y entonces se llevó una mano al cabello para echarlo atrás. Cuando alzó la cabeza otra vez sus ojos eran de color gris claro, y la expresión de su rostro era ahora de indiferencia, sin ira ni agresividad ni desesperación.
Suspiró de forma artificial.
Bien, el peligro había pasado. Aquella cantidad de sangre le serviría.
—Ahora te ves mejor —comenté con suavidad.
Medio sonrió, alzando una ceja.
—Lo siento —se disculpó.
—No lo hagas, la sed pone de mal humor a cualquiera. Si quieres más puedo darte, aunque estará un poco fría.
No hay nada como sangre recién sacada de las venas de un humano, la verdad, por mucho que se ponga en el microondas. Pero para los que son como yo, los que viven según las normas de convivencia, la toma directa de alimento escasea.
Él negó con la cabeza.
—Tranquilo… Estoy bien. Gracias por… por la sangre, y eso.
—No me las des. Si no nos ayudamos entre nosotros, ¿dónde iremos a parar?
Hizo una mueca y desvió la mirada.
—Hm.
Fue todo lo que salió de sus ahora prietos labios. Algo me decía que no estaba muy contento con su condición.
De pronto me llevó una sensación largo tiempo conocida, pero que seguía resultando un tanto perturbadora. Un presentimiento, un estremecimiento que presagiaba la llegada del amanecer.
—Vaya —dije en voz baja—. Tendrás que quedarte aquí hoy.
—Genial…
Su respuesta fue taparse la cara con una mano, como si fuera lo peor que podía suceder.
—Tranquilo, chico, no tenemos que cruzarnos. La casa es grande. Tienes todo el día para explorar, estirarte en una cama y hacer ver que duermes o lo que te apetezca.
—No es por ti —aseguró, volviendo a mirarme con sus ojos grises.
—¿Y por qué es?
¿Tanto ansiaba volver a su casa, con su sire, el que por cierto no parecía alimentarlo adecuadamente? Bien, yo conocía la sensación de dependencia que daba un sire, pero…
—Tenía que volver hoy mismo con mi padre.
¿Así llamaban los cachorros a sus sires? ¿Padre, como un cabeza de familia humana?
—No creo que se enfade porque te ocultaras del sol —razoné.
Rió de nuevo, con evidente amargura.
—Sí, eso quisiera —resopló.
—No me dirás que tu sire prefiere que te quemes al sol a que llegues tarde.
Porque no podía ser.
—No me extrañaría.
—Hm. Hace poco que eres cachorro, ¿verdad?
—¿Por qué?
—Porque los cachorros más jóvenes suelen ver a su sire como la maldad personificada…
Lo que a veces era cierto.
—Qué sabrás tú… ¿Y qué leches es eso de sire?
No. No era posible.
—¿Cuánto tiempo dices que tienes? —pregunté.
—Hará ya unos meses… No lo cuento. Salgo cada semana para alimentarme.
Aquello no tenía sentido.
En primer lugar, ¿cómo podía no saber lo que era un sire, teniendo varios meses? Y en segundo lugar… ¿Cómo que salía cada semana para alimentarse? Es decir, ¿una vez cada siete días? Eso era un suicidio. Y un asesinato, de paso.
Noté de pronto que algo en mi garganta comenzaba a vibrar, emitiendo un gruñido gutural muy bajo: un órgano se formaba cuando uno pasaba de cachorro a nosferatu, y mostraba nuestro estado de ánimo así como los humanos se ruborizaban o sudaban.
Alzó su mirada hacia mí, ladeando la cabeza. El color de sus ojos era casi hipnótico, ni acero ni plata.—¿Pasa algo?
—No —negué tan calmadamente como pude—. Bueno, como he dicho antes… eres libre de pasear por la casa. Pero no vayas fuera. Quema.
Salí del salón por la necesidad de huir de esa conversación imposible y subí a la sala habilitada para pintar, en el segundo piso.
En el centro, un caballete; pinturas, un armario con cuadros antiguos, un amplio sillón con sábanas, material decorativo… No sabía muy bien qué pintar, pero daba lo mismo. Me senté en un taburete frente al caballete con un lienzo en blanco, y esperé la llegada de la inspiración.
No fue ésta la que vino, sino el chico.
—Ah —se le debió escapar.
Me volví hacia él.
«Vaya, se ha animado a dar una vuelta», pensé.
—Hola —saludé.
Se acercó a mí, sólo un poco.
—¿Son tuyos esos cuadros?
Miré las paredes de la sala, repleto de pinturas. Estaban por toda la casa, decorando casi cada rincón.
—Sí —asentí.
—Están bien, me gustan.
—Si no gustaran, no tendría esta casa, te lo aseguro.
—¿Te dedicas a esto?
—Como pasatiempo. Pero tengo un club nocturno en el pueblo.
Me abstuve de contar detalles, como que la pintura, con mi pseudónimo El Beso, me había dado la oportunidad de hacerme pasar por varias personas a lo largo de los años. Un don familiar, decía. Nunca trataba directamente con los compradores, lo hacía siempre alguien del rebaño; no tenía que dar la cara excepto en situaciones puntuales, cada varias décadas, cuando aceptaba ir a un congreso o una exposición.
Cuando lo hacía, todo se habilitaba para mi comodidad. Supuestamente sufría una enfermedad de fotosensibilidad, y por eso estas cosas siempre se hacían de noche si yo iba a asistir. Tenía una habitación con ventana pequeña siempre cerrada, y todas las actividades eran nocturnas.
Haciéndolo de esta forma, conseguía ocultar dos detalles cruciales: mi vampirismo, y que no envejecía.
—Así que los vampiros podéis tener una vida normal —comentó el chico, pareciendo sorprendido.
—Podemos intentarlo, sí —respondí—. Aunque no es fácil.
—Ya… —Se tocó el pelo—. Debe ser mejor que estar encerrado.
Moví un poco la cabeza y lo miré.
—¿Encerrado?
—¿Qué crees que hago durante la semana? —me preguntó—. Estar encerrado a cal y canto.
—-¿Por qué?
Él se limitó a mostrar una media sonrisa.
—Cosas de mi padre.
Demasiadas cosas estaba notando yo.
—Tu padre debe ser un poco excéntrico —comenté con cautela—. ¿Es tu sire?
—¿Qué dijiste que era?
—¿El q…? Ah.
¿Yo tenía que explicarle a esa criatura desgraciada algo tan elemental? ¿Qué clase de sire tenía que no le había dicho algo así?
—Es el nosferatu que te convirtió —le dije—. Al que estás ligado.
—Ah. Sí, ese es mi sire.
—Entiendo. —Volví a mirar al lienzo en blanco—. ¿Y es muy mayor?
Me gustaba conocer a los vampiros de mi territorio, los que se quedaban y los que estaban de paso. La edad… es un factor determinante entre nosotros.
—Pues diría que sí, no lo sé —respondió el chico.
—¿Y siendo mayor no sabe que hay cosas que tiene que enseñarle a su cachorro, y formas en que debe cuidarlo?
Ese órgano volvía a vibrar en el fondo de mi garganta, emitiendo un gruñido gutural, mostrando mi descontento. Había crecido con unas normas muy rígidas sobre el cuidado de la familia, incluso los humanos. La idea de que alguien descuidara a su cachorro era…
Él se encogió de hombros, cruzó los brazos y alzó una ceja.
—Pues supongo que sí, pero creo que siempre tiene algo entre manos —comentó.
—Hay pocas cosas lo suficientemente importantes como para tener tan desatendido a un cachorro, chico. Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Ta… Tak… William.
—William. Yo soy Nosuë.
Ladeó la cabeza.
—Un placer, Nosuë.
—Igualmente, William.
—Sí… ¿Te importa si me quedo mirándote?
—Claro, mira. Aunque no estoy muy inspirado hoy.
Cogió un taburete que vio junto a la pared y se puso a mi lado, cruzado de brazos, mirándome.
—Bueno, debe ir a días.
Lo miré un momento, medio sonreí y luego comencé a pintar. La inspiración había acudido con él.
En unas horas pinté un paisaje campestre, sencillo, aunque seguramente acabaría en el fondo del armario; no tenía suficiente sitio en casa para todas las obras.
Luego llevé a William a ver la mansión, sus estancias y las pinturas expuestas. No todas eran mías, claro. También me gustaba la pintura ajena.
Lo llevé por algunas habitaciones, de camas con dosel; tenía baños con amplias bañeras o duchas sencillas, pero sólo en algunos había retrete, y por una cuestión estética, porque, como vampiro, no lo necesitaba.
Cayó el sol, y llegó la noche.
—¿Quieres beber antes de irte? —le pregunté entonces.
Si iba a pasar siete días sin alimentarse…
—No te preocupes, creo que es la primera vez que me siento tan lleno —respondió.
«No lo pongo en duda», pensé con una sensación que me resultaba desconocida, una emoción fría de desprecio e ira.
—Por curiosidad, William, ¿cómo haces las otras semanas? ¿Vas a por un humano y…?
—Voy a un matadero que no hay lejos de mi casa. Hoy me quedé a medio camino y no pude llegar.
—Matadero.
—Sí. Cabras, vacas…
—Entonces doy gracias a Dios por haberte encontrado, chico, porque no habrías aguantado mucho tiempo más. La sangre de animal no te mantiene vivo
—Ah… Bueno, pensaba que alimentaba igual, pero ya veo que no. —Se tocó el cabello en ese curioso tic que parecía tener—. Hoy me encuentro bien.
—No vayas otra vez al matadero.
—No voy a atacar a nadie.
—Ni quiero. No es eso lo que te pido. Si no quieres cazar, desde luego el matadero no es una opción viable. Ven aquí.
Él me miró, frunciendo un poco el ceño, desconfiado.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Te sobra sangre?
—Tengo un almacén lleno de bolsas de litro, y dos docenas de humanos siempre dispuestos a donar. Sí, me sobra.
Él hizo una mueca y movió la mano.
—Me lo pensaré. Gracias de todos modos… Nosuë.
—No hay de qué. Piénsalo. Estaré por el parque la semana que viene, por si no recuerdas el camino.
Levantó la mano como despedida y se marchó.
Lo vi alejarse, y cuando desapareció de mi vista volví adentro. No tenía ganas de salir.
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