Un grupo de cuatro amigos hastiados de su propia existencia, formado por el piloto de aviones Marcello (Marcello Mastroianni), el magistrado Philippe (Philippe Noiret), el cocinero Ugo (Ugo Tognazzi) y el productor audiovisual Michel (Michel Piccoli) realizan un terrible y pantagruélico pacto: Reunirse en una barroca mansión de París, antigua residencia del poeta Boileau, y dar rienda suelta a su gula hasta llegar a los límites del ser humano.
Marco Ferreri suele ser recordado por haber sido uno de los directores cómicos más inusuales del cine italiano, cuyo trabajo siempre se caracterizó por desafiar las normas establecidas para el cine de la época. Quizás por este mismo motivo, el director logró obtener una mayor popularidad en Francia que en su país natal. Sin embargo, su historia como director comenzaría a gestarse en los cincuenta, cuando viajó a España donde conoció al guionista Rafael Azcona, con quién compartía la misma visión pesimista y negativa de la sociedad en la que les tocó vivir. Fue así como juntos darían vida a una trilogía de ácidas comedias, compuesta por “El Pisito” (1959), “El Cochecito” (1960), y la cinta que hoy nos ocupa. Sería especialmente en esta última que la dupla fustigaría con furia, casi con crueldad, todo aquello que odiaban del mundo banal y consumista en el que estaban inmersos, encarnado por la burguesía, generando airadas reacciones entre el público al momento de su estreno en el Festival de Cannes, ganándose en ese entonces el repudio de la crítica, que señaló al film como el más decadente en la historia del cine francés.
Con la máxima de realizar un cine centrado en la fisiología más que en los sentimientos, y con la ayuda del productor Jean-Pierre Rassam, Ferreri comenzó a gestar el que tal vez fue el film más “afrancesado” de su carrera. La historia de “Le grande bouffe” es tan caótica como el desarrollo de su rodaje. Habiendo reunido a dos figuras importantes del cine italiano, y a otras dos del cine francés, desde un principio el director insistió en la importancia de la improvisación, y de la creación en terreno de una cinta que claramente necesita un cierto grado de locura espontánea. Como bien lo mencionaría Ugo Tognazzi en una vieja entrevista, el clima de confianza que creó Ferreri permitió que los egos involucrados en el proyecto no colisionaran en su búsqueda por protagonismo. Es más, fue tal el grado de confianza y respeto que se formó entre los miembros del elenco, que un día mientras el director se encontraba preparando una escena en el jardín de la casa en la que ocurren los dantescos acontecimientos que conforman la cinta, los actores le tiraron en la cabeza las mil hojas del libreto hechas pedacitos.
Mediante el relato de cómo estos cuatro amigos se reúnen en una casa para literalmente comer hasta morir, Ferreri ataca a la sociedad del consumo, la que al igual que los protagonistas del film, parece no saciarse con nada. Como bien queda establecido en el transcurso de la cinta, el cuerpo no es continente suficiente para abarcar la interminable búsqueda de placer (gastronómico, sexual, intelectual, etc.) tan propia del ser humano. Estos cuatro hombres, aparentemente exitosos en sus respectivos campos y fieles representantes de la burguesía, deciden buscar en la comida una suerte de vía de escape de una vida que ha dejado de tener sentido, y en donde las apariencias lo son todo. Por supuesto que este curioso método de suicidio colectivo los llevará de regreso a lo básico, limitando sus existencias a satisfacer solo sus necesidades fisiológicas. Mientras que algunos tendrán que lidiar con su hambre insaciable o sus deseos ocultos, otros como el personaje de Mastroianni, deberán tratar de aplacar su inagotable deseo sexual, ya sea con el trío de prostitutas que los protagonistas deciden invitar a su grotesco acto de suicidio, o con Andrea (Andréa Ferréol), una maestra de escuela que por casualidad da con estos hombres, y que eventualmente decide sumarse a la vorágine gastronómica y sexual en la que están inmersos.
El escenario en general es grotesco, y es algo de lo que no tardan en percatarse las mismas prostitutas. No pasa mucho tiempo antes de que las simples molestias estomacales se conviertan en flatulencias, y para que estas terminen mutando en actos decididamente escatológicos, lo que por supuesto no disuade a los personajes de frenar su “aventura” gastronómica. De la misma forma en que las prostitutas se sienten ofendidas e incluso asqueadas con el accionar de estos hombres, el espectador siente que está siendo testigo de un espectáculo decadente, pero extrañamente atrayente. El sufrido camino hacia su propia autodestrucción, es conducido por la ya mencionada Andrea, una mujer que caerá en los mismos excesos del resto del grupo, y que en cierta medida podría considerarse como la mismísima encarnación de la muerte, que decide acompañar a estos hombres en su último acto de grandilocuencia. Andrea por momentos se convierte prácticamente en un personaje omnipresente, el cual además parece ser la única capaz de comprender los actos de este grupo que cree que la felicidad reside en la sublimación de las pulsiones fisiológicas.
Para poder obtener la independencia creativa que finalmente gozó el elenco, cada uno de los actores involucrados se identificó con su personaje al punto de convertirse en ellos, lo cual obviamente se refleja en la pantalla. El trabajo de todo el elenco es excepcional, y la química existente entre los actores es innegable. Resulta curioso como por momentos estos pasan a formar parte de la escenografía, del espectáculo, y dejan de ser vehículos utilizados por el director para transmitirle alguna emoción al espectador. Esto también contribuye al hecho de que este tome cierta distancia de los personajes, y vea con incredulidad como se desarrolla este verdadero circo romano de la glotonería, donde los participantes compiten por ver quién es el primero en morir a causa de sus excesos. Por otro lado, nos encontramos con el correcto trabajo de fotografía de Mario Vulpiani, quien colabora en gran medida en la construcción de este escenario dantesco, cuyo único acompañamiento musical, es una pequeña pieza compuesta por Philippe Sarde, la cual es utilizada en muy contadas ocasiones durante el transcurso de una cinta que presenta un ritmo narrativo algo pausado.
Si bien existen una serie de simbolismos inmersos en una historia que no tiene ni un principio ni un final definido, estos se han ido diluyendo en el tiempo, perdiendo importancia ante el impactante espectáculo visual. La aparición del personaje de Tognazzi personificando a Marlon Brando, o el escatológico fallecimiento del personaje de Piccoli, dejan en segundo plano cualquier tipo de mensaje que la dupla conformada por Ferreri y Azcona quisieron transmitir en su momento. Lo que en los setenta se presentó como una película rupturista y provocativa, hoy en día puede ser vista como algo más que una simple extravagancia cinematográfica, o incluso como un mero capricho de un director que buscaba llamar la atención. Si bien el mensaje de “Le grande bouffe” ha perdido fuerza, aún cuando seguimos inmersos en una sociedad gobernada por el consumo, la cinta se conserva como una experiencia única, que falla a la hora de despertar el intelectualismo del espectador, pero que triunfa estimulando las pasiones primarias del mismo. Aunque obviamente no será del gusto del grueso de los espectadores, “Le grande bouffe” se presenta como una experiencia al menos interesante que difícilmente podrá dejar indiferente a quién se aventure a verla.