Somos un gran país, pero si descubres que el gobierno te miente, eso cambia todo ¿no? El tipo barbado, cincuenta-y-muchos, inquiere al joven soldado. Chico, ¿cómo se vive allí? Bastante bien, pero nos odian a muerte. Eso me suena familiar, replica el veterano. Debemos de ser las únicas fuerzas invasoras de la historia que esperan caer bien.
La administración que le mentía al más talludito era la de Lyndon Johnson y la que lo hace a su interlocutor, la de George W. Bush. Vietnam e Irak, dos caras de la misma moneda. Estados Unidos y sus contiendas bélicas iniciadas con peregrinas excusas que dejaron un reguero de muchachos muertos, y de familias destrozadas, que defendían algo basado en mentiras.
2003, Norfolk, Virginia. «Doc» Shepherd, ex médico militar, entra en un bar. Han pasado treinta años y Sal Nealon, el trasnochado camarero, apenas le reconoce. Emprenden camino juntos y hacen un alto en una parroquia. Al reverendo Richard Mueller le sorprende tanto la visita como a ellos el radical vuelco que su viejo colega ha dado a su existencia. Doc ha reunido a sus antiguos compañeros de armas para que le ayuden a enterrar a su hijo, un joven marine muerto en la guerra de Irak.
El guión, repleto de frases memorables, obra de Darryl Ponicsan, autor de la novela original, y Richard Linklater, director, repasa cualquier tema, de lo cotidiano a lo trascendental, susceptible de pasar por la cabeza del estadounidense medio, buscando, desde la sinceridad, la perspectiva menos políticamente correcta.
Linklater se mueve como pez en el agua en un filme cosido de arriba a abajo por ingeniosos diálogos. Ha articulado éste como una película de carretera en la que el viaje físico comienza en coche, prosigue a bordo de un camión y concluye apeándose de un tren, y el interior reflexiona en torno a la sinrazón de la guerra, al ejército, a la política y los políticos, a la patria, a la fobia irracional (y ridícula) a todo lo que suene a musulmán, a la religión, al amor, a la necesidad de redención, a la sinceridad, a que a veces es mejor una mentira piadosa, a las adicciones, a la amistad, al paso del tiempo, a la muerte y, a través de ella, a la vida.
Lo que llama la atención es que algo que pudiese parecer de un primer vistazo teatral y aburrido, una concatenación de largas secuencias en las que los personajes hablan y hablan, nos enganche y consiga momentos realmente sublimes. El mérito reside, además de en haber escogido las palabras adecuadas, en tres fantásticos actores sin los cuales este trabajo podría haberse convertido en algo insoportable. La socarronería de Bryan Cranston, la piadosa mala uva de Laurence Fishburne, la contención de Steve Carell y la humanidad que este trío de lujo transmite por cada uno de sus poros son razón más que suficiente para acercarse a esta historia. Y, como guinda, la maravillosa ternura de Cicely Tyson. Cinco excelsos minutos que valen por todo un largometraje.
Copyright del artículo © Manu Zapata Flamarique. Reservados todos los derechos.
Copyright imágenes © Amazon Studios, Big Indie Pictures, Cinetic Media, Detour Filmproduction. Cortesía de Vértigo Films. Reservados todos los derechos.
La última bandera
Dirección: Richard Linklater
Guión: Richard Linklater y Darryl Ponicsan
Intérpretes: Bryan Cranston, Laurence Fishburne, Steve Carell
Música: Graham Reynolds
Fotografía: Shane F. Kelly
Duración: 125 min.
Estados Unidos, 2017
Anuncios &b; &b;