En este post recurriremos a las viñetas de Francesco Tonucci para mostrar una realidad que parecemos haber olvidado, precisamente, los que de pequeños más uso hacíamos de la imaginación, que el mejor juguete no siempre se paga, sino que vive en nosotros.
Antes para lavar los platos hacía falta poco más que agua y jabón, ahora es necesario un lavaplatos. Antes calentábamos la comida en la cazuela, ahora necesitamos un microondas. Antes veíamos la tele un rato, leíamos libros y cuentos y jugábamos en la calle a muy diversos juegos que nosotros mismos inventábamos.
Lo que quiero decir es que ahora, con la tecnificación de todo y con la presencia de aparatos para cualquier cosa (si hasta existen aspiradoras que van solas), tendemos a creer que los niños necesitan juguetes para divertirse y, muchas veces, lo que conseguimos es precisamente lo contrario: romper la magia del juego que habita en sus cabecitas y no en el objeto.
No hay nada más mágico, inocente y puro que un niño. Están llenos de energía, llenos de alegría y llenos de ganas de conocer, aprender y vivir cosas nuevas.
Puedes decirle “vamos, a comer” y recibir un “no me apetece” y decirle “¡Vamos, Bob Esponja, que hoy comeremos una Burguer Cangreburguer!” y ver cómo se iluminan los ojos mientras responde “sí, ¡vamos!”.
Son sus ganas de jugar y de hacer cosas diferentes y divertidas las que les impulsa a moverse, por eso es tan importante jugar mucho con ellos y dejar el aburrido mundo de los adultos para los adultos.
Para cultivar la imaginación lo ideal es que tengan tiempo para no hacer nada, para aburrirse incluso y, desde el aburrimiento, empezar a pensar cosas nuevas para hacer. Muchas veces tendremos que ponernos a su disposición para compartir juegos, dejándoles que sean ellos los que nos instruyan en sus juegos. Otras veces tendremos que ser nosotros los que les demos alternativas.
De un tiempo a esta parte los juguetes, en su mayoría, se han convertido en didácticos o educativos. De hecho han aparecido DVDs educativos (bueno, ya se demostró que no lo eran tanto), peluches educativos y hasta platos educativos (con letras y números alrededor para que aprendan mientras comen…).
Con tanta educación “subliminal” parece quererse controlar el tiempo de juego, y el de no juego, para aprovecharlo promoviendo un aprendizaje más o menos dirigido y esto puede hacer perder, si se insiste demasiado en ello, el placer de jugar por jugar y de divertirse por divertirse.
Con el aumento de la tecnología o gracias a un diseño poco acertado, muchos juguetes son demasiado autónomos. Son simplemente un espectáculo audiovisual que se muestra al niño y que permite poca manipulación y exploración, preciosos e increíbles a nuestros ojos, pero aburridos en manos de un niño.
En mi caso son dos ya los juguetes autónomos con los que he metido la pata. Uno de ellos una réplica de Wall-E, que se mueve y habla él solo, pero que tiene muy mal manejo para jugar con él (poco se ha movido del estante en el que se colocó al llegar a casa). El otro es un circuito de trenes en espiral en el que los trenes caen y ruedan por él. Cuando vi a mi hijo meter la manita entre las columnas, tratando de hacer rodar “a mano” los trenes en vez de soltarlos por la rampa (y viendo que además se le caían) me di cuenta del error.
La idea, como observáis en la viñeta, es que los niños tengan también juguetes de esos que nosotros llamamos aburridos, porque no hacen nada. Son estos juguetes los que más les permiten desarrollar la imaginación si les dejamos.
Digo si les dejamos, porque muchas veces queremos enseñar a los niños cómo funciona tal o cual juguete o qué puede hacer, si quiere, con tres bloques de madera. Ese día estamos limitando enormemente su imaginación, ya que le estamos dirigiendo la diversión hacia aquello que nosotros creemos que debe ser y en ese camino se pierde mucho de lo que ellos podrían llegar a hacer.
Fuente: Bebés y mas.
C. Marco