Lecciones que nos da la Vida: ¿Viajas o dejas que la Vida pase de largo?

Por Carlos Carlos L, Marco Ortega @carlosmarco22

Miquel Silvestre a lomos de su motocicleta, Atrevida, en la Top of the world highway de Alaska


Estoy muy cerca de completar mi vuelta al mundo. Desde Manila volaré a Vancouver, Canadá. Me hace mucha ilusión recorrer Norteamérica. Después de ocho meses, estoy harto de Asia, del calor, la polución y el exceso de gente. Necesito aire limpio, espacios abiertos y amplitud. Vuelo con Air Philippines. La moto debo meterla en la caja y mandarla por flete marítimo. Supondrá 25 días de espera pero mandarla por avión resulta prohibitivo.

Cerveza fría en Vancouver


La ciudad más grande de la Columbia Británica me agrada por su limpieza, su aire puro, su desarrollo y su ambiente liberal, pero me resulta extremadamente fría. Humanamente fría, me refiero. Casi imposible obtener una sonrisa espontánea. Esta frialdad debería irritarme, pero por ahora no es así. Vengo muy gastado de África, de India y sobre todo de Asia. Demasiada proximidad entre los seres humanos. Caer de pronto en el límpido Canadá de las mil y una reglas me está resultando como una cura de silencio y autonomía personal. Nadie me mira por la calle. Solo eso ya es un cambio tan radical con lo que he vivido los últimos meses que me parece estar flotando. En pocas semanas aborreceré esta asepsia anglosajona, mas ahora la disfruto como un lujo.
Mientras espero a Atrevida, BMW Motorrad Canadá me deja una RT 1200 gracias a las gestiones de la filial española. Voy a poder seguir buscando exploradores olvidados en la Isla de Vancouver. El viaje hasta Horseshoe Bay es corto. Un desvío hacia el puerto. La carretera desciende pronunciadamente hasta una bahía encerrada entre montañas. Es viernes y la cola del ferry es casi kilométrica.

Ferry a la Isla de Vancouver


El barco es moderno, lleno de comodidades. Cafetería, tienda de recuerdos y hasta wifi. Desde la proa se divisa un horizonte encrespado de islas, fiordos y montes. Hoy está cubierto de nubes totémicas, apelmazadas y desafiantes. Pero no llueve. Una hora y 45 minutos después llegamos a Nanaimo. La autovía del norte trae mucho tráfico y semáforos, aunque a medida que nos vamos alejando de la población se va despejando. Cuando tomo la desviación hacia Tofino, la ruta se encrespa y revira. Hay que cruzar las montañas que hacen de espinazo de la isla.
La cordillera tiene las cumbres nevadas y caudalosos ríos lamen sus faldas. Es inmensa. Todo en América es inmenso. Es gigante. Y casi todo está por explorar. Los canadienses han hecho un buen trabajo y tienen unas buenas infraestructuras, pero esto es tan vasto que apenas han arañado un poco esta geografía descomunal y salvaje.

Tofino se llama así en honor a Vicente Tofiño, cosmógrafo español


Tofino, en el extremo de una península, es una localidad turística dedicada al surf y a la contemplación de las ballenas. Dicen que es el único spot surfero de todo Canadá. Por supuesto, surf con neopreno de varios milímetros. Falta una eñe en el nombre. El pueblo se llama así en honor de Vicente Tofiño, cosmografo, director de la Escuela de Guardamarinas de Cádiz y maestro del marino y militar Dionisio Alcalá Galiano. Un ilustrado para una España que no quería saber nada de conocimientos y ciencia.
En la costa oeste se encuentran las playas de arena, largas y planas. Me alojo en una cabaña de la Mackenzie Beach. El lugar es paradisiaco. Estoy frente al mar. Tengo algunos árboles delante. El liquen se adhiere a su corteza y a través del entramado que forman diviso un sol terco. No se acaba de hacer de noche.

El amplio arenal de la playa de Mackenzie


Tan al norte, los días son largos, casi eternos. El color del cielo es de un azul desvaído. Descolorido. Lo que veo me recuerda a las pinturas holandesas. Parejas y familias pasean junto al agua. Algunos van en bicicleta, otros llevan perros, aquellos otros corren. Pero todo termina y hasta este astro obcecado se acaba rindiendo de cansancio. Poco a poco el resplandor se apaga.
Despierto en mi cabaña frente al mar. Descorro las cortinas y una luminosidad cenicienta invade el básico dormitorio. Sigue lloviendo. Una lluvia translucida y fina que abrillanta los perfiles.

Las carreteras canadienses atraviesan bosques de cedros y coníferas


Al atardecer llego a la pequeña localidad de Port Renfrew, en la costa oeste y al final del Estrecho de Juan de Fuca. La carretera está hendida en el bosque compacto de cedros y coníferas. Tienen algo de telúrico estas selvas impenetrables. Ominosas. Húmedas. Alcanzo la cima. Hay un enorme cartelón. Botanical Garden Juan de Fuca. El bueno de Ioanni Foka, nacido griego y vecino de Cefalonia, quien pudiera ser tanto uno de los más grandes exploradores al servicio de Felipe II o un enorme impostor. Se supone que fue primer europeo que navegó, en el siglo XVI, el estrecho entre lo que hoy son Canadá y Estados Unidos.

'Mounties' es el apelativo cariñoso para la Policía Montada de Canada


Las órdenes del Virrey de la Nueva España eran intentar encontrar el mítico Estrecho de Anián que uniría el Pacífico con el Atlántico. Juan de Fuca afirmó haberlo encontrado aquí. Regresó a Acapulco y pidió prebendas que nunca le fueron concedidas. Enfadado, puso proa a España donde tampoco se le hizo mucho caso. Entonces contactó con un inglés llamado Locke a quien contó toda la historia. Fue este Locke quien escribió el relato, añadiendo el pintoresco dato de que el decepcionado Juan de Fuca estaba dispuesto a enrolarse en la Armada de Isabel de Inglaterra. No se tienen más noticias del personaje hasta que en 1787 un capitán inglés, Barkely, navega el estrecho y le pone el nombre de Juan de Fuca, aunque tanto en su descripción como en su ubicación geográfica comete errores de bulto. Muchos creen que en realidad lo único que descubrió Fuca fueron sus propias ganas de enriquecerse contando milongas. Sea como fuere, hoy el estrecho lleva su nombre y también este inmenso bosque asomado al mar.
La carretera hacia el lago Cowichan resulta maravillosa. Tras cruzar la isla de un extremo al otro, Llego a Crofton. De aquí sale el ferry para Saltspring Island y de ahí otro a Galiano Island, una isla diminuta y alargada de estrecha carreterita que la surca de norte a sur. Llamada así en honor a Dionisio Alcalá-Galiano, hijo de esa España que pudo haber sido y no fue. Un ilustrado, un hombre de su tiempo, del siglo de las luces, miembro de una generación culta que pujó por un futuro mejor para su patria. Miembro de la expedición de Alejandro Malaespina y encargado por éste de la exploración de Alaska y Canadá en busca de ansiado paso al Atlántico, fue el primero que circunnavegó la Isla de Vancouver, atravesó el Estrecho de Georgia que la separa del continente y descubrió el Archipiélago del Golfo. Científico ante todo, sin embargo murió como un héroe en la batalla de Trafalgar. Antes de que una bala le volara la cabeza gritó: “¡Ningún Galiano se rinde!”.

La Top of the world highway


Tok, en Alaska, es el primer núcleo urbano que se encuentra tras cruzar la frontera canadiense de Alcan. Pequeño villorrio de casas dispersas. Campings, restaurantes y supermercados que despiertan del oscuro letargo invernal y tratan de hacer el agosto en cuatro meses de luz solar y algo de calor.
A unos cincuenta kilómetros comienza la Top of the World Highway, una pista de montaña que cruza de Alaska a Yukón. Solo abre en verano y el escenario es de una grandiosidad que emociona. Más o menos a la mitad del recorrido aparece una posta decrépita con dos surtidores oxidados, una tienda de recuerdos y un camión cocina que vende hamburguesas. Es Chicken, una pequeña comunidad fundada por mineros.
La linde fronteriza de Poker Creek está en lo alto de una loma. Es la frontera más al norte entre Estados Unidos y Canadá. Solo la usan aventureros y cazadores. Hay dos agentes muy jóvenes. Están acostumbrados a los moteros que vienen y van. La pista desciende abruptamente a través de parajes desolados hasta el valle del Yukón. El río es inmenso, caudaloso y no hay puente. Una barcaza traslada vehículos gratuitamente al otro lado, que es donde se encuentra la ciudad nacida al calor de la fiebre del oro del Klondike. En 1897 se desató una histeria colectiva en Estados Unidos y cien mil personas se pusieron en marcha para alcanzar este lejano territorio. Sin comida para pasar un año entero, el gobierno canadiense no los dejaba pasar. Apenas llegaron unos 30.000. Su denodado empeño se conoce bien porque había comenzado ya la época de la fotografía portátil.

Ambiente en un porche de Dawson


Dentro del Círculo Polar Ártico


Dawson City nos recibe con sus calles sin asfaltar, sus edificios de decorado de espagueti western y sus decenas de chalados, hippies y personajes de cómic que buscan el final del mundo. A ellos hay que sumarles los doscientos sesenta motoristas que han traído sus trail hasta el rally anual Dust to Dawson.
La Dempster Highway es el gran desafío canadiense. Unos 770 kilómetros de pista de grava que suben directamente al Círculo Polar Ártico y una sola gasolinera. Hace un día soleado y circulamos a buen ritmo. Los parajes son espectaculares. Primero nos reciben unas montañas pétreas y peladas. Luego se extienden los páramos. Más adelante, la ruta sigue paralela a un río de color ocre que huele a azufre. A lo lejos divisamos una columna de humo. Es enorme, compacta, densa. Un incendio forestal. Nadie se encarga de extinguirlo. Cuando por fin avanzo a través del bosque quemado, el olor es insoportable. La humareda me envuelve como si fuera niebla londinense y el sol empieza a declinar con lentitud. Enrojece el horizonte y rodamos como en mitad de un sueño, haciendo crepitar la grava bajo nuestras ruedas de tacos.

Personajes que se encuentran en ruta


Estoy agotado pero no puedo detenerme. La jornada se hace interminable. La Dempster Highway no es difícil. Es larga. Eterna. Ya no hay bosque ni pradera, sino una sucesión de árboles delgados, ralos y miserables sobre cuyas copas desmochadas se esconde un sol rojo que no calienta. Cuando llevo más de doce horas conduciendo aparece Eagle Plains en una recta en mitad de la tundra. Aquí es donde está la única gasolinera y el único hotel. El precio es altísimo: 160 dólares. Pero no hay opción ni competencia. Traer víveres hasta aquí es complicado y costoso. El agua la bombean desde kilómetros de distancia para mantener esta aislada posta en mitad de la nada.
Cruzamos la frontera doméstica de Northwest Territories cuando va descargar la tormenta sobre la inmensidad del Tombstone Park. El viento arrecia. Hace frío. Entonces el infierno se arroja sobre nosotros. Granizo, rayos, truenos. No hay refugio. Con el agua, la pista se convierte en una pista de patinaje. Lo que ayer era paraíso hoy es el averno. Y así tengo que circular durante horas y coger dos barcazas que cruzan caudalosos ríos.

Casas prefabricadas en Inuvik


El cansancio puede ser peligroso. Circulo sobre la grava espesa como un autómata. Todavía quedan 50 kilómetros hasta Inuvik y eso supone más de una hora. En este estado de extenuación me juego el tipo. No tengo provisiones y deseo una cama y una cerveza, pero aunque el sol no se ponga, sé que es muy tarde. Decido parar y montar la tienda. Me rodean millones de mosquitos hambrientos, pero no hay más remedio. En cinco minutos está plantada y en diez estoy roncando.

A las 9 despierto, recojo en un santiamén y salgo. La pista está incluso peor, pero estoy fresco y ya puedo conducir sin riesgo. No llueve y en una hora piso el asfalto que lleva del aeropuerto a Inuvik. Aparezco en el centro de un poblachón destartalado que vive de los subsidios y los altos sueldos que se pagan por mantener a la gente aquí. Una iglesia católica con forma de iglú. Casas bajas, edificios dispersos, calles sin asfaltar, nativos alcoholizados, dos estaciones, pocos hoteles y caros y un B&B por 115 dólares. Gruesas tuberías a ras de suelo. Barracones. Tiene aspecto de ciudad prefabricada, de campamento de refugiados. Todo llega hasta aquí en avión durante el verano y en camión por carretera helada en invierno. Esto es el verdadero final del mundo. Viven 3.500 personas y ninguna parece normal.
Imposible ser normal en un sitio con ocho meses de helada oscuridad y cuatro de luz durante veinte horas.
Fuente: Miquel Silvestre. El País.
C. Marco