Aunque intento sustraerme de las modas de portnoyes y cerdos hermanados, no dejaré pasar la oportunidad de enumerar mis lecturas del 2010: las más significativas, sobre las que vale la pena dejar constancia de su paso. Al igual que otros, debo aclarar que no todos fueron publicados en 2010; en fin, el tercermundismo cultural en un país manejado por fascistas infames se manifiesta, entre otras cosas, por la ausencia de verdaderos libros en esos antros del mal gusto que cuatro gatos insisten en llamar librerías, cuando en realidad no son más que cinco estantes llenos con las mierdas de Coelho & Co. que los periodejos e imbéciles del patio compran con fruición.
Pero mejor entremos en materia y, cómo no, hay que empezar por la producción nacional, así salimos más rápido:
En materia narrativa, aunque se publicaron, y premiaron, tres que cuatro cosas, lo más relevante que se pudo conseguir fue Ficción hereje para lectores castos (Giovanni Rodríguez) y Los inacabados (Gustavo Campos), dos muestras de lo que se está produciendo en la zona norte en el marco de un singular proceso cultural que ya ha sido cartografiado, entre otros, por críticos competentes como Helen Umaña, Sara Rolla y Hernán Antonio Bermúdez.
La poesía fue singularmente prolífica, pero los aportes más sustanciosos provienen de visiones que abrevan de la vieja receta de la antipoesía, pero a través de un proceso de apropiación libresca y reinvención que se materializaron en textos como el de Magdiel Midence: Autorretrato de un payaso adolescente, y La piel de la ternera, de Otoniel Natarén, así como en una de las propuestas más sólidas y definidas de los últimos años: Las causas perdidas, de Jorge Martínez, que finalmente apareció en edición artesanal presentada a fines de año en Costa Rica. Y en su línea clásica, pero esta vez con un toque definitivamente más íntimo, Marco Antonio Madrid nos trajo La secreta voz de las aguas. Mención aparte merece Antes de la explosión, donde Samuel Trigueros apuesta por convocarnos al “desasosiego de la insurrección”.
En ensayo la propuesta más interesante salió de la pluma de Jorge Amaya: Historia de la lectura en Honduras 1876-1930, quien de nueva cuenta apuesta por escribir historia a partir de temas y puntos de vista más originales y menos acartonados que los que generalmente escogen sus pares del oficio, empeñados en escribir historia que nadie lee, por farragosa y falta de interés.
Más allá de la H, en narrativa no se puede dejar para después la mención a un par de novelas imprescindibles sobre el narco en México (y en EUA y en Colombia y en Honduras, por supuesto), empezando por la magistral obra de Don Winslow: El poder del perro, en una edición extraordinaria pese al prólogo aniñado de Fresán, y su correlato norteño: Entre perros, de Alejandro Almazán. Aira volvió a sorprenderme con Los misterios de Rosario, y lo de Iván Thays con Un lugar llamado Oreja de Perro fue una experiencia significativa, pero quizás lo mejor del año corresponde a las lecturas de Los ejércitos de Evelio Rosero y a la del paisano León Leiva Gallardo con La casa del cementerio. Una experiencia feliz fue el reencuentro con Auster a través de Brooklyn Follies.
En poesía confieso que disfruté largamente con Anne Carson y La belleza del marido así como de la relectura de los cuates inimitables: Jeta de santo, de Mario Santiago, y La Universidad desconocida, de Roberto Bolaño. Y en ensayo todavía ando inmerso en esa propuesta maravillosa de Homi Bhabha: Nación y narración, así como en los múltiples vericuetos de la pretenciosa, pero válida, Postpoesía, de Fernández Mallo.