También, a pesar del comportamiento pacífico y cívico de la mayoría de los manifestantes, se produjeron al final de la jornada destacados incidentes en Madrid y Barcelona, principalmente, por cuenta de grupos aislados que se enfrentaban a las Fuerzas de Orden Público y la Policía. Carreras, lanzamientos de objetos, barricadas, contenedores en llamas, rotura de cristales, destrozo de mobiliario urbano y cargas de los antidisturbios enturbiaron la expresión colectiva del derecho a disentir que se materializa en forma de huelga. La plaza de Neptuno, de Madrid, volvió a registrar disturbios entre los que pretendían rodear el cercano Congreso de los Diputados y las fuerzas de seguridad que lo impedían. Y en Barcelona, las furgonetas de la Policía hacían ulular sus sirenas por todo el centro de la ciudad persiguiendo a los que se concentraban haciendo caso omiso de las órdenes de desalojo.
Ignoro si esta actuación extralimitada de policías y antidisturbios obedece a órdenes emanadas de quien las dirige o es fruto del “calor” de unos enfrentamientos que son tensos y cargados de agresividad contenida. Sin embargo, los profesionales que integran estas unidades policiales han de estar “vacunados” contra la reacción y el rechazo con que es recibida su labor de ejercer el monopolio de la violencia, que la ley les confía, con consideración, moderación y de forma proporcionada. Porque causa vergüenza e indignación contemplar imágenes de cargas policiales contra ciudadanos indefensos que son brutalmente golpeados y arrastrados sin contemplaciones, no sólo en manifestaciones como las de la pasada huelga general, sino incluso cuando han de desalojar a los propietarios de una vivienda embargada por un banco. Una santa ira se apodera de cualquiera que sea testigo del trato vejatorio e intimidatorio de una policía dominada por el exceso de celo.
Porque cuando la mayoría de los trabajadores decide mostrar su desacuerdo mediante una huelga legítima frente a medidas económicas que les perjudica, pero que benefician a la patronal y a los acaudalados, la policía se presta a defender las empresas y a proteger el acceso de los grandes comercios, que no pueden permitirse cerrar sus puertas en solidaridad con sus empleados, aunque sí en caso de la festividad de un santo. Y si un prestatario no puede hacer frente a una deuda hipotecaria, en muchas ocasiones bajo cláusulas usureras, la comitiva policial se posiciona a cumplir la orden de expulsión con una disposición que a veces se echa en falta cuando se trata de perseguir delitos de mayor gravedad que afectan a la seguridad del conjunto de los ciudadanos, y no a los intereses lucrativos de unas entidades financieras.
Esa imagen negativa que desprende la actuación policial es, a mi juicio, lo más preocupante de la Huelga General de ayer. Ya que, si la soberanía, de la que emanan todos los poderes públicos, reside en el pueblo, las Fuerzas del Orden no parecen responder a sus decisiones masivamente respaldadas, sino a los intereses de los grandes patronos y las élites del capital. Cuando se golpea a una humilde familia en nombre de un banco o ataca a un menor en una huelga, la policía no está cumpliendo la ley, está abusando de su fuerza para defender a minorías poderosas, pero ajenas al sentir del pueblo. Y ello es algo muy grave y peligroso que este Gobierno deberá aclarar antes de que esta espiral de acción-reacción-acción conduzca a esos callejones históricos de los que se sale sólo mediante la fuerza… de la violencia generalizada.