Hoy viajo en tren a Leeds, cuya universidad me ha invitado a participar en los encuentros "International Writers at Leeds", coordinados por el joven hispanista Duncan Wheeler. El tren siempre es fuente de interesantes sorpresas en Inglaterra, quizá porque forma parte indisociable de una cultura que ha crecido, económica, social e imperialmente, a su alrededor. Voy al toilet y, allende el chorrito que cae, reparo en un letrero pegado en la cara interior de la tapa del inodoro. El rótulo ruega que no se tiren productos que puedan embozarlo, como toallas de papel o pañales, y luego enumera otro desechos asimismo prohibidos: "el móvil viejo, el suéter de tu ex, el jarrón horrible que te regaló tu tía, sueños, esperanzas y deseos". Ah, el humor británico, siempre suavizando el rigor de las normas, acaso porque las normas son demasiado rigurosas en este país. En España las combatimos con picaresca: eludiéndolas o vulnerándolas; aquí las cumplen riéndose. Luego soy testigo de otro minúsculo incidente, revelador de la mentalidad de este país contradictorio. Vuelto a mi asiento, me giro para colocar bien el cabecero de tela del respaldo. Mi mirada se cruza entonces con la de la señora que ocupa el asiento detrás del mío. Am I annoying you?, pregunta la mujer: "¿Le estoy molestando?". No, no me molestaba en absoluto, pero el solo hecho de que la haya mirado -y mirar directamente puede interpretarse en los países puritanos como un desafío o una agresión- le ha inducido a pensar que le estaba reprochando algo, una de esas recriminaciones que en Gran Bretaña se hacen con los ojos, no con palabras. Y no es menos asombroso que haya respondido con franqueza y educación a lo que ha creído una censura. En España, probablemente, no habría dicho nada y se habría dedicado el resto del viaje a clavarme la rodilla en los riñones. En Leeds la Universidad me ha alojado en uno de los dos hoteles Ibis de la ciudad. Desde luego, si esperaba que lo hiciera en uno de esos establecimientos victorianos, forrados de moqueta y maderas nobles, con óleos en los pasillos de los primeros ministros o escritores célebres que ha dado la ciudad a lo largo de los siglos, estaba muy equivocado. El Ibis es espartano, y el baño parece una cápsula espacial, aunque del Ikea; la grifería, no obstante, es Grohe. Como tengo tiempo, antes de encontrarme para comer con Duncan y Mercedes Cebrián, que participa en el acto conmigo, me doy una vuelta por Leeds. Estuve en la ciudad hace muchos años, pero fue una visita muy breve, de la que apenas recuerdo nada. Hoy me parece una ciudad desordenada, como, por otra parte, suelen ser las ciudades británicas, excepto las pocas que han preservado su núcleo histórico, romano o medieval, y han crecido alrededor de él. Llovizna, pero eso no es ninguna novedad: también sucede en las demás ciudades del país. Veo un edificio enorme, presidido por una torre: es el ayuntamiento; veo también los jardines Mandela, modernos, en honor del prohombre sudafricano; veo una tienda que se llama A Nation of Shopkeepers, "una nación de tenderos", como llamó a Inglaterra Napoleón, cuyo desprecio ha enorgullecido desde entonces a los ingleses; y veo también, a su lado, una librería, hacia la que me dirijo presuroso, hasta que distingo que es una librería cristiana. Cambio entonces de acera, como si me hubiera cruzado con algún malandrín, y me alejo a buen paso. Con Duncan y Mercedes me encuentro en Browns, un restaurante del centro. Comemos y charlamos sin prisa: aunque hemos quedado a una hora española, las tres de la tarde, el acto empieza a las cinco y media en la biblioteca de la ciudad, que está al lado. Duncan es un profesor muy activo y un excelente conocedor de la cultura y la sociedad españolas, que colabora con la Universidad Carlos III de Madrid, y Mercedes se muestra como es su literatura: chispeante,ingeniosa, perspicaz, pero atravesada por una extraña vulnerabilidad. En la biblioteca, Duncan nos presenta a nuestros respectivos traductores: en mi caso, Jenny y Diane, dos encantadoras y muy competentes doctorandas de la universidad. Antes de que empiece propiamente la intervención, Duncan informa a los asistentes de dos asuntos muy importantes: dónde están los lavabos y qué hay que hacer en caso de incendio. Luego especifica que, aunque en el cartel del acto consto como argentino, soy español. No sé si me gusta que lo haya aclarado: a mí me hacía ilusión figurar como argentino. En un aparte, Duncan me informa también de que, cuando se dio cuenta de su error, mandó parar la impresión de los carteles, y de que hay un buen número de ellos en los que ya no consto como compatriota de Borges, aunque tampoco dicen que sea español. En estos, pues, soy apátrida. Francamente, prefería ser argentino. El acto se desarrolla, en inglés, con normalidad: Duncan nos pregunta por nuestra literatura, por la influencia que los autores que hemos traducido hayan podido tener en nuestra propia obra, por nuestro concepto de exilio; y leemos, nosotros en español y nuestros traductores en inglés, los textos elegidos para la ocasión. Aunque no hay mucho público, el debate es animado. A mí me preguntan por Whitman; en concreto, por cómo se me ocurrió la locura de traducir todo Hojas de hierba. No tengo otra respuesta para eso, salvo que fue un encargo. Cuando acabamos, nos vamos a tomar una pinta a un pub cercano: en España, tras lo actos literarios, nos atizamos unas bravas; aquí beben cerveza. Duncan nos habla de un compañero suyo del Departamento a quien le gusta mucho Ana García Obregón. A Mercedes y a mí se nos desencajan las mandíbulas. Yo sitúo a Anita Obregón en el deslumbrante firmamento del cutrerío patrio y les explico a Jenny, Diane y los demás en qué consiste la principal actividad de la presunta actriz y licenciada en Biología: el posado playero. Todos sorben sus ales mientras en sus ojos se refleja el esfuerzo intelectual que les supone entender que algo así suceda. Luego nos despedimos, salvo Mercedes y yo, que prolongamos el encuentro en un restaurante que ella conoce, The Botanist. A la mañana siguiente, dispongo de algunas horas para seguir viendo la ciudad, antes de que salga mi tren a Londres. Paseo por Briggate, una de las principales arterias comerciales de Leeds, a cuyos lados se abren varias arcades, esas galerías cubiertas -y, a menudo, historiadas- llenas de tiendas caras. Llego hasta el edificio circular del Corn Market, el antiguo mercado del maíz, y no dejo de entrar en una charity shop para echar un vistazo a los estantes de libros. Felizmente, encuentro una traducción al inglés de Ficciones, de mi compatriota Jorge Luis Borges, en una buena edición, de tapa dura, por una libra y media; me la llevo sin dudar. Visito, en fin, dos bonitas iglesias: la de la Santísima Trinidad, consagrada en 1729 y presidida por una torre de 60 m de altura, cuyo interior es georgiano, airoso e inmaculado; y la de San Juan Evangelista, la más antigua de la ciudad, construida entre 1632 y 1634, ricamente ornamentada. Observo en un rincón unos paneles dedicados al recuerdo de los fieles de Leeds que lucharon y murieron en la Primera Guerra Mundial, y me fijo en el rostro cuadrado y adusto de un oficial bigotudo. Su lema -y la arenga que no dejaba de pronunciar ante los soldados a sus órdenes- era este: Do your duty, fear God and honour the King: "Cumplid con vuestro deber, temed a Dios y honrad al Rey". Sencillo, británico y eficaz. Fortalecidos por semejante mandato, es seguro que los infantes que mandaba hundían muy adecuadamente las bayonetas en las tripas de los boches. Cuando salgo de la iglesia, me dirijo lentamente a la estación del ferrocarril. Cuántas veces, recuerdo, me he encontrado en esa situación: paseando solo por una ciudad desconocida, entrando en museos e iglesias (y sentándome en los bancos para descansar), tomándome un café en algún bar, viendo pasar a gente a la que nunca más volvería a ver, contemplando los cambios de color del cielo, y los giros mordientes del viento, y la aparición, quizá, de la lluvia. Forma parte, supongo, de la vida del escritor. Forma parte de la vida del solitario.