Spinoza concebía a la naturaleza dotada de una substancia o razón universal, concepto que Leibniz generalizó mediante el Principio de razón suficiente (PRS). A través de éste se mostraba la insuficiencia de la naturaleza para contener sus propias razones, ya que nada contingente puede ser razón de sí mismo. Como sabe cualquiera que los haya estudiado, no distan tanto uno de otro ambos filósofos, a pesar de la heterodoxia del primero.
La filosofía de Leibniz es el mayor intento moderno de extraer consecuencias metafísicas de la mathesis universalis que Galileo estableció como la más sólida base de la revolución científica del siglo XVII. Así, según Leibniz, la realidad y las ideas son isomórficas, comparten una y la misma forma y, en consecuencia, son dos expresiones distintas del mismo ser, que en última instancia se condensa en la summa realitas y la summa veritas representada por Dios.
Mientras que para Spinoza Dios es la substancia del mundo, en el pensamiento de Leibniz Dios es la substancia de la razón, habida cuenta de que el mundo no está constituido por una, sino por miríadas de substancias llamadas mónadas. Ahora bien, la razón sólo puede ser una, a fin de que la fuente de toda razón, la verdad, no resulte autocontradictoria. Por tanto, ya no se definirá más la razón en términos de adaequatio entre hechos y proposiciones, como sucedió en la mayoría de escolásticos en otro tiempo y sucede hoy en los positivistas lógicos. Aquélla no puede consistir en la unión accidental de dos naturalezas distintas, a saber, lo fenoménico y lo lingüístico, pues nos expondría a la falibilidad de la inducción y al engaño de las apariencias, por el que el hombre se finge ídolos más insidiosos que los de Bacon. Debe encontrar sus propios principios o meta-razones en sí misma.
¿Qué es un principio? Siguiendo a Ortega y Gasset, un principio es lo que antecede en una serie ordenada, conteniendo su consecuencia. De este modo, hallamos principios absolutos, es decir, aquellos que no son consecuencia de principios previos, y principios relativos, esto es, los que necesitan otros principios para ser explicados. Los primeros principios o principios absolutos poseen una suerte de naturaleza monádica, por lo que no pueden ser descompuestos en otros más primitivos, si bien Leibniz recomendaba con frecuencia probar cada principio empleado en una discusión filosófica. Los principios relativos, por otro lado, son reglas secundarias de la razón y comprenden el amplio espectro de fenómenos de todo universo posible. No se da en el mundo ningún acontecimiento completamente excepcional, registrando todos ellos una probabilidad mayor que cero y, por ende, una razón intrínseca computable matemáticamente. Bajo esta luz puede comprenderse la tesis leibniziana que establecía que cada verdad de hecho es reducible a una verdad de razón a través de una demostración infinita. Dicha demostración ha de ser infinita en la medida en que el universo también lo es, siendo necesario el conjunto de todos los fenómenos para explicar uno solo entre ellos. Con Sagan:
Si quieres hacer un pastel de manzana desde el inicio, antes deberás crear el universo.
En otras palabras, los hechos guardan entre sí una relación equivalente a la que vincula a una verdad con otra. No hay verdades aisladas fuera de los susodichos principios absolutos y la más general de las tautologías, identificada ontológicamente con Dios. Todos los hechos pueden explicar un solo hecho, pero ningún hecho puede explicar todos los hechos. Lo mismo vale para las verdades, que remiten a otras hasta alcanzar una instancia autorreferencial y subsistente de por sí. Luego, si puede hablarse de alguna verdad genuina en lo fáctico, los hechos deben estar mutuamente ensartados por un hilo común, al que Leibniz se refiere con el nombre de razón suficiente. La áurea e indestructible cadena de Zeus mantiene la cohesión del universo en la Ilíada, como claro signo de la unidad de su concepción y la sobrenaturalidad de su creación y conservación. Leibniz, teísta avisado, recupera esta noción de las antiguas cosmogonías y la sitúa en el centro de su sistema filosófico. No hay excepción posible a la ley de la causalidad: conculcada una vez, burlada para siempre. Así, la autonomía del universo y su carácter imperecedero son una consecuencia de la perfecta sabiduría de Dios. Dios debería suspender la gigantesca máquina de la naturaleza con tal de introducir un auténtico milagro en ella. Mediante este argumento, Leibniz sostuvo contra Newton la imposibilidad de que Dios opere milagros con regularidad anticipable, ya que los milagros en un mundo regido por el PRS son siempre extraños a la estructura del universo y, por tanto, por completo impredecibles. Si bien, al mismo tiempo, mantuvo contra los jansenistas que otra clase de milagros no precisa estar por encima de la razón, ya que podrían haber sido efectuados por seres superiores, como los ángeles, empleando medios naturales. De esta manera el PRS se sitúa a medio camino entre el deísmo y el fideísmo, permitiendo a Dios rebasar su propia Creación, mas prohibiéndole hacerlo a su antojo y en virtud de su sola voluntad. La razón -natural o sobrenatural- rige siempre, y el mismo Dios puede entenderse en términos de razón pura o absoluta.
Advertidos algunos de que en el sistema de Leibniz la epistemología está estrechamente relacionada con la teología, se han dado intentos de forzarlo hasta posiciones espinosistas. Es de lamentar el simplismo de dichos intentos. Leibniz, a diferencia de Spinoza, es muy cuidadoso a la hora de distinguir lo posible de lo cierto y de lo necesario. Todo lo posible es también necesariamente verdadero (ya que la adaequatio no se toma más como estándar de verdad, como hemos dicho), pero, careciendo de una razón suficiente, no es ni siquiera contingentemente cierto. Se precisa de una decisión para escoger un curso de acción en lugar de cualquier otro posible, un primer motor para dar cuenta del movimiento, y una fuerza para explicar los cambios en la materia. La acción es el comienzo de la razón del mundo, esto es, la razón más allá del mundo platónico de las ideas, en tanto que presupone una substancia individual y la correlación espacio-temporal de conceptos, en lugar de una mera infinidad de relaciones abstractas. Sin ella, la realidad no es más que un nombre para una colección arbitraria de datos fluctuantes, como lo fue para Spinoza y Descartes, cuya res extensa demostró ser un punto de partida demasiado vago para la nueva física.
Leibniz vio que en el más pequeño fragmento de materia podemos encontrar infinidad de máquinas naturales, que poseen un número infinito de componentes y fines. A diferencia de las máquinas artificiales de Turing, ni pueden entrar en un bucle infinito y suspender su acción, en la medida en que poseen una inercia perpetua, ni prescindir por completo de la percepción, ya que está en su naturaleza el mantenerla hasta ser radicalmente destruidas, lo que sólo sucedería tras una intervención milagrosa de Dios a estos efectos. Leibniz supo que el materialismo sólo podía fundarse en el atomismo, una vez expulsadas las substancias metafísicas y las causas finales, restando sólo los elementos de la materia, que actuarían en ocasiones al azar, esto es, sin leyes eternas que los dirijan. Una concepción tal sólo puede sobrevivir en el limbo epistemológico que hace de los hechos el sujeto y el predicado en las funciones de verdad, compuestas así por simples descripciones y verificaciones (adaequatio). Los sistemas de Hume y de Darwin asumen los prejuicios de Epicuro, quien rechazó el PRS y cualquier clase de supervisión providente del destino del mundo. Darwin, más inconsistente que éste, ignora qué precede a la evolución -el origen y las características primitivas de la vida- e imagina que la selección natural puede modelar sin fin ni propósito una realidad finita, siendo la única razón del cambio estable en la misma. Con todo, Darwin acepta que natura non facit saltum, al tiempo que ofrece múltiples experiencias que prueban la solvencia del PRS. Esto nos muestra hasta qué punto el PRS puede ser filosóficamente cuestionado, mas no es posible ignorarlo mientras se hace ciencia. Epicuro puede intentar explicar el problema del mal en el universo, pero se ve impotente cuando se le pide que ilustre la declinación de los átomos en el vacío.
El PRS, sentará Leibniz, puede resolver problemas físicos y teológicos, dado que el movimiento no es matemáticamente deducible (no hay diferencias materiales entre un universo inmóvil y otro cambiante), y en consecuencia la mera realidad, desprovista de un principio de acción, no nos permite concluir nada a priori o more geometrico sobre sí misma. Este impetus reside en el mismo núcleo de todo estado de cosas ordenado, yendo más allá de cualquier límite particular que podamos imaginarnos, implicando al universo al completo. Por este motivo nadie puede efectuar un juicio moral sobre el universo a no ser que conozca todas sus razones. Aun así, Leibniz es lo bastante osado como para permitirse afirmar que éste es el mejor de los mundos posibles. Para probarlo, debería demostrarse que un mundo donde rija el PRS es moralmente preferible a cualquier otro que lo excluya, lo que podría hacerse como sigue:
1) Todo existe por una razón (según el axioma: ex nihilo nihil fit).
2) Todo lo que existe tiene más razones para existir que para no existir (según 1).
3) No hay diferencia alguna entre existir y seguir existiendo. Ergo, cuantas más razones se necesiten para existir, más se precisarán para continuar existiendo. E converso, cuantas más razones se necesiten para existir, menos harán falta para seguir existiendo.
4) Los estados de cosas ordenados, siendo racionales en sí, necesitan menos razones externas para seguir existiendo (según 3).
5) Existir es mejor que no existir.
6) Los estados de cosas ordenados tienen más razones para existir (según 2) y para seguir existiendo (según 4) que los desordenados y, por tanto, un mundo regido por el PRS es el mejor de todos los mundos posibles (según 5).
Luego, aun siendo contingente para Dios el crear un mundo según el PRS, esto es, siendo Dios libre para crearlo o no -pues no hay nada en el PRS que lo convierta en un principio necesario, como el principio de no contradicción-, no debe sin embargo crear otro mundo que uno por completo racional. En breve, no hay razón para que Dios desprecie la razón. Leibniz infiere que el mejor de todos los dioses posibles (y el único, en base al monoteísmo) debe crear el mejor de los mundos posibles; un mundo donde nada suceda por azar, comprendiendo el mayor número de fenómenos en el menor número de principios, y que no puede ser mejor porque no puede ser más racional. De esta manera, toda queja contra el universo existente incurrirá en la irracionalidad y carecerá de toda consistencia, estando apoyado por meras apariencias y prejuicios.
Leibniz estaba tan seguro de la eficacia del PRS que pudo afirmar de antemano que no podían hallarse dos hojas exactamente iguales en ningún árbol. Pues, si fueran idénticas, no habría razón alguna para que estuvieran en un lugar distinto en lugar de ser una y la misma hoja (el espacio es relativo e ideal, no una característica de la materia, sino lo caracterizado por ella). Debe haber, pues, alguna razón para que se encuentren separadas; una razón investigable por los sentidos, que señale a cada hoja con un signo concerniente a su origen separado. Esto lo condujo a postular la infinita ductilidad y divisibilidad de la materia. Vivimos en un mundo sin límites espaciales interiores: hay un universo en cada gota de agua, con una infinidad de animales en él, y todavía infinitos otros universos en el interior de estos seres microscópicos. Si nuestro mundo no fuera infinitamente complejo, sería infinitamente recurrente, a no ser que fuese finito en el tiempo. Pues en un universo eterno compuesto por átomos no es posible responder por qué determinado acontecimiento sucedió en un momento particular y no más temprano o más tarde, ya que en la ilimitada extensión de tiempo se daría una probabilidad infinita para que sucediera indiferentemente en cualquier instante. El tiempo dejaría de ser una línea recta y, en vez de ello, procedería en círculos, repitiéndose ad infinitum la misma serie de eventos.
Leibniz mostró que un mundo concebido sin el PRS operando en él sería demasiado imperfecto, más un objeto de la imaginación que un objeto de la ciencia. Por otro lado, un mundo regido por el PRS no puede ser descifrado por el solo examen de la materia. Siendo contingente, necesita una razón otra que él mismo para explicar por qué éste universo y no otro ingresó finalmente en la existencia. Y, dado que es infinitamente complicado, necesita una infinidad de razones primitivas para no quedar diluido en un océano de fenómenos sin comienzo, dirección ni fin. La razón primera de la que hablamos es Dios; el resto son las mónadas, "pequeños dioses" o almas (si bien no tan completas como las almas humanas), las cuales desafían la explicación mecánica del universo, actuando como conatus o fuerzas que determinan a la materia a organizarse en torno a múltiples centros metafísicos o entelequias.
Los auténticos seres no crecen como los cristales, por acumulación de materia, sino siguiendo un proceso de desarrollo según su identidad y sus fines como miembros de una especie. Son individuos, no meros agregados o nubes de fenómenos. Sin embargo, no se da un estado de perfección definitiva en ningún ser, ya que los límites de su especie pueden ser constantemente superados. No hay tampoco una completa aniquilación de los mismos. Todo lo que va a ser ya ha sido, y nada cuanto existe puede dejar de existir sin violar el PRS.