Redondito, redondito. Así nos decía David que tenían que ser los proyectos, y las presentaciones, y si lo extrapolas un poco, también la vida y sobre todo los viajes. Por eso volvemos a Skopje después de veinte días recorriendo Macedonia haciendo círculos, y nada más entrar en la ciudad nos sonreímos y lo sabemos: estamos en casa.
Quién iba a decir qué iba a estar diciendo esto mismo, cuando al primer vistazo que le eché a la ciudad me vino a la cabeza Bloguito y pensé: de esta ciudad no hay quien hable. La primera impresión fue de un kitsch extremo, con todos los monumentos del terror que el gobierno está construyendo como parte del plan Skopje 2014, el “refresh”, como dicen ellos, de una ciudad que estaba prácticamente vacía, y que consiste en levantar arcos del triunfo estilo haussmanniano, teatros barrocos, estatuas colosales de Alejandro Magno y otros héroes dormidos por todas partes, fuentes de agua y cruces de ochenta metros en la cima del monte Vodno, para que los albaneses desde su frontera se enteren bien de que el cristianismo lleva vivo dos mil años y no piensa terminarse.
Skopje, ahora sí: qué gran ciudad. Cuando nos decían que no cruzásemos el puente, nos reímos y nos pasamos el día paseando Caršija, el barrio turco, a la hora que no hay sombras porque es sol las abrasa. En las callecitas apedrinadas siguen abiertas las joyerías turcas, las tiendas de vestidos de gala, las de cacahuetes fritos y los helados, los cafecitos siempre atomizando agua con esos aspersores tan macedonios. Y lo que más me gusta de todo es que en cada bar y cada esquina a cierta hora comienza la música, porque Skopje –quién lo diría- es la ciudad de la música en directo, que lo mismo te versiona canciones de Oasis como de Bob Marley y rap macedonio que la gente tararea. Aunque la gente no baile: me encanta. Aunque los mosquitos y los gatos sean más numerosos que los chicos guapos: me sigue encantando. Y lo que más me gusta de todo es que en cada paso del camino me encuentro una mezquita y entonces llega la paz entre los árboles, a base de silencios y las risas de los niños que juegan dentro porque es su casa.
Skopje es una ciudad que está loca: ni ella misma sabe quién es. Es como si de repente cada persona de aquí hubiera tenido una idea de lo que debería ser y poco a poco se hubiera ido construyendo al gusto de todos y de nadie. Pero es auténtica. Tanto que los souvenirs todavía no han llegado, ni las cámaras de fotos, y por eso no nos temen cuando les sonreímos y disparamos con las nuestras, no nos temen sino que se divierten con nosotros, nos invitan a sentarnos y con toda probabilidad acabaremos la tarde echando rakjas, el licor nacional. Un paseo en el mercado cubierto es un placer: tocar la fruta, olerla, meter las manos en los sacos de habas y de arroz, comparar los colores nítidos de las sandías y sopesar cebollitas enanas. Nos entendemos: yo no hablo macedonio ni ellos español, y el inglés en Macedonia es lengua muerta, y aun así nos entendemos, nos contamos cosas con gestos y adivino que esto es lo que más me gusta de viajar, que se me entienda con los ojos y apropiarme de historias que se cuentan con palabras de agua.
Estamos en casa. ¡Sí! Nos vamos a comer un pan a la brasa y unas carnes a nuestro restaurante favorito, el Turist, en el barrio turco. Y después, un café en aquel barecito a la sombra, el del chico tímido que me miraba mientras escribía y con media sonrisa mostraba su curiosidad, sí, sí, y después a por la última Skopsko en la terracita de los conciertos, donde conocimos al grupo entero y nos apropiamos de su barril de cerveza, y el señor de la barra me regaló su camiseta y casi casi hacemos que la gente baile de todas las ganas que nosotras le estábamos echando. ¿Y por qué no? Quizá terminemos la noche en el callejón de las flores sobre la pared blanca bailando música latina (esta vez sin Macarena y Bamboleo, por favor) o mejor aún: en el New Orleans, cantando rock, subiéndome al escenario porque es lo que más me gusta hacer, cerrar los ojos y cantar yo también canciones que me fluyen desde siempre por la sangre, escuchando las guitarras vibrando y vibrando, y por qué no también, volviendo a casa a pie, perdidos por las calles de Caršija hasta el borde de la montaña, ver el amanecer como en Kavadarci, provocando ira con la música albanesa a todo volumen, cantando y coreografiando Kollaj, Kollaj, moviendo los hombros dentro de la furgo de la emoción de haber convertido una canción en leitmotiv de un viaje.
Pero no. El leitmotiv es otro. Es la carretera que nos trae y nos lleva, nos cruza unos a otros continuamente, porque cada día es nuevo y los sitios y la gente y la comida (no, la comida siempre en la misma), todo es nuevo, ¡nosotros mismos lo somos también! Y la carretera es ese hilo conductor que nos empuja.
Ya nos vamos. Vamos, vamos, vamos tirando millas cruzando Europa.