El lenguaje define nuestro sistema de pensamiento. Antes de la palabra, imagino que los primitivos seres humanos elucubrarían en base a imágenes e hilvanarían pensamientos y razonamientos de forma iconográfica. No es algo que podamos demostrar, pero así es como nos parece. Las palabras y el idioma son un reflejo de la idiosincrasia colectiva, un dibujo social en un lugar y momento determinados en el devenir del tiempo.
Imponer un sistema de pensamiento requiere ineludiblemente el uso de su sistema verbal para razonar en base a él y a su iconografía y mantener su lógica dialéctica. Para pensar como un dictador totalitario hay que hablar también como un dictador totalitario. Por desgracia, es evidente que la defensa de la Libertad lleva siglos de retraso respecto a aquellos que quieren limitarla en lo que a manejo del lenguaje y de los símbolos se refiere. Estado del bienestar, justicia social, sanidad y educación pública o, en las últimas décadas, incluso los términos democracia o liberalismo son locuciones y vocablos que han acomodado su significado a lo que interesaba en cada momento a quien ostentaba o deseaba ostentar el poder.
Las personas no necesitamos un Estado del bienestar. Si nos paramos a pensar lo que realmente significa y el precio no solo económico sino vital que comporta, probablemente muchos tampoco lo consideran deseable. Abogamos por una sociedad justa, gente próspera y feliz, que no pase necesidad. Sin embargo, algunos se han empeñado en que eso solo es posible mermando seriamente nuestra capacidad de acción. No importa que la realidad contumaz muestre que la ausencia de regulación y la minoración de la acción del gobierno, como brazo ejecutivo del orden estatal, son el camino más corto para aquello que realmente deseamos, nuestras conexiones mentales recurren una y otra vez al Estado del bienestar, porque entre así nos lo han inculcado. Somos esa suerte de pájaro que tras toda una vida en la jaula no quiere volar afuera cuando la puerta se abre.
Algo parecido ocurre con la sanidad o la educación. Deseamos que todo el mundo pueda acceder a su mejor versión, pero hace tiempo que asociamos de forma generalizada esta legítima aspiración con su carácter público, en un clamoroso error semántico. No importa si el prestatario y el sistema organizativo son públicos, privados o extraterrestres mientras todo aquel que quiera educarse pueda hacerlo y quien necesite de asistencia sanitaria cuente con la mejor que la ciencia pueda proveer. Venimos de unos días donde se ha puesto de manifiesto la rotunda falsedad que supone tomar un sistema público por universal y de calidad. Desde el sistema ni siquiera han sido capaces de contar los cadáveres del coronavirus.
Desde la equidistancia que supone para algunos, en otro intento de pervertir el lenguaje, evitar a toda costa los vaivenes del eje político derecha-izquierda, se hace necesario devolver los debates al lugar donde deben producirse. Muchos de ustedes habrán oído seguramente que, cuando el gobierno te pisa la cabeza, poco importa si lo hace con la bota izquierda o con la derecha. Ahí reside la clave. Existen sin duda multitud de maneras de organizarse como municipio, provincia o país, infinitas sociedades posibles, pero no todas son respetuosas con los proyectos de vida de cada uno de nosotros. No se trata, por tanto, de elegir una u otra manera organizativa, si no de señalar y hacer caer aquellas que no consideran los derechos y las libertades civiles. El respeto a la Libertad es el respeto irrestricto a los proyectos de vida ajenos, siempre que exista reciprocidad.
Vivimos tiempos convulsos donde los valores de la independencia y la autonomía personal se sustituyen por el dirigismo centralizado, cada día y en cada momento, y son muchos los ciudadanos que necesitan sacudirse de encima el asfixiante yugo del poder. Como es habitual y también legítimo, desde luego, las fuerzas políticas tratan de capitalizar las protestas ciudadanas erigiéndose en estandarte de este malestar generalizado, para alcanzar por este medio la máxima cuota de poder posible. Sin embargo, en política nada es casual y, de la misma manera que aquel supuesto movimiento espontáneo que en su día constituyó el 15M ahora ya muestra claramente los hilos que movieron a tantos títeres, cabrá distinguir, como entonces, entre los individuos que de buena fe muestran su malestar y quienes pretender apuntarse el tanto, para poder dilucidar a reglón seguido si efectivamente se trata de una defensa de la Libertad o estamos en otra batalla distinta. Si parece legítimo capitalizar un sentimiento por una fuerza política, es necesario también que quienes expresan dicho sentimiento sean conscientes de lo que ocurre, para tomar oportunas medidas.
Por lo tanto, el acto de responsabilidad ciudadana que supone llevar a cabo protestas callejeras en un tiempo en el que el coronavirus no está totalmente vencido, aúna por un lado la vertiente sanitaria que, con responsabilidad individual, no debemos soslayar, por otro el ejercicio de nuestro derecho —y obligación— como ciudadanos de controlar a nuestro gobierno y enmendarle la plana cada vez que se sale de su encomienda y, finalmente, un tercera dimensión consistente en no dejar que nos roben la voz y adulteren nuestro mensaje.
Patria, nación, liberalismo o democracia hoy son palabras polisémicas cuyo significado es absolutamente dispar dependiendo de quién las pronuncia, por lo que se hace imprescindible definir perfectamente qué queremos decir con ellas cuando somos nosotros los que las utilizamos puesto que quien quiera capitalizar nuestro hartazgo no sé parará a hacerlo y las empleará como mejor le convenga para sus intereses. Antes de plantear siquiera una discusión o una protesta debemos saber qué significado se da a las palabras que se utilizan en el contexto que nos rodea. De lo contrario, podemos encontrarnos en Sol gritando “Libertad” y estar defendiendo el comunismo o pasear por Núñez de Balboa gritando “¡Abajo el gobierno!” para defender más de lo mismo.
Publicado en disidentia.com