El siglo XVIII supone, entre otras cosas, el comienzo del pensamiento historicista. El recurso a la historia como argumento tendrá consecuencias importantes para la propia consideración de las lenguas antiguas, en especial el latín, que deja de entenderse en términos de lengua de comunicación para pasar a considerarse como una lengua que abre el conocimiento de un tiempo pasado. Son los albores de la moderna filología. Para apreciar cabalmente cómo evoluciona la consideración de las lenguas antiguas, es oportuno que consideremos algunas denominaciones dadas al latín en el siglo XVIII y XIX: “lengua sabia” y “lengua clásica”. Ambas intentan sustituir la peyorativa denominación de “lengua muerta”, fruto de una disputa quinientista que, a partir del tópico de la vida y la muerte de las lenguas, trataba de caracterizar al latín frente a las emergentes lenguas modernas, llamadas también “vivas”, “maternas”, “vulgares” y, ya tiempo después, “vernáculas” (de verna, “esclavo”). “Lengua sabia”, por tanto, resulta ser una acuñación ilustrada y sustitutiva de “lengua muerta”, debido al carácter peyorativo de esta última , que pugnará en el siglo siguiente con la denominación de “lengua clásica”, afincada en el mito del clasicismo y lo clásico, hasta que ésta última termine triunfando. Es oportuno revisar una y otra con más detalle.
Muy propia de la cultura ilustrada es la denominación de “lenguas sabias”. Conviene observar, asimismo, que la denominación “lenguas sabias” se diferencia de todas las demás (“muertas” o “clásicas”) por tener una interesante expresión alternativa para las lenguas modernas de carácter diferente a las anteriores. Así pues, mientras la denominación de “lenguas muertas” se opone a la de “lenguas vivas” y la de “clásicas” a “modernas”, la de “lenguas sabias”, a tenor de lo que vamos a ver en dos ejemplos más adelante, encuentra su expresión alternativa en la formulación de “lenguas europeas” o “propias”. De esta forma, la denominación de “lenguas sabias” tendría que ver con una formulación no peyorativa frente a las nuevas lenguas de cultura, como el francés, el inglés o el alemán. En español, parece que la denominación de “lenguas sabias” es un galicismo léxico proveniente de la juntura “langues savantes”. La primera ocurrencia que encontramos de ella en castellano, en oposición a las lenguas “europeas” modernas (entiéndase, sobre todo, la lengua francesa), es en la famosa “novela rousseauniana” de Pedro Montengón titulada Eusebio (1786):
Acrecentaba mucho más a su concepto la fama que cundía de la cultura de su ingenio, de sus letras, de su erudición, del conocimiento de las lenguas sabias y de las europeas que poseía; sus muchas luces adquiridas en los viajes y que daban tan grande realce a su virtud y piedad, que le granjeaban la universal estimación. (Pedro Montengón, Eusebio, Madrid, Cátedra, 1998, p. 805 apud CORDE)
Asimismo, Menéndez Pelayo opone “lengua sabia” a “lengua propia” en un comentario sobre el abate Marchena:
Así él, como su contemporáneo Sánchez Barbero, eran mucho más poetas usando la lengua sabia que la lengua propia. (Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles V, Madrid, CSIC, 1946-1948, p. 448 apud CORDE)
Si bien la denominación de “lengua sabia” tiene un sabor claramente ilustrado, observamos que puede utilizarse de manera retrospectiva para referirse al latín humanista . El uso es a todas luces anacrónico, ya que en el siglo XVI no se contaba con una expresión semejante para referirse, por antonomasia, a una lengua como el latín. Podemos verlo en este texto de Moratín referente al humanista Pérez de Oliva:
Su extensa erudicion en las lenguas sabias, sus profundos conocimientos en las ciencias morales y exactas, su aplicacion á las buenas letras, juntamente con las prendas estimables de su caracter, despues de haberle merecido el favor de los Pontífices Leon X, Adriano VI y Clemente VII determinaron á Carlos V á elegirle por maestro del príncipe, su hijo, empleo que no llegó á servir, habiendo muerto en el año de 1533 antes de cumplir los cuarenta de su edad. (Leandro Fernández de Moratín, Orígenes del teatro español, Madrid, Real Academia de la Historia, 1830, pp. 165-166 apud CORDE)
Hoy día ya no hablamos de lenguas sabias, pero, sin saberlo, hemos heredado el moderno sentido enciclopédico para clasificar nuestras disciplinas a partir de la idea del "arbor scientiarum", o de las ramas del saber. Superar el viejo concepto circular o cíclico de la enciclopedia antigua para pasar al de la ramificación supuso un profundo paso hacia la modernidad. FRANCISCO GARCÍA JURADO