La brisa amable, proveniente de la pequeña caleta, resultaba una bendición en medio del calor del verano, pero Mario Conde había escogido el breve tramo del malecón beneficiado con la sombra de unas viejísimas casuarinas por motivos más bien ajenos al sol y el calor. Sentado en el muro, con los pies colgando hacia los arrecifes, había disfrutado la sensación de hallarse libre de la tiranía del tiempo y gozó con la idea de que podía pasar en aquel preciso lugar el resto de su vida, dedicado únicamente a pensar, a recordar y a mirar el mar, tan apacible. (…) Por eso dejó de preocuparle la razón capaz de marcar su derrotero de esa tarde: sólo sabía que su mente y su cuerpo le exigieron como requisito inaplazable retornar a aquella pequeña caleta de Cojímar encallada en sus recuerdos.
(… ) un hermoso yate de maderamen marrón, del cual salían hacia el cielo dos enormes varas de pesca que le daban un aspecto de insecto flotante. (…) Quizás su abuelo Rufino le había comentado algo, pero los ojos y la memoria del Conde ya se habían detenido en el otro personaje, el hombre de la gorra, que usaba además unos espejuelos redondos con cristal verde y lucía una barba tupida y canosa. (…) Algo de Santa Claus había en aquel hombre barbudo y un poco sucio, de manos y pies grandes, que caminaba con seguridad pero de un modo que denotaba tristeza. (…) —Ése es Jemingüéy, el escritor americano —había añadido su abuelo cuando hubo pasado—. A él también le gustan las peleas de gallos, ¿sabes?..
El barman puso la peor de sus caras y se alejó. Ya había mirado con ojos asesinos al Conde cuando éste le preguntó si allí servían el «Papa Hemingway», aquel daiquirí que solía beber el escritor, hecho con dos porciones de ron, jugo de limón, unas gotas de marrasquino, mucho hielo batido y nada de azúcar.
(…) aquel preciso vendaval se había ensañado con la Finca Vigía, la antigua casa habanera de Hemingway (…) y, como si ése fuera su propósito celestial, provocó la caída de una manga centenaria y enferma de muerte, seguramente nacida allí antes de la construcción de la casa en el año remoto de 1905.
Sin esperar a Manolo cruzó la calle y avanzó entre los troncos de las casuarinas hacia el pequeño parque con una glorieta sin techo, dentro de la cual estaba el pedestal de mampostería con el busto de bronce. La luz del sol, oblicua y decadente, entregaba sus últimos beneficios todavía tórridos al rostro verde y casi sonriente del hombre allí inmortalizado.
Monumento a Hemingway en Cojimar (detalle)
Le resultaba falso y de mal gusto —en realidad de mal sabor— aquel daiquirí «Papa Doble» que una vez, atentando contra su pobre bolsillo, había bebido en la barra del Floridita, para encontrarse con una poción desleída a la cual Hemingway le había negado —por prescripción facultativa, para colmo de males-la gracia salvadora de la cucharadita de azúcar capaz de marcar la diferencia entre un buen cóctel y un ron mal aguado.
Más que turbia, le parecía insultante la invención de una glamurosa Marina Hemingway para que los ricos y hermosos burgueses del mundo y ningún zarrapastroso cubano de la isla (por la simple condición de ser cubano y todavía vivir en la isla) disfrutaran de yates, playas, bebidas, comidas, putas complacientes y mucho sol (…)
Al final, sólo la carcomida y desolada plazoleta de Cojímar, con aquel busto de bronce empotrado en un bloque de concreto roído por el salitre, decía algo simple y verdadero: era el primer homenaje postumo que se le rindió al escritor en todo el mundo, era el que siempre olvidaban sus biógrafos, pero era el único sincero, pues lo habían levantado con sus propios dineros los pobres pescadores de Cojímar, luego de recoger por toda La Habana los trozos de bronce necesarios para el trabajo del escultor, quien tampoco cobró por su obra.
(…) pescadores, a los que en los malos tiempos Hemingway les regaló las capturas hechas por él en aguas propicias, a los que consiguió trabajo durante la filmación de El viejo y el mar.
Él y Calixto se conocían hacía treinta años, desde los tiempos en que el hombre se dedicaba a meter alcohol de contrabando en Cayo Hueso y Joe Rusell a comprárselo. Muchas veces bebieron juntos en el Sloppy Joe's y en su casa del cayo.
Cuando salió de la cárcel, en 1947, se habían encontrado casualmente en la calle Obispo y, al saber de los apuros en que andaba Calixto, él le ofreció trabajo, sin imaginar qué ocupación podía darle.
Calle Obispo, en La Habana (El edificio rojizo es el Hotel Ambos Mundos, en el que Hemingway escribió los primeros capítulos de "Por quién doblan las campanas")
Sin las heridas de Fossalta, el hospital de Milán y su amor desesperado por Agnes von Kuroswsky, jamás habría imaginado Adiós a las armas.
Hemingway, en el hospital de Milán
(…) Sin Cayo Hueso, el Pilar, el Sloopyjoe's, el contrabando de alcohol y algunas historias contadas por Calixto, no hubiera nacido Tener y no tener.
Hemingway con Noel Coward en Sloppy Joe's (Cayo Hueso)
Sin la guerra de España y los bombardeos y la violencia fratricida y su pasión por la desalmada Martha Gelhorn no hubiera escrito jamás La quinta columna y Por quién doblan las campanas.
Sin la segunda guerra mundial y sin Adriana Ivancich no existiría Al otro lado del río y entre los árboles.
Hemingway con Adriana Ivancich
El Conde empujó una de las puertas de la finca convertida en museo y comenzó su ascenso hacia la casa donde más años habían vivido el escritor y su fama, y por donde pasaron algunos de los hombres más célebres de su tiempo y algunas de las mujeres más bellas del siglo. Nada más poner un pie en aquel territorio entrañablemente literario, inaugurado por una manga y varias palmeras sin duda nacidas antes que la casa, Mario Conde sintió que volvía a un santuario de su memoria que hubiera preferido mantener enclaustrado, a la custodia de una nostalgia amable y contenida.
Mientras ascendía el camino sombreado por el tupido follaje de palmas, ceibas, casuarinas y mangos, el Conde trató de despojarse de aquel recuerdo agridulce del cual apenas quedaba la persistencia adolorida de su memoria y la certeza de cómo el tiempo y la vida podían matarlo casi todo, pero sólo consiguió desprenderse de sus tentáculos cuando pudo distinguir al fin la estructura blanca de la casa y de la torre que Mary Hemingway había ordenado construir para que en ella trabajara su marido y que terminó siendo la cueva de los cincuenta y siete gatos contabilizados en la finca.
A su izquierda, detrás de la hondonada donde estaba la piscina, trató de entrever algún detalle de la figura del Pilar, sacado del agua más de treinta años atrás y convertido también en pieza de museo.
Para empezar, al Conde le resultaba demasiado insultante la existencia de miles de libros y decenas de pinturas y dibujos, dispuestos en amarga competencia con fusiles, balas, lanzas y cuchillos, y con las cabezas inmóviles y acusadoras de algunas víctimas de los actos de hombría del escritor: sus trofeos de caza, cobrados sólo por el placer de matar, por la fabricada sensación de vivir peligrosamente.
Arrastrando los pies volvió a la sala, encendió un cigarro y se acomodó en la poltrona personal del hombre que se hacía llamar Papa. Cometiendo a gusto y conciencia aquellos actos de profanación que jamás imaginó pudiera realizar, el Conde estudió los óleos con escenas taurinas (…)
(...) el Conde había sentido la agresión del hambre y la molicie del calor estival y se había echado en la cama del cuarto de Mary Welsh a esperar el fin del chaparrón. ¿Cuántas veces se habría hecho el amor en esta cama?
Luego, que Hemingway debía de tener algo de masoquista si era cierta la historia de que escribía de pie, con la Royal Arrow portátil sobre un librero, porque escribir —bien lo sabía el Conde— es de por sí bastante difícil como para convertirlo en un reto físico, además de mental.
Y, para terminar, que a su masoquismo Hemingway podía agregar algo de sadismo, pues todas aquellas cabezas muertas, diseminadas por las paredes de la casa, arrastraban demasiado sabor a sangre derramada en vano y a violencia por el placer de la violencia como para no sentir ciertarepulsión hacia el autor de tanta muerte vana.
—Sí, algunas... ¿Y seguro tampoco vio el blúmer de Ava Gardner?El Conde sintió un aguijonazo.—¿El blúmer de quién?—De Ava Gardner.—¿Está seguro?—Segurísimo.—No, no lo vi. Pero tengo que verlo. Lo más cercano a mirar a una mujer desnuda es ver su ropa interior. Tengo que verlo. ¿De qué color es?—Negro. Con encajes. Hemingway lo usaba para envolver su revólver calibre 22.
Black Dog lo esperaba en el salón. Lo recibió con ladridos de júbilo, exigiéndole prisa. Su mayor alegría era sentirse cerca de su dueño en aquellos patrullajes de los cuales solían estar excluidos los otros dos perros de la finca y, por supuesto, todos los gatos.—Eres un gran perro —le dijo al animal—. Un gran y buen perro.
Se detuvo ante las tumbas de los antecesores de Black Dog y trató de recordar algo del carácter de cada uno de ellos. Todos habían sido buenos perros, en especial Nerón, pero ninguno como Black Dog.
Bordeó la piscina hacia la pérgola cubierta de enredaderas floridas donde estaban los vestidores, cuando una hoja seca cayó desde lo alto de un árbol y levantó unas ondas breves en la superficie del agua muerta. Bastó aquella leve ruptura de un equilibrio siempre precario para que brotara de las aguas la imagen fresca y reluciente de Adriana Ivancich nadando bajo la luz de la luna.
(…) cuando recibió el cheque y la medalla de oro, (…) entregó la medalla a un periodista cubano para que la depositara en la capilla de los Milagros de la Virgen de la Caridad del Cobre: era un buen gesto, al cual se le dio excelente publicidad, y que lo mejoraba con los cubanos, tan noveleros y sentimentales, y también con el más allá, todo de un solo golpe.
En calzoncillos, el Conde fue a la cocina, coló café, encendió un cigarro y observó la portada de la biografía, donde un Hemingway todavía sólido y seguro lo miraba desde una ventana de Finca Vigía.
No era extraño que un personaje siempre ufano de sus heridas de guerra y acción escondiera su nombre al ingresar por primera vez en la clínica Mayo: ni un ápice de heroicidad había en aquella estancia hospitalaria, sino la evidencia de una devastación, empeñada en derribar hasta la única fortuna de aquel hombre: su inteligencia.
La cíclica incapacidad sexual que lo agredía en los últimos tiempos también lo atormentaba, sobre todo cuando descubrió que entre Adriana Ivancich y la frustración debía optar por el olvido, y que era preferible ver pasar por su lado, sin lanzarse al ataque, la juventud pelirroja e inquietante de Valerie Damby-Smith.
El paladar: el paladar es el punto más débil de la cabeza. Un disparo en el paladar no puede fallar, y con la Mannlicher Schoenauer 256 en la boca comenzó a ensayar su propio final, a darle publicidad antes de su llegada.
Siempre le agradeció a Joe aquella visita, porque su relación con el bar fue como un flechazo: enseguida lo prefirió a otros sitios de La Habana. Entonces el Floridita era un local abierto a la calle, con grandes ventiladores de techo y una preciosa barra de madera oscura para colocar los tragos y apoyar los codos (…)
Luego, cuando él se mudó definitivamente a La Habana, se convirtió en habitual del Floridita, como sus amigas putas y sus colegas periodistas, y en honor a todos los tragos allí bebidos y al récord de daiquirís bajados en una jornada, ahora existía una placa de metal brillante dedicada a recordar su fidelidad al bar y su condición de Premio Nobel.
Sin embargo, el Conde se detuvo por varios minutos en las imágenes reproducidas en el tomo, muchas de ellas desconocidas para él, pues mostraban un Hemingway familiar, alejado de los grandes escenarios de la vida: viejas fotos en las cuales aparecía con sus hermanas o con su madre, que insistía en vestirlo como una niña;
imágenes de su cotidianidad en Finca Vigía, durante almuerzos, encuentros con sus hijos, gestos de cariño hacia Mary Welsh, los gatos de la casa o la imagen de un perro llamado Black Dog, que miraba a la cámara con ojos inteligentes;
(...) retratos del viejo patriarca, barbudo y encanecido, al parecer muy cansado, (...)
El Conde no terminó de escucharlo. Observando libros, paredes, objetos, como movido por una curiosidad científica, salió lentamente de la biblioteca. (…) y, de prisa, torció hacia la habitación particular de Hemingway. Al fondo, junto al baño, estaba el ropero del escritor, donde colgaban sus pantalones y chaquetas para la caza en África y Estados Unidos, su chaleco de pesca, un grueso capote militar y hasta un viejo traje de torero, de oro y luces, seguramente obsequiado por alguno de los famosos matadores a los que tanto admiró.
Él se movió hasta el librero, bajo la ventana, y le pareció absurdo que el hombre ensuciara con sus cigarros el hermoso cristal veneciano de aquel cenicero, obsequio de su vieja amiga Marlene Díetrich.
El pie de grabado advertía que la instantánea había sido tomada en Ketchum, antes de su estancia final en la clínica, y era una de las últimas fotos del escritor.—¿Qué estaría mirando? —preguntó Manolo.—Algo que estaba del otro lado del río, entre los árboles —respondió el Conde—. Se estaba viendo a sí mismo, sin público, sin disfraces, sin luces. Estaba viendo a un hombre vencido por la vida. Un mes después se metió un tiro.
Una de las últimas fotografías de Hemingway en Ketchum
IN MEMORIAMErnest Hemingway (21 de Julio de 1899 - 2 de Julio de 1961)