¿Les pasa también a ustedes?

Publicado el 22 noviembre 2015 por Ildefonso67

Caminaba el otro día por la mañana hacia el Metro cuando desde el interior de un coche que circulaba en sentido contrario a mi marcha me saludó su conductor con la mano. Yo le devolví la cortesía, pensando que se trataría de alguien conocido. Aún tenía mi brazo en alto cuando comprobé que el tipo sólo estaba limpiando el vaho de su parabrisas.

A veces me pasan cosas así. Otra vez, por ejemplo, llamé por error a un antiguo jefe mío con el que no acabé muy bien. Tenía su nombre y número anotado en mi caótica agenda junto al de otro individuo que se llamaba de forma muy similar y poco habitual (pongamos por caso Inocente e Inocencio, o Ildefonso e Indalecio). Supongo que a él le parecería extraño que alguien se dirigiera a él por un nombre tan curiosamente cercano al suyo. Quizá pensó que era una broma. Lo noté por su tono de impaciencia enojada, que tan bien conocía. Colgué sin identificarme, confiando en que no hubiera reconocido mi voz.

En otras ocasiones mis equivocaciones se encadenan en un breve lapso de tiempo, relevándose como un engranaje bien engrasado que tuviera como destino dejarme sumido en la estupidez más absoluta.

“Hacía mucho frío, y me estaba meando. Finalmente, llegué a la oficina cuarenta minutos tarde”

Por ejemplo, lo que me pasó un viernes de hace varias semanas. Me había levantado con malestar de estómago, como con ganas de vomitar. Ya vestido me senté en el sofá y decidí que, bajo esas circunstancias, el trayecto en el Metro podría tener nefastas consecuencias tanto para mí como para los otros viajeros. Pensé llamar al trabajo anunciando que no me encontraba bien y que no iría a la oficina, pero finalmente venció una vez más mi vergüenza torera y me puse en marcha. Eso sí, me concedí a cambio desplazarme hasta el trabajo en mi propio coche.

Tardé más de una hora en llegar, tras superar un atasco de proporciones bíblicas. Luego  perdí otros veinte minutos tratando de sacar el ticket del aparcamiento regulado en una máquina infernal que no conocía (gracias, señora Botella). Hacía mucho frío, y me estaba meando. Finalmente, llegué a la oficina cuarenta minutos tarde y habiéndome gastado casi quince euros para que mi coche pudiera quedar aparcado allí hasta las doce.

En la oficina, una de mis compañeras me advirtió de que, no obstante, aunque bajase luego para comprar un par de horas más de estacionamiento, mi maniobra sería inútil, puesto que no estaba permitido pasar en la misma área más de no sé cuántas horas.

Así que poco antes de las doce me encontré en la misma situación que tres horas antes: conduciendo mi coche buscando un hueco para dejarlo en otra zona cercana a mi trabajo. Recordé que otra compañera me había dicho hacía tiempo que, un poco más allá, había un barrio en el que se podía aparcar sin estar cercado por rayitas azules y verdes. Busqué esa Arcadia, pero me perdí, y acabé dando vueltas por la Ciudad Universitaria, a un par de kilómetros de mi puesto de trabajo.

Y ahí me tienen ustedes. En mi coche a las doce y media de la mañana (ese día mi jornada concluía a las tres de la tarde, por ser viernes), habiendo trabajado apenas una hora y media e imaginándo qué pensarían en la oficina de un tipo que había llegado con cuarenta minutos de retraso y que poco después había vuelto a desaparecer para reaparcar su coche, hacía ya otra hora.

Tras lograr reorientarme, encontré hueco en batería en una calle razonablemente cercana a mi oficina. Me aproximé a otra máquina del Averno para sacar el ticket, pero un muchacho negro me paró y me explicó que él se ocuparía. Me preguntó que hasta qué hora pensaba dejar el coche, calculó lo que eso costaba y me ofreció un precio más rebajado. A cambio, él estaría atento para poner en los limpiapararisas tickets por menos tiempo cuando pasara por allí la controladora. Dudé mucho, claro, pero al final me persuadió con un mensaje irrebatible: “Necesito comer”.

“Mi desplazamiento, entre tickets de estacionamiento y puritos con olor a vainilla, me había costado casi veinte euros y el descojone de mis compañeras”.

Eran cuatro euros, me dijo, dos menos de lo que por el cauce oficial habría tenido que abonar. El problema era que sólo tenía un billete de cincuenta. “Pide cambio en el estanco, la chica me conoce. También a ella le vigilo el coche”, me dijo. Entré en el estanco, pero me dio vergüenza pedirle sin más a la mujer que me cambiara el billete, así que le compré una caja de puritos con aroma a vainilla. Tengo que aclarar que yo no fumo, pero me aturullé y no acerté a pedir otra cosa en un estanco que no fuera tabaco. También me pasan estas cosas a veces.

Cuando apagué el ordenador, hice balance de la mañana: apenas había estado presente en mi oficina unas tres horas, con un rendimiento cercano a la nada. Mi desplazamiento, entre tickets de estacionamiento y puritos con olor a vainilla, me había costado más de veinte euros y el descojone de mis compañeras. Eso sí, mi malestar de estómago había desaparecido. Gracias a eso pude soportar con entereza el atasco de hora y media que me encontré hasta llegar de vuelta a mi casa. Por fortuna, pude comer en el coche la media barra de pan que había sobrado del desayuno.

¿Estas cosas les pasan también a ustedes? ¿Debo preocuparme? Y, por favor, no limpien con la mano el vaho de sus parabrisas cuando yo camine por la acera. Necesito recuperar mi autoestima.