Lewis Hamilton y la suprema corte de mediocres

Publicado el 03 octubre 2011 por Martinherzog
Recuerdo aquél día perfectamente, ese momento en que iba a ser sometido a juicio popular mi linchamiento, el de una persona todavía libre, ocupada en sus quehaceres. Todos en el pueblo se iban a reunir en la barbería del irlandés McGeorge, lugar habitual de las reuniones de esa banda de cobardes presuntuosos que se hacían llamar mis vecinos. Ese día debían debatir si me expulsaban del pueblo o no. ¿La causa? Es igual, porque a nadie interesa la veracidad de unos hechos segada por otros o por mí. Todos los habitantes estaban invitados y se requería la presencia del censo al completo, excluidos niños, mujeres y Jekeru, el indio que regentaba el saloon.
Yo no estaba invitado a la fiesta que debía dar con mis huesos en territorio apache, por supuesto, pero siempre fui atrevido y quise enterarme de lo que habría de sucederme de primera mano, y claro, ver por última vez y con mis propios ojos a mis acusadores.

Entré en la reunión de cobardes (que todavía no había comenzado) y todas las miradas se giraron hacia mí, llenas de asombro, miedo, y alguna con indignación, sumidas en ese silencio empalagoso y tangible que se produce cuando sucede un hecho inesperado. Según paseaba mi vista por los ojos de los aprendices de sentenciadores, todas las miradas me evitaban, para satisfacción mía, y me sentí reconfortado por la vergüenza de todos. El predicador me invitó a sentarme, pero rehusé su ofrecimiento y preferí permanecer en pie. Tuve la tentación de apoyarme en la carcomida pared de la barbería, pero la visión del Sheriff me hizo enderezarme y mostrar mi mejor actitud, la más digna.
Se inició la sesión a instancias del comisario federal, venido de Dodge City, un abuelo maloliente que expuso brevemente los hechos que se me imputaban; y llegó el turno de corroborar tales hechos que había apuntado dicho comisario en entrevistas privadas con cada uno de los ciudadanos. Meredith Swanson fue la primera interrogada y mi victoria, porque cuando el federal le pregunto por los hechos que había declarado, me miró, apartardo sus ojos de los míos y recorrió mi cuerpo de arriba abajo, deteniéndose un segundo en mi entrepierna.
“-No, comisario –dijo Meredith–, no son del todo ciertos esos hechos, estaba muy oscuro y no sé exactamente si esa sombra era él. Creo que sí, pero solo lo creo.”
El murmullo general de indignación fue música para mis oídos. Todos se volvieron hacia mí temerososos, pues la principal testigo hacía tambalear todos los argumentos del resto. En ese momento, sentí que yo era el que llevaba las riendas, y debía dar el golpe definitivo en la mesa. Me recosté sobre la pared (debía parecer confiado), y eché mi mano al cinto para tomar mi dólar de plata, gesto calculado que dejó a la vista de todos la culata de mi revólver. Otro murmullo de afligidos santurrones.
El comisario prosiguió su interrogatorio y, uno tras otro, los tartamudeos, dudas e incertidumbres se sucedieron, quedando desmontada finalmente la trama que justamente había montado en mi contra el judío Ferdinand. Sí, yo era culpable, pero ese hatajo de cobardes no tuvieron el valor de decir lo que pensaban en mi presencia. Me marché del pueblo, pero por voluntad propia y no por imposición de unos paletos venidos a menos.
Ese día noté el aliento en mi cogote de unos vecinos que se encerrarían en sus casas a masticar su derrota, para salir a las pocas horas para cantar su pretendida victoria, comentando entre ellos todos mis males, pero sin querer inmiscurse en su propia zozobra moral.
Lewis Hamilton, hazme un favor, y cuando esta semana se reúna el tribunalillo de pilotos mediocres que te enjuiciará, asiste, que de seguro muchos no tendrán los cojones de decirte lo que piensan realmente, y es que desde tiempos pretéritos, todos envidian el valor.