Como decía, estoy absolutamente de acuerdo con el endurecimiento de una ley que viene a sustituir a una normativa que no la cumplía prácticamente nadie. No es justo que un no fumador tenga que respirar el humo de otros, sin más. Los contrarios a la nueva norma, defienden que es un ataque contra la libertad personal de cada uno. Para aquellos, yo les recordaría la sentencia de J. P. Sartre: “Mi libertad se termina donde empieza la de los demás”.
Partiendo de esa base, rechazo la forma en que se ha gestionado y puesto en marcha por parte del Gobierno. Y la clave está en un dato: seis de cada diez euros gastados en esa droga legal van a las arcas públicas. Con tanto dinero en juego, se saca a relucir una doble moral lamentable, pues se prohíbe directamente su consumo, pero a la vez se fomenta la venta, permitiendo que en bares y restaurantes (aquellos que se las tienen que ingeniar para darle cabida a los fumadores en el exterior) y, de nuevo, en las gasolineras se pueda expedir sin ningún problema. Y junto a ello está la salud pública: si la administración esgrime que es una defensa de la salud de los fumadores y no fumadores, ¿dónde está la inversión pública para reducir un consumo muy lucrativo de una sustancia que provoca 4 millones de muertes al año en todo el mundo? ¿Dónde están los cursos y terapias para dejarlo, pagadas con lo que se recibe de la venta?
Es lamentable que un Estado se trate de limpiar la conciencia ensuciada durante años de recaudaciones millonarias con el tabaco con una ley que no contempla medidas para reducir su consumo. Por tanto, yo digo: Sí a la ley antitabaco, pero ayudando a los millones de fumadores, hoy marginados totalmente, a dejarlo.