Ante el tópico, no sé seguro si hay tal abismo entre nuestros mayores, y los más jóvenes, en cómo observan y juzgan las nuevas tecnologías. Sí sé que yo, por edad, y por actitud personal, estoy un poco entre medias. He leído suficiente ciencia-ficción (no olvidemos que es un género narrativo donde justo se cuestiona el efecto de la tecnología en el ser humano) para desconfiar de los avances, y no necesito el adjetivo geek para reafirmarme (al igual que tampoco se me ocurre usarlo para el insulto). Al tiempo, no vivo en una cueva, mi profesión me empuja a que conozca y maneje nuevas herramientas cada día, y tengo mi hueco en las redes sociales.
A partir de lo que ha sucedido con el SindeGate, Twitter ha probado que entre sus ventajas no está la de la promoción del debate. Y eso, pese al esfuerzo de Alex de la Iglesia, que, por cierto, tal vez genere en próximos tiempos una tendencia interesante: el autor que dialoga de modo directa con los posibles consumidores de su obra.
Pero, en general, en Twitter prima la inmediatez y no el diálogo. Es parte, claro, de su función primera; se suponía que sería un instrumento dirigido a que cualquier persona fuera una especie de informador independiente de la realidad. Como la propia blogoesfera, el invento parecía un paso más en la democratización de unos medios que ya no se encontraban en manos de unos pocos.
Por supuesto, como en cualquier obra de ciencia-ficción, las creencias positivistas chocaron pronto con el hecho. Las herramientas no tienen por qué cambiar el paradigma de pensamiento. Es más, pueden incluso sancionarlo.
Primera posible conclusión: la Red era y es donde estaba el debate, y, por el contrario, y por ilógico que pueda parecernos, no era y no es el espacio donde alcanzaremos acuerdos, y comprenderemos las posturas más encontradas.
Este concepto ha estallado; se ha hecho pedazos. Los twits permitirían, en principio, que hubiera mil informaciones o datos, cien mil, millones. Pero lo que ahora hay, sobre todo, son mil “verdades”. Cien mil. Millones. La verdad de cada twitero, de cada bloguero. Ahora bien, cuando hablamos de arte, entendemos que el discurso es subjetivo - incluso que debería serlo-. ¿Pero, y la información?
La información ya no cuenta, o no tanto. Apenas nadie cree ya en el reporte de la realidad con distancia, análisis, constatación de hechos. Racionalidad. Puede que los medios de comunicación lo hayan propiciado. Al fin y al cabo, si Veo7 sigue insistiendo en su verdad sobre el 11-M, si en los adjetivos de los textos que lee los presentadores de los informativos de televisión ya hay punto de vista, si en los redactores de periódicos se incluyen juicios de valor… ¿por qué el ciudadano va a ser menos?
El trabajo de Wikileaks, además, ha confirmado en negro sobre blanco lo que sospechábamos: a los políticos, de uno u otro país, tampoco les importa la verdad.
En pocos caracteres, lanzamos nuestra opinión. La gritamos, con más o menos gracia. Hacemos chistes. Nos hacemos oír justo por nuestro sentido del humor, nuestra mala leche; nuestra subjetividad.
No hay tanta diferencia con los blogs. La mayoría incluyen en sus posts tal número de faltas de ortografía que uno sospecha de la misma inmediatez (aunque seguro que nuestro sistema educativo, que no origina adultos que lean y comprendan textos, no es inocente). Escribimos lo que pensamos sobre una película, un libro, un gobierno en la plantilla correspondiente, y, sin revisarlo, lo enviamos a la Red: sin pausa para la distancia, el contraste de los hechos, sin apoyo para nuestras conclusiones.
Es cierto. Hay un matiz. En un blog sobre cualquier forma de arte, uno supone cierto grado de subjetividad, igual de detectable que la crítica de literatura o de cine. ¿Pero, y un blog que juzgue “la realidad”?
Porque, al cabo, esta velocidad está acabando con el concepto de opinión. Para que nuestra opinión tenga validez ética debe ser justamente más que una impresión. En democracia, lo sabemos, todos tenemos derecho a decir cuanto nos venga en gana. Sin embargo, aunque en su derecho de expresarse, las impresiones no son opiniones. Para una opinión se necesita un análisis más racional, una revisión de hechos, y algo que apoye el juicio. Y la velocidad también se cierne sobre la propia lectura de los blogs. A diferencia de la letra escrita en papel y del ensayo “convencional”, los textos on line animan a que leamos de manera rápida, casi urgente.
Segunda posible conclusión: Internet refuerza nuestra individualidad, nos hace a todos “autores” en cuanto a subjetivos, pero no apoya, sin embargo, la comunicación real; esto es, el intercambio de puntos de vista sopesados e informados.
Ni siquiera tiene su sitio, aunque lo parezca, el primer elemento, el cinismo. Tendría que ser auténtico, rabioso, y el que se halla en los blogs es relativo. Y convenido, cuando se trata de aquellos blogueros que critican a alguien en concreto y no se identifican. Tanto como los que destrozan autores y libros o despedazan películas, protegidos también por alias.
En esto, miren ustedes por dónde, somos más cobardes que esos “padres” en lo comunicativo: al menos, los periodistas firman sus artículos.
Tal vez sea el comprensible miedo a represalias en lo laboral y profesional. Pero también quizá sea ese otro elemento incompatible con el cinismo descreído de verdad: la necesidad de seguidores de tus twits o tu blog
Tercera posible reflexión: esa individualidad no “mola” ya que no nos da nuestro papel en el mundo virtual. Tenemos que pertenecer.
Aparte del detalle pecuniario de los banners en los blogs, lo que resulta tema de análisis para sociólogos, psicólogos y psiquiatras es esa doble dirección: nuestras impresiones (que no opiniones) las lanzamos al 2.0. pero no para ser individuales de veras, sino para adscribirnos a un grupo.
Tal vez sea otra enseñanza de esos malos ejemplos que han sido nuestros “padres” en esto de la comunicación: los medios convencionales. Ahora bien, aquí nadie ha matado al padre, sano ejercicio; nos bastamos con burlarnos de ellos… para acabar haciendo lo mismo.
Un periódico con público de una ideología concreta elegía y elige sus noticias para que su lector potencial se sienta reafirmado. En los blogs y y twits mucho de esto se repite, con un automatismo no precisamente crítico. Cuando esa realidad “real”, que llamaremos realidad A, se define por una política donde todo se ha convertido en una pelea entre seguidores que más parecen de equipos de fútbol que de ciudadanos pensantes y con criterio propio, la realidad de Internet, la virtual, la que llamaremos B, no ha escogido la oportunidad para rebatirlo o criticarlo. Luego, por suerte o por desgracia, como antes mencionaba, y en contra de lo que seguro que algún visionario quiso ver, la realidad B es muy similar a la A. Con sus mismos vicios.
Por ejemplo, pensemos en los abonados a la teoría de la conspiración, invento y filosofía de vida tan arraigado en Estados Unidos. Desde esas milicias fascistoides en diversos estados que se oponen al gobierno federal, hasta los frikies que desconfían de cualquier discurso gubernamental (la llegada a la Luna o los Ovnis), pasando por los hackers que atacan el sistema (ya sea la administración republicana o demócrata), porque lo estiman poco honesto.
Aquí esto nos ha llegado de mano, de nuevo por los medios españoles. Y empieza a configurarse como significativo: ¿todo lo heredamos? ¿La 2.0 no crea tendencias si no vienen, antes, pergeñadas por sus “padres” en lo comunicativo? Con la particular aportación pionera de El Mundo, ya estaba creado el (mal) ejemplo.
Veamos, pues. Si aceptas esta actitud conspirativa, siendo consecuente, desconfiarás de cualquier ley, propuesta, o hasta frase que exprese un político. Se ha visto en el tema de la ley Sinde. Según quién la leyera, se concluía algo diferente. ¿Cómo es posible? Pero claro, un texto legal siempre ha dado lugar a interpretaciones. Que se lo digan a los jueces.
De todos modos, como muchas de las importaciones que hace España de los Estados Unidos, lo asumimos de la forma equivocada. Aquí no se observa una anarquía verdadera. Aquí creemos en la teoría de la conspiración que plantea la ideología en la que ya creíamos.Si eres de un partido, creerás en todos los cables del Wikileaks que prueben la incompetencia o el engaño del partido opuesto. Si eres un creyente en la entelequia del liberalismo y el mercado, nunca darás crédito a la conspiración que señalan los partidos de izquierda acerca del creciente conservadurismo que nos están imponiendo.
Luego, no se cuestiona el sistema. No somos, por favor, ni cercanos a lo que hace y piensa Julian Assange, tan ingenuo como consecuente. No estamos expandiendo la realidad A por medio de la B; la red 2.0. sólo es un eco de lo que ya conocíamos.
Porque el relativismo absoluto es indigerible. Es incómodo. Si ya creíamos que los controladores eran culpables de todo, ¿para qué vamos a leer (pero detenidamente) su punto de vista? ¿Para qué, si luego escuchamos al Gobierno, pero también a los medios (también los de izquierda) que hablan de unos sueldos y los controladores, de otro? ¿Para qué, si, siguiendo esta dinámica, acabamos dudando de todo, un poco locos, y preguntándonos cómo demonios sabremos la verdad?
Si creemos lo que ya creíamos antes de que nos den datos y argumentos, en función de nuestro ego o de nuestra adcripción a un "grupo", tendemos a los mismos problemas y necesidades de nuestra frágil psicología (parece mentira en pleno siglo XXI, pero aún Freud tendria mucho que decir de las neurosis de los blogueros). Y, como sociedad de un momento histórico concreto, parece que las reglas del sistema, económico, político, han hecho bien los deberes, y se las han arreglado para que no sea imposible, incómodo o demasiado sacrificado (el esfuerzo tampoco "mola") para ese anarquismo real de la individualidad verdadera.
La red 2.0 prueba que esa libertad de expresión que tanto queremos proteger ya es inofensiva sin que se le coloquen “puertas al campo”. Si no somos libres para creer en la versión de otro, o para la modestia, la admisión del error, y hasta la matización de nuestras posiciones, ¿para qué queremos la libertad de expresión? Este gran derecho tiene como objetivo que todos los ciudadanos puedan intercambiar datos y opiniones (argumentadas) de forma que todos y cada uno adquiramos un juicio más completo. No “la” verdad, sin duda, pero sí algo más cercano a ella; o cuando menos esa verdad en formación, esa verdad como camino de la que hablaba Antonio Machado. Sólo así, a la hora de la democracia, podremos votar con conocimiento.