Había en Toledo dos enamorados: Doña Inés de Vargas y D. Diego Martínez. Ambos provenían de familias hidalgas aunque de escasos medios, sobre todo la de él. Era el tiempo en que los gloriosos Tercios Españoles se batían por Europa, y precisamente a D. Diego le llegó la orden de partir hacia Flandes como soldado.
Para despedirse, la pareja salió dando un paseo hasta la vega. En la locura de su pena, Inés cedió a las peticiones del amado y mantuvieron relaciones junto al río. Después, le exigió que jurara que se casaría con ella nada mas volver de Flandes. Y así lo hizo D. Diego ante la imagen del Cristo que en la ermita de allí al lado estaba.
El joven partió a la guerra y ella quedó esperando. Pasaron los meses, y aunque la guerra había terminado, D. Diego no volvía. Inés, desesperada, salía todas las tardes a la puerta del Cambrón para ver si su amado regresaba. Volvía a su casa llorando, y así día tras día.
D. Diego había conocido el éxito; había alcanzado el grado de capitán de los Tercios, y, además, el rey acababa de nombrarle caballero. La vanidad y la ambición le habían hecho olvidar a aquella a quién había jurado amor eterno.
Inés, venciendo su orgullo herido, se presentó en la casa de los Martínez, pero los criados, siguiendo las órdenes del joven capitán, la sacaron a la calle con malos modos.
Otra vez las lágrimas volvieron a sus ojos y llorando volvió a su casa. Se pasó la noche en vela, enfurecida, unas veces, llorando, las más, y pensando cómo podía solucionar su situación. Por fin lo decidió, aunque ello suponía tener que hacer público su deshonor: iría a pedir justicia al mejor juez hasta entonces conocido, D. Pedro Ruiz de Alarcón, gobernador de la ciudad.
Ante esta situación, D. Pedro no supo que postura tomar. Por fin, tras pensarlo un rato y consultar con los otros jueces que le acompañaban, decidió que aquella tarde se bajaría a la ermita a tomar declaración al Testigo.
Cuando la comitiva inició la bajada hacia la vega, iba en cabeza D. Pedro, tras él, D. Iván de Vargas y su hija, los alguaciles, escribientes, monjes, hidalgos y casi todo el pueblo toledano. El resto, entre los que se encontraba D. Diego, estaba esperando a la puerta del Cristo de la Vega, ya que la noticia se había extendido como un reguero de pólvora ardiendo.
Entraron las autoridades y los dos jóvenes. Se encendieron cuatro cirios ante la imagen, y todos de rodillas rezaron una oración. Después, levantándose, se acercó D. Pedro, con Inés a un lado y Diego al otro, hasta los pies de la imagen. Leyó en voz alta el pleito entablado y luego, dirigiéndose a la imagen preguntó: —"¿Juráis ser cierto que un día, a vuestras divinas plantas, juró D. Diego Martínez tomar como esposa a Doña Inés de Vargas?
El silencio era absoluto. D. Diego sonreía burlón. De pronto, la mano derecha del Cristo se desclavó de la cruz y bajando se apoyó en el libro de autos mientras una voz retumbaba en la ermita: —"Sí, lo juro".
La estupefacción se apoderó de los presentes. Una vez que se recuperaron de la sorpresa, vieron que la imagen tenía los labios entreabiertos y que la mano seguía bajada (Y así sigue la imagen hoy en día).
Tanto Doña Inés como D. Diego renunciaron al matrimonio ingresando ambos en sendos conventos
Fuente: http://acebo.pntic.mec.es/~apalom1/Leyendas/cristovega/cristovega.htm