Revista Opinión

Leyendas negras: Pío XII, los Nazis y los judíos

Por Beatriz
autor: p. Angel Peña O.A.R.
7.- PÍO XII, LOS NAZIS Y LOS JUDÍOS
Antes de la muerte de Pío XII, en 1958, ya hubo algunos que lo acusaron de haber sido favorable al nazismo y de no haber hablado en contra de las masacres de judíos. Esta acusación volvió a aparecer en 1963 con la publicación de El Vicario, una pieza teatral de Rolf Hochhuth, un escritor alemán de izquierda. En esta obra polémica, sostiene que Pío XII estuvo más preocupado por las finanzas vaticanas que por el exterminio de los judíos. Después de tres décadas, volvió a resurgir el tema y, actualmente, hay muchos libros escritos sobre ello.
Comencemos por decir que en los años previos a la guerra, se produjo un constante acoso contra católicos y judíos por parte del III Reich. Las persecuciones contra sacerdotes o seglares, enviados a campos de concentración, y las prohibiciones de peregrinaciones, clausurando publicaciones católicas y escuelas, fueron constantes. Incluso, se intentaron múltiples procesos a religiosos por abusos sexuales o tráfico de divisas. El más espectacular de estos procesos tuvo lugar en abril de 1936 contra 276 monjes y religiosas de Westfalia y Renania. En cuanto a los judíos, no podemos olvidar la noche de los cristales (Kristallnacht) del 9 al 10 de noviembre de 1938 con la quema de negocios judíos y sinagogas.
Heydrich, jefe de la Gestapo, ya en 1935, en su escrito Metamorfosis de nuestro combate, (Wandlungen unseres Kampfes), hablaba de las dos grandes amenazas contra Alemania: el judaísmo y el catolicismo. ¿Qué hizo la Iglesia? Pío XI, en 1931, en la encíclica Casti Connubii había condenado la ley de esterilización obligatoria que entró en vigor en 1934. En 1941, la valiente denuncia de algunos obispos, especialmente del obispo de Münster Mons. Clemens August Graft von Galen reveló detalles de cómo fueron asesinados 800 enfermos en casas, especialmente preparadas para ello y la manera cómo comunicaban noticias falsas a sus seres queridos sobre su fallecimiento. El obispo condenó con fuerza estos atropellos y denunció que ese programa de eutanasia llevaría a la muerte a personas discapacitadas para el trabajo, a enfermos graves, ancianos y a los soldados heridos, que regresaban del frente. Los tres sermones del obispo sobre este tema causaron mucha conmoción entre la población civil y entre los soldados alemanes del frente. Por eso, los jefes nazis decidieron suprimir el programa y aplazar el ajuste de cuentas con la Iglesia después de la victoria. No querían que los católicos se soliviantaran en el preciso momento en que acababa de comenzar la guerra con la URSS.
En 1937, el Papa Pío XI publicó la encíclica Mit Brennender Sorge, en la que tuvo mucha influencia su secretario de Estado el futuro Pío XII, y donde se habla claramente contra el nazismo y sus ideales racistas. El efecto de la encíclica, lejos de calmar a los nazis, significó una asfixiante represión, volviéndose a las hostilidades por parte de las SS. y de la Gestapo.
El año 1939, al poco tiempo de asumir el Pontificado, Pío XII publicó la encíclica Summi Pontificatus, donde hablaba de la necesidad de la paz y que su tarea sería buscar la paz entre los beligerantes. El periódico New York Times publicó un artículo sobre la encíclica en primera página, el 28 de octubre de1939, donde decía: El Papa condena a los dictadores, violadores de los tratados y al racismo. Fuerzas aéreas aliadas arrojaron miles de copias de la encíclica en tierra alemana en un intento de avivar los sentimientos antinazis.
Entre el otoño de 1939 y la primavera de 1940, el Papa en persona aceptó hacer de intermediario entre los ingleses y los militares alemanes que conspiraban contra el nazismo... Un grupo de generales estaba proyectando un golpe de Estado para deponer a Hitler. Los conspiradores querían el retorno de Alemania a una democracia moderada y conservadora. Sin embargo, antes de actuar, necesitaban la garantía inglesa de que las democracias occidentales no intentarían imponer a Alemania una paz Wilsoniana. El Papa tendría que proporcionar estas garantías... Para el Papa se trataba de un plan sumamente arriesgado, podía verse envuelto en una conspiración para eliminar a un tirano, lo que no sólo significaba exponerse él y exponer a sus colaboradores, sino poner en grave peligro la vida católica en Alemania, Austria, Polonia e, incluso, Italia. Se trataba, pues, de un hecho absolutamente desconcertante en la historia del Papado. El Papa fue consciente de ello y se tomó un día para reflexionar y decidir. Al final, el Papa aceptó decidiendo, al mismo tiempo, mantener al margen a los responsables oficiales de la política de la Santa Sede, es decir, a la Secretaría de Estado... Pero, poco a poco, la iniciativa diplomática se desinfló, convirtiéndose en una desilusión para Pío XII.
El Papa hizo que el 23 de febrero de 1940, el Santo Oficio condenara la esterilización; y el 27 de noviembre de 1940 condenó el homicidio eugenésico como proponían los nazis.
En 1940 envió telegramas de solidaridad a los soberanos de Bélgica, Holanda y Luxemburgo, cuya neutralidad había sido violada por los alemanes (los habían invadido). Los telegramas causaron un gran revuelo y las violencias nazis contra L´Osservatore Romano, que publicó los telegramas del Papa, mostraron las dificultades con que tropezaba cualquier intento de hablar por parte del Vaticano.
En la crisis político diplomática con Hitler y Mussolini, provocada por los telegramas, el Papa declaró al embajador italiano ante la Santa Sede que no tenía ningún temor a terminar en el campo de concentración o en manos hostiles.
En enero de 1940, el Papa dio instrucciones a radio vaticana para que revelara la espantosa crueldad de la tiranía salvaje que los nazis estaban aplicando a los judíos y católicos polacos. Sobre estas transmisiones, el New York Times escribió una editorial, donde decía: Ahora el Vaticano ha hablado con una autoridad indiscutible y ha confirmado los peores presagios de terror, que emergen de las tinieblas de Polonia. En Inglaterra, el Manchester Guardian elogió al Vaticano como el más enérgico defensor de la Polonia torturada.
Ese año, más de la tercera parte del clero secular alemán y la quinta del regular, o sea, más de 8.000 sacerdotes fueron sometidos a medidas coercitivas, 110 murieron en campos de concentración, 59 fueron ajusticiados, asesinados o perecieron a causa de los tratos recibidos.
El 20 de julio de 1942, una carta pastoral de los obispos de Holanda fue leída en todas las iglesias, donde se condenaba el despiadado e injusto trato reservado a los judíos. La respuesta fue inmediata: la deportación de todos los católicos hebreos, unos 40.000, llevados a la muerte.
Sor Pascualina Lehner, la franciscana alemana que durante cuarenta años, fue ama de llaves del Papa, dice: Cuando llegó la noticia de lo que había sucedido en Holanda, yo recuerdo ver al Santo Padre entrar a la cocina a la hora del almuerzo, llevando en sus manos dos folios escritos. Dijo: Contiene mi protesta contra la cruel persecución de los judíos y estaba a punto de mandarla a publicar en L´Osservatore Romano de esta tarde. Pero ahora pienso que, si la carta de los obispos de Holanda le ha costado la vida a cuarenta mil personas, mi protesta, que tiene un tono aún más fuerte, podría costarle la vida quizás a doscientos mil judíos. No puedo asumir una responsabilidad tan grande. Es mejor permanecer en silencio ante el público y hacer en privado, cuanto sea posible.
En el mensaje de Navidad de 1942, el Papa hizo mención de los centenares de miles de personas que, sin ninguna culpa de su parte, y, a veces, por el solo hecho de su nacionalidad o su raza, han sido llevados a la muerte o a un progresivo exterminio.
Este mensaje fue tomado en serio por las autoridades alemanas, que encargaron al embajador ante la Santa Sede decir que por algunos síntomas, da la impresión de que el Vaticano esta dispuesto a abandonar su actitud de normal neutralidad y a tomar decisiones contra Alemania, que, en tal caso, no carece de medios de represalias.
El 10 de setiembre de 1943, las tropas alemanas entraron en Roma. El 20 de setiembre, Herbert Kappler, representante de la Gestapo en Roma, exigió a los judíos italianos que entregaran, en las 24 horas siguientes, cincuenta kilos de oro bajo pena de deportación inmediata. El gran rabino de Roma, Eugenio Zolli, que después de la guerra se hizo católico, acudió al Papa, porque sólo habían podido recoger 35 kilos y el Papa, con la ayuda de las comunidades católicas de Roma, le prometió los 15 kilos restantes, que después no fueron necesarios. Sin embargo, el 16 de octubre de 1943, las SS. por orden directa de Himmler, arrestaron a 1.259 judíos, que fueron llevados a Alemania, donde la mayoría murió en las cámaras de gas.
Pero el Papa no permaneció inactivo, a pesar de tener en Roma a los alemanes que lo vigilaban. Desde setiembre, había dado órdenes de que en todos los conventos, incluso de clausura, se recibieran judíos para evitar su arresto. Sólo en Roma, 155 conventos, (algunos de clausura), dieron asilo a cerca de 50.000 judíos. Al menos 30.000 encontraron refugio en la residencia veraniega papal de Castelgandolfo. Sesenta judíos vivieron durante nueve meses en la universidad Gregoriana y varios centenares en el mismo Vaticano. El cardenal Boetto de Génova salvó al menos ochocientos; el obispo de Asís escondió trescientos judíos durante más de dos años; el obispo de Campagna salvó a 961 en Fiume. En total, más de 85.000 judíos italianos fueron salvados por la acción directa de la Iglesia católica.
La gravedad de esconder judíos en conventos y edificios de la Iglesia era evidente dada la neutralidad vaticana, pues esto podía ser considerado como un acto hostil contra los alemanes. La noche del 26 al 27 de noviembre de 1943, las SS. y los fascistas irrumpieron en algunas instituciones católicas de Florencia e hicieron arrestos y deportaciones. El 21 de diciembre, una irrupción también en Roma, en el Seminario Romano, en el Lombardo y en el Russicum preocupó mucho a la Santa Sede, pues podía ser acusada de favorecer a los enemigos del Reich, pero la cosa no fue a mayores.
Mientras tanto, el Papa se preocupaba del abastecimiento de víveres de la población de Roma y usaba toda la diplomacia para conseguir de ambos bandos en guerra, que Roma no fuera campo de batalla y así fuera protegido el gran tesoro artístico y cultural de la ciudad. Por esto, después de la liberación, el Papa Pío XII fue considerado como el defensor de la ciudad por los italianos. En cuanto a los judíos, mientras el 80% de los judíos europeos hallaron la muerte durante la guerra, el 80% de los judíos italianos se salvó.
Por otra parte, el Papa, desde 1939, organizó un sistema de comunicaciones para entregar información a los familiares de judíos, prisioneros o desplazados durante la guerra. Los datos sobre estas informaciones han sido sacadas del archivo secreto del Vaticano y han sido publicadas en dos volúmenes, titulados Inter Arma Caritas, donde se puede observar la red de asistencia a las víctimas de la guerra con listas de prisioneros, civiles y militares. Al principio, había 100 empleados para atender las peticiones de información. En 1943, eran ya 600 empleados y se atendía a decenas de miles de peticiones diarias.
Según Pinchas Lapide (que prestó servicios de cónsul de Israel en Milán y entrevistó a los judíos italianos sobrevivientes), en su libro Three Popes and the Jews dice que Pío XII contribuyó sustancialmente a salvar a 700.000 judíos, y tal vez a 860.000, de la muerte segura a manos de los nazis. Y sigue diciendo: La Iglesia católica salvó más judíos durante la guerra que todas las demás iglesias, instituciones religiosas u organizaciones juntas. Esto en contraste con lo conseguido por la Cruz Roja o las democracias occidentales.
Sin embargo, a pesar de todo lo que hizo el Papa, muchos siguen diciendo que no fue valiente para hablar de los horrores nazis y que debía haber hablado con más claridad y con más fuerza para descubrir los horrores que estaba perpetrando el régimen nazi contra los judíos. Lo acusan de demasiada prudencia, de sus silencios culpables y de actuación insuficiente. Lo que sí es cierto es que no se le puede tachar de pro-nazi ni de antijudío, ni de cobarde, pues, varias veces, manifestó estar dispuesto a morir. Su secretario, el jesuita Robert Leiber, manifestó claramente, después de la guerra, que Pío XII no conocía la realidad de los hechos (de la solución final judía) y que no era cierto que poseyera material informativo absolutamente fiable y cuya fiabilidad considerase personalmente incontestable. Cierto que nunca en sus discursos pronunció la palabra nazis o judíos. Habló en general. Decidió actuar mucho y hablar poco. Quizás para algunos debería haber hablado más y con más fuerza contra los nazis. Pero olvidan que los aliados hablaron mucho menos que el Papa, porque tenían miedo de aceptar a miles de refugiados judíos en sus propios países. Ellos estaban mejor informados y no quisieron hablar.
La Cruz Roja internacional y otras naciones neutrales como Suecia y Suiza optaron también por no protestar, dado que temían que sus actividades humanitarias pudieran ser interrumpidas en los países bajo control alemán. Pero, si el Papa hubiera denunciado a los nazis con fuerza, ¿hubieran éstos dejado de seguir con su política anticatólica y antijudía? No es oportuno denunciar a un asesino que tiene a las víctimas a su merced, si no se tienen los medios de alejarlo inmediatamente de la oportunidad de hacerles daño. Documentos nazis, publicados en 1998 y recogidos en el libro Pio XII e gli ebrei de Margherita Marchione, revelan la existencia de un plan alemán, denominado Rabat-Fhon, que hubiera debido llevarse a cabo en enero de 1944 y que preveía que soldados de la octava división de caballería de las SS., disfrazados de soldados italianos, conquistaran el Vaticano y eliminaran a Pío XII con todo el Vaticano. La causa de la represalia aparece explícitamente: la protesta del Papa a favor de los judíos.
El diario de Goebbels confirma la información que ya se temía por aquella época de que Hitler pensó varias veces en arrestar al Papa y hacerlo prisionero en Lichtenstein o en Munich. Si el Papa hubiera hablado fuerte, los nazis habrían tenido el motivo apropiado para su propaganda de que el Papa era antialemán y lo habrían arrestado, los conventos hubieran sido privados de su inmunidad y el Papa no habría podido salvar a tantos miles de judíos italianos con su acción directa. Asimismo hubiera dado motivo para una sangrienta masacre de sacerdotes y seglares católicos en el III Reich. Si el Papa hubiera hablado más, hubiera expuesto a la represalia la vida de millones de católicos en los territorios ocupados.
Una deliberada condena de Hitler y una condenación pública ¿hubiera arreglado algo? Pinchas Lapide dice: Ninguno de nosotros quería que el Papa hablase abiertamente. Nosotros éramos todos refugiados. La Gestapo habría aumentado e intensificado las persecuciones.
El obispo católico Jean Bernard, internado en el campo de Dachau, dice en sus Memorias que los sacerdotes temblaban cada vez que llegaba una protesta de una autoridad religiosa, especialmente del Vaticano.
Robert Kempner, delegado de los Estados Unidos en el Consejo del tribunal de crímenes de guerra de Nuremberg, escribió: Cualquier tentativa de propaganda de la Iglesia católica contra el Reich de Hitler, no sólo hubiera sido un suicidio provocado, como ha declarado actualmente Rosenberg, sino que habría acelerado la ejecución de un número mayor de sacerdotes y de judíos.
Los nuncios en Eslovaquia, Croacia, Rumania y Hungría consiguieron también evitar muchas muertes de judíos. El 14 de febrero de 1943, el nuncio en Bucarest recibía del presidente de la Comunidad judía de Rumania su agradecimiento por la asistencia y protección de la Santa Sede a favor de los judíos. Mons. Roncalli, futuro Papa Juan XXIII, delegado apostólico en Turquía, el 22 de mayo de1943, enviaba al Vaticano una comunicación en la que informaba que el secretario de la Agencia judía para Palestina, Sr. Ch. Sarlas, había agradecido el apoyo de la Santa Sede a favor de los judíos de Eslovaquia. El rabino jefe de Jerusalén, Herzog, manifestaba el 19 de julio y el 22 de noviembre de 1943 los sentimientos de sincero agradecimiento y profundo aprecio por la actitud benévola hacia el pueblo de Israel y por el validísimo apoyo prestado por la Iglesia católica al pueblo hebreo en peligro.
En 1943, Chaim Weizmann, que llegaría a ser el primer presidente del Estado de Israel, escribió: La Santa Sede está prestando su poderosa ayuda donde es posible para aliviar la suerte de mis correligionarios perseguidos. En setiembre de 1945, Leon Kubowitzky, secretario general del Congreso judío mundial, agradeció personalmente al Papa sus intervenciones y donó 20.000 dólares al Óbolo de San Pedro como signo de reconocimiento por la obra desarrollada por la Santa Sede, salvando a los judíos de las persecuciones fascistas y nazis.
En 1955, la Unión de comunidades judías italianas proclamó el 17 de abril jornada de agradecimiento por la asistencia recibida por el Papa durante la guerra.
El más ilustre de los judíos, Albert Einstein, dijo en Time magazine el 23 de diciembre de 1940: Las universidades como los periódicos fueron reducidos al silencio en pocas semanas. Sólo la Iglesia católica permaneció sólidamente firme e hizo frente a la campaña de Hitler, que suprimía la verdad. Yo no he tenido ningún interés en la Iglesia, pero ahora tengo un gran afecto y admiración, porque sólo la Iglesia ha tenido el coraje y la constancia de defender la verdad intelectual y la verdad moral. Yo debo confesar que lo que, alguna vez, he despreciado, ahora lo debo elogiar sin reservas.
Por eso, en 1954, el judío León Poliakov escribió que los extraordinarios esfuerzos humanitarios hechos por la Iglesia tras el terror de Hitler, jamás podrán ser olvidados.
Francis Osborne, ministro pleniplotenciario británico ante la Santa Sede, no católico, que estuvo alojado en el Vaticano desde junio de 1940 hasta el otoño de 1944, y que conoció bien al Papa, dice en una carta al Times de Londres, el 20 de mayo de 1963: Pío XII era muy benigno, gentil, generoso, comprensivo. Una persona que he tenido el privilegio de encontrar a lo largo de mi vida. Sé que, por su naturaleza sensible, estaba constantemente afligido por el trágico sufrimiento humano causado por la guerra y, sin duda, él hubiera estado listo para ofrecer su vida por aliviar a la humanidad de las tragedias del conflicto. Pero ¿qué cosa podría haber hecho más eficazmente?. Domenico Tardini, un cercano colaborador del Papa, dice que en los meses de guerra, redujo su alimento y multiplicó sus penitencias hasta prescindir, entre otras cosas, de la calefacción de sus habitaciones durante el invierno.
El general Montgomery escribió en el Sunday Times de Londres, del 12 de octubre de 1958, a los tres días de su muerte: He was a great good man and I loved him (él fue un gran hombre y un buen hombre, y yo lo quería).
Golda Meir, primer ministro de Israel, con motivo de su muerte, envió un mensaje que decía: Cuando el terrible martirio se abatió sobre nuestro pueblo, la voz del Papa se elevó por las víctimas. Lloramos por un gran servidor de la paz. Al conocer la muerte del Papa, el gran director de orquesta, el judío Leonard Bernstein, detuvo su batuta y pidió un momento de silencio para honrar al Papa que había salvado la vida de tantas personas sin distinción de raza, nacionalidad o religión.
De hecho, al final de la guerra, los sobrevivientes y los primeros historiadores celebraron con unanimidad la solidaridad de la Iglesia y de Pío XII con los judíos y su resistencia al nazismo.
¿Es preciso decir más? ¿Ochocientos mil judíos salvados no fueron suficientes? ¿Hubiera sido mejor hablar más alto y fuerte? Entramos en un terreno de suposiciones, pero lo más probable hubiera sido que las represalias hubieran sido inmensamente mayores y con muchos miles de muertos más. Por eso, estamos de acuerdo con el rabino David Dalin, que en un artículo publicado, en The Weekly Standard, dice que Pío XII debe ser reconocido como justo en virtud de cuanto hizo por salvar a los judíos del Holocausto.
En el verano del 2001 dijo: Si se leen atentamente los doce tomos publicados por la Santa Sede, si se consideran los testimonios y los reconocimientos de los hebreos durante y después de la segunda guerra mundial y, si se leen los discursos pronunciados por Pío XII en aquellos años, la conclusión es una sola: Pío XII ha estado tan cerca de los judíos como ellos podían esperar.

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