Tengo que comenzar reflejando la disposición vienesa variada con trasera izquierda de contrabajos (diez) y derecha todos los metales, sin apenas elevación como la percusión, logrando un sonido redondo, pleno, que llegaba a todos los rincones con una precisión y limpieza en toda la amplísima gama dinámica de la que hizo gala la formación rusa.
Por supuesto la dirección especial de Temirkanov es capaz de sacar de estos músicos, que le siguen con una fidelidad encomiable, lo mejor en cada partitura. Sus manos dibujan puntualmente lo justo para captar el momento, la línea dentro del volumen, el trazo imperceptible tan importante como el grueso, esa gestualidad que me asombró desde la primera vez que le vi dirigir en el Teatro Campoamor, allá por el siglo pasado. Asombroso comprobar la dicotomía entre el mando y la tropa, obediente al saberse incólume e impoluta, dejándose ordenar sin que se note, aceptando la autoridad que el director imprime y se gana en cada sesión, escuchándose casi religiosamente cuando los compañeros tienen protagonismo sabedores de que la unión hace la fuerza.
El fulgor y demostración casi de prepotencia en la obertura de Ruslan y Ludmila (Glinka), como el sello de identidad de las orquestas rusas, especialmente la de San Petersburgo.