Liberalismo español e Iglesia Católica en el XIX

Por Masonaprendiz
 Por Eduardo Montagut  El estudio de las relaciones entre el liberalismo español y la Iglesia Católica en el siglo XIX puede ayudarnos a entender mejor la situación de poder que la misma tiene en la actualidad en nuestro país.

La Revolución Liberal española generó un nuevo escenario de relaciones entre el Estado y la Iglesia Católica en relación con lo que existía en el Antiguo Régimen. La Constitución de 1812 estableció que la religión oficial de España era la católica, por lo que parecía que se quería contemporizar con el viejo orden en esta materia. Pero el liberalismo progresista tenía un proyecto político y económico que afectaba a la Iglesia en su base y poder económicos. La desamortización de Mendizábal supuso la expropiación de los bienes del clero regular para ser vendidos en pública subasta, con el fin de sanear la maltrecha hacienda y generar una clase adicta al nuevo sistema político, obviando, por otro lado, cualquier viso de reforma agraria. Una parte muy numerosa del clero abrazó la causa carlista, provocando casi un cisma en el seno de la Iglesia Católica española. La posterior Regencia de Espartero (1840-1843) tensionó mucho más la situación.

La llegada de los liberales moderados al poder de la mano de Narváez en 1844, inaugurando la Década Moderada, provocó un cambio en la política seguida por el Estado español en materia religiosa, de hondas repercusiones posteriores. El Partido Moderado era favorable a la reanudación de las relaciones con la Iglesia, buscando el apoyo de Roma y de los católicos hacia la reina Isabel II. Las negociaciones fueron arduas porque incluían las cuestiones económicas generadas por la desamortización, y por  la necesidad de plantear un orden nuevo de relaciones que no podía seguir siendo el diseñado en el Concordato de 1753, propio del Antiguo Régimen. Pero el papa Gregorio XVI parecía más favorable a que se volviera a la situación anterior. A causa de la desamortización de Mendizábal se habían vendido casi todos los bienes del clero regular y una parte de los del secular. Ya no se podrían restituir; a lo sumo, se podían paralizar las nuevas subastas y ventas. Además, como el diezmo había sido suprimido, una de las fuentes principales de financiación de la Iglesia había desaparecido y ni los moderados estaban dispuestos a restablecerlo porque conculcaría principios muy básicos del liberalismo en materia fiscal. Pero, por otro lado, el moderantismo aceptó el principio de que el Estado debía encontrar nuevas fuentes de financiación para la Iglesia. Las Constituciones de 1837 y de 1845 establecían que el Estado tenía la obligación de mantener el culto y sus ministros. Había que decidir de dónde se sacaría la financiación y establecer el monto de la misma. Pero esos no eran los únicos problemas relacionados con el dinero. Si el Estado tenía la obligación de mantener a la Iglesia, había que dilucidar si lo debía hacer como compensación por los bienes expropiados y dejar que el clero dispusiera libremente de la cantidad entregada, o si los eclesiásticos recibirían un salario como funcionarios del Estado, algo así como una adaptación española de la constitución civil del clero de la Revolución francesa, salvando los aspectos más radicales de la misma. Comenzaron unas negociaciones que duraron siete años. En el año 1845 se llegó a un primer acuerdo entre los diplomáticos españoles y los cardenales, en el que diseñaron soluciones a las dos cuestiones que generaban más fricciones: la provisión de las sedes vacantes y la dotación económica de la Iglesia. Pero no se firmó el Concordato por la presión de los progresistas en el Congreso de los Diputados, porque consideraban que era muy favorable para los intereses de la Iglesia. La llegada de Pío IX, un papa más flexible que el anterior, imprimió un poco de dinamismo al proceso negociador.  Por otro lado, tenemos que tener en cuenta que las tropas españolas colaboraron para que el pontífice recuperara su poder después de la experiencia revolucionaria que había llevado al establecimiento de la república romana. Por fin, el 16 de marzo de 1851 se firmó el Concordato. La Iglesia obtuvo el reconocimiento como única religión de la nación española, así como el carácter católico de la enseñanza en todos los niveles, permitiendo a las autoridades eclesiásticas velar e inspeccionar esta cuestión en los centros de enseñanza. El Concordato consagraba la paralización de la venta de los bienes de la Iglesia, aunque, a cambio, debía renunciar a reclamar la restitución de los bienes ya vendidos. El Estado debía sostener el culto y a sus ministros. Para ello, se destinaría el producto de los bienes no vendidos, de la bula de Cruzada y de los territorios de las Órdenes Militares, más lo que resultase de un impuesto sobre la riqueza rústica y urbana, ya que, el diezmo no se recuperó. La Iglesia tendría derecho a acumular un patrimonio propio, aunque, desde entonces, pasó a depender, en gran medida, de la asignación presupuestaria del Estado español. Por su parte el Estado consiguió conservar el derecho del patronato, privilegio de los tiempos del Antiguo Régimen, es decir, intervenir en el nombramiento de los cargos eclesiásticos, especialmente de los obispos. La Constitución de 1869, resultante de la Revolución Gloriosa, respetó algunos privilegios de la Iglesia, pero introdujo algunos cambios importantes, partiendo del hecho de que España dejaba de tener religión oficial. El artículo nº 21 obligaba a la nación a mantener el culto y los ministros de la religión católica, respetando uno de los principales puntos del Concordato de 1851. Pero, ahora se permitía el libre ejercicio privado y público de cualquier otro culto a los extranjeros residentes en España y a aquellos españoles que profesasen otra religión, con la única limitación de respetar “las reglas universales de la moral y el derecho”. Por otro lado, la obtención y desempeño de empleos y cargos públicos, así como la adquisición y ejercicio de los derechos civiles y políticos, sería independiente de la religión que profesasen los españoles. Es en materia educativa donde la Revolución de 1868 marcó otra clara diferencia con el reinado de Isabel II, al proclamar en el Manifiesto del Gobierno Provisional, la libertad de enseñanza. En el texto no se alude expresamente a la Iglesia Católica, pero sí se puede leer entre líneas una crítica profunda a su influencia y censura: “…“La libertad de enseñanza es otra de las reformas cardinales que la revolución ha reclamado y que el Gobierno provisional se ha apresurado a satisfacer sin pérdida de tiempo. Los excesos cometidos en estos últimos años por reacción desenfrenada y ciega, contra las espontáneas del entendimiento humano, arrojado de la cátedra sin respeto a los derechos legal y legítimamente adquiridos y perseguido hasta en el santuario del hogar y de la conciencia; esa inquisición tenebrosa ejercida incesantemente contra el pensamiento profesional, condenado a perpetua servidumbre o a vergonzoso castigo por Gobiernos convertidos en auxiliares sumisos de oscuros e irresponsables poderes….” La libertad de enseñanza se reguló en un decreto de octubre de 1868. En la disposición se establecía que el Estado carecía de autoridad para condenar las teorías científicas y debía dejarse a los profesores en libertad para exponer y discutir lo que pensasen. Pero en materia educativa no se avanzó mucho más, porque no cuajó ningún proyecto para crear una ley general que sustituyera a la Ley Moyano. En el reinado de Amadeo de Saboya el principal problema entre el Estado y la Iglesia se centró en la polémica que generó entre muchos católicos la elección del titular de la nueva monarquía democrática, a pesar de que el nuevo rey era católico, aunque progresista y defensor de las desamortizaciones. Pero Amadeo I era hijo de Víctor Manuel II, monarca que había terminado con la existencia de los Estados Pontificios, al completar el proceso de unificación italiana. El Papa no reconoció la nueva situación política, considerándose como si fuera rehén en el Vaticano. En la I República el Proyecto constitucional federal de 1873 estableció en su artículo nº 34, por vez primera en la Historia española, la separación entre la Iglesia y el Estado. Ninguno de los distintos entes de la República -Nación o Estado federal, poderes regionales, y municipales- podría subvencionar directa ni indirectamente ningún culto. Las actas de nacimiento, de matrimonio y defunción serían registradas por autoridades civiles. Por fin, se proclamaba la libertad de cultos. El texto nunca entró en vigor pero marcó la tendencia que el republicanismo defendería posteriormente, la defensa de los principios del laicismo y de la separación entre la Iglesia y el Estado. La Constitución de 1876 consagró la vuelta al Estado confesional. La religión católica, apostólica y romana sería la del Estado, y la nación se obligaba a mantener el culto y sus ministros, como expresaba el artículo 11. En compensación, nadie sería molestado en España por sus opiniones religiosas, ni por el ejercicio de su culto respectivo. Pero esta aparente tolerancia era muy limitada, ya que los otros cultos no podrían ir contra los principios de la moral cristiana y no podrían desarrollarse en público. Este artículo desencadenó una intensa polémica. La Iglesia Católica pretendía regresar a la situación de la época isabelina sin tolerancia alguna hacia otras confesiones. En esto, como en varias cuestiones, Cánovas, aunque profundamente conservador, intentó poner en práctica un cierto equilibrio entre los principios del liberalismo moderado del reinado de Isabel II y las conquistas del liberalismo más progresista y democrático del Sexenio. En este sentido, al menos, se terminó con las dificultades que la minoría protestante española había sufrido durante el pasado, y que habían generado tensiones en la política exterior española, especialmente con Inglaterra. Durante la época de la Restauración canovista, en el último cuarto del siglo XIX, el clero regular experimentó una clara recuperación, después de lo que había sufrido en el proceso de la revolución liberal. Bien es cierto, que dicha recuperación comenzó cuando los moderados monopolizaron el gobierno con Isabel II, pero se había paralizado en el Sexenio. Ahora, las órdenes religiosas vivieron una época de expansión, potenciada además por la llegada de religiosos disueltos por la III República francesa. Se abrieron muchos centros educativos, de beneficencia, noviciados y conventos por toda España, potenciando como reacción, un recrudecimiento del secular anticlericalismo político, intelectual y popular. En el ámbito educativo se produjo un conflicto que tuvo unas repercusiones insospechadas a favor de la renovación pedagógica en España. El ministro de Fomento, Manuel de Orovio, dio un famoso decreto el 26 de febrero de 1875 que suspendía la libertad de cátedra ganada en el Sexenio Democrático, ya que los profesores no podrían ejercer si no acataban los principios religiosos católicos y de obediencia a la monarquía. Una serie de catedráticos de Universidad fueron separados de sus plazas, entre los que destacaron Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate, Nicolás Salmerón, etc.., y que terminarían fundando la Institución Libre de Enseñanza en el año 1876.