Al sur del Tirol, 1348 d.C.
Matteo se estaba muriendo de hambre.
Cuando la Muerte Negra asoló su pueblo, más de la mitad de sus vecinos cayeron en el transcurso de apenas dos meses. A nadie le dio tiempo a huir, ni tenían los medios para ello. Cuando todo terminó, los escasos supervivientes quemaron las casas con los cadáveres todavía dentro, para que el fuego purgara cualquier resto de la enfermedad. Incluso semanas más tarde, en el aire seguía flotando un velo negruzco, asfixiante, que hedía a humo, ceniza y muerte.
Curiosamente, la plaga pasó de largo en lo que respectaba a muchos niños. Desprovistos de techo y alguien que velara por ellos, aquellos demasiado pequeños o débiles para ser útiles, como Matteo, se habían convertido en una jauría hambrienta cuyo único propósito era subsistir un día más.
A menudo se les podía ver acuclillados en las calles desiertas, acechando a todo lo que se movía, vecinos incluidos, con un brillo febril en la mirada. Ya no quedaban perros; los niños más grandes los habían atraído con juegos y luego, con una brutalidad nacida de la desesperación, les habían abierto las cabezas a pedradas y se los habían comido en la lumbre. Nadie aquí compartía su comida; dos niños habían muerto igual que los perros al intentar robarles a los grandes un pedazo de carne churruscada. Los más débiles, como él, debían conformarse con escarabajos y ratones, o gatos, si conseguían ser lo bastante rápidos.
Matteo estaba cubierto de arañazos y costras, en especial sus nudillos. En este nuevo mundo había que pelear por la comida, incluso si eso significaba dejar al otro niño tirado en el suelo con las muelas reventadas a puñetazos con tal de llevarse una lagartija a la boca.
Los adultos los evitaban, enfocados en proteger a sus familias de aquella jauría de niños ferales que los superaban tres veces en número. No podían compartir su alimento con ellos, ni ofrecerles un trabajo. Nada quedaba ya aquí salvo tumbas y ceniza, y un pánico terrible a que la Muerte Negra volviera.
Muchos niños, enloquecidos por el hambre y el frío, intentaban colarse en las casas y atacaban a todo el que se interpusiera entre ellos y la despensa. Los adultos ya habían matado a varios a garrotazos, y Matteo sabía que no era lo bastante fuerte ni rápido como para irrumpir en una casa y pagarlo con su vida. Podría haber huido, buscado suerte en otro lugar, pero la aldea más cercana quedaba a cuatro días a pie a través de un bosque reseco y traicionero, plagado de bestias tan desesperadas como ellos. Intentar atravesarlo habría sido un suicidio.
Llevaba ya media semana sin poder cazar un bicho, y el invierno estaba acabando con las plantas comestibles. A menos que sucediera un milagro, Matteo moriría; ya fuese por una infección, de frío o por una paliza de los supervivientes.
Entonces, la Encarnada anunció su inminente visita al pueblo.
Al principio, todos creían que la Encarnada era un cuento para asustar a los críos. Todos habían oído de esa mujer que visitaba los lugares asolados por la enfermedad, la guerra y la hambruna. Unos afirmaban que era una viuda adinerada que se había apiadado de los más desamparados y ahora recorría la región, buscando niños a los que adoptar y dar cariño. Otros decían que era una bruja, un monstruo aficionado a los juegos más crueles. No obstante, todas las historias coincidían en lo mismo: los buitres y zorros eran sus animales favoritos, y los niños a los que se llevaba no volvían a ser vistos.
Una mañana de enero, un buitre se posó en el tejado más alto del pueblo. Tenía el plumaje negro y la cabeza pelada, de un rojo intenso. Los niños ya se preparaban para apedrearlo y luchar por el trozo más grande, cuando el buitre lanzó a sus pies lo que llevaba en el pico: la cabeza cortada de un zorro.
Así supieron que la Encarnada era real y que vendría esa misma noche.
El buitre los miró fijamente. Clavó sus ojillos intensos en Matteo.
Si la tal Encarnada era en verdad rica -y debía serlo para viajar tanto-, podría ser que se llevara a los niños al castillo que, con toda probabilidad, poseería: un hogar con camas calientes y tres comidas al día. Sólo de pensarlo, Matteo empezó a sudar a pesar del frío invernal y los andrajos que tenía por ropa. La esperanza lo atravesaba como una puñalada.
El ave alzó el vuelo y se perdió entre la niebla.
Tan impresionado estaba que, cuando los niños empezaron a pelearse entre ellos por la jugosa cabeza del zorro, Matteo ni se inmutó.
Le suplicaría a la Encarnada que lo llevara con ella. Si los rumores sobre sus juegos maliciosos eran ciertos, entonces Matteo ganaría el juego que ella propusiera. Lo conseguiría, aunque tuviera que bucear en una fosa común o tirarse por un acantilado. Aunque tuviera que arrancarles el corazón a los demás huérfanos y comérselo todavía latiendo.
Había luna llena. Poco antes de la medianoche, el sonido de cascos rompió la calma de la montaña. Los niños más desesperados, aquellos que no tenían nada que perder, ya esperaban en las afueras, alumbrando con un farol viejo el camino que llevaba al pueblo. Matteo aguardaba también, algo alejado del resto, con ganas de vomitar de impaciencia y ansiedad. El corazón le dio un vuelco al distinguir, por fin, las cuatro teas que coronaban las esquinas del carruaje. Tiraba de él un caballo negro y enorme, conducido por dos figuras encapuchadas de manos huesudas.
Los niños aguantaron la respiración.
La puerta del carruaje se abrió, y de él bajó una mujer muy alta. Se volvió hacia ellos.
La Encarnada tenía el cuello largo, una mandíbula triangular y unos labios afilados, finos, rojísimos, que parecían un corte en su rostro huesudo. Su vestido alternaba entre el carmín y el negro, como el plumaje de su buitre -al que ahora no se veía por ninguna parte-, y llevaba una capa ribeteada de piel de zorro. Una toca igualmente roja enmarcaba su cara.
"Oh, joder, es rica de verdad", pensó Matteo.
La Encarnada sonrió a los niños, que no se atrevían a hablarle sin permiso. Con su simple presencia, imponía en ellos una clase de temor que sofocaba cualquier intento de pedirle o rogarle el auxilio que prometía su visita a este lugar dejado de la mano de Dios.
Pero nada fue tan extraño e inquietante como los treinta zorros que emergieron de la oscuridad tras el carruaje y rodearon a la Encarnada, cubiertos de un pelaje tan rojo como ella. Mirarlos era como ver las tripas de un cuerpo recién abierto, pero Matteo se fijó en el lustre de sus pieles, en sus cuerpos rollizos. Sintió tanta envidia de esos animales que deseó matarlos y hacerse con su piel. Una sola mascota de esa mujer comía mejor que todos los niños allí reunidos.
La Encarnada no perdió tiempo en presentarse, ni parecía tener intenciones de subir hasta el pueblo. Daba la sensación de tener que estar en mil sitios a la vez, incluso mientras les hablaba con un deje de ternura en la voz.
-He venido a llevarme lo que nadie quiere, lo que nadie echará en falta y que todos desean perder de vista. ¿Sois vosotros?
Algunos críos se miraron entre ellos, confundidos. Matteo se percató de que todavía no había visto a la Encarnada parpadear ni hacer un mohín que la hiciera parecer normal, como recolocarse la ropa, tragar saliva o suspirar.
La mujer ladeó la cabeza, igual que hiciera el buitre aquella mañana, y les preguntó:
-Tenéis hambre, ¿verdad?
Los niños asintieron.
-Pobres criaturas. He venido a llevaros conmigo, lejos de todo este sufrimiento.
Más asentimientos. Los llantos de algunos niños se hicieron más fuertes. Matteo frunció el ceño, reacio a rendirse al alivio tan deprisa. No sabían nada de la Encarnada; si era cruel o sólo se estaba divirtiendo con ellos.
-Pero primero debéis jugar a un juego. Uno muy sencillo. Tendréis que esquivar a mis bestias... -La mujer señaló a los zorros, que miraban fijamente a los niños, algunos relamiéndose-, mientras os persiguen por el bosque que se abre detrás de mí.
Matteo tragó saliva, sin apartar la vista de las bestias pelirrojas. Si no lograba superar la prueba e irse con la mujer, perecería en la próxima semana. Pero ¿podría correr lo necesario con las fuerzas que le quedaban?
La Encarnada esbozó otra sonrisa tensa, afilada. De pronto, tenía un cuerno de caza en las manos.
-Entrad en ese bosque y aguantad hasta que este cuerno suene por segunda vez.
-¿Aguantar...? -preguntó uno de los mayores.
Los zorros se pusieron en pie. Les colgaban babas de las fauces. La Encarnada no se inmutó ante el miedo creciente de los niños.
-Podéis regresar por donde habéis venido y no participar en mi juego, pero no os hagáis ilusiones: antes de que llegue la primavera, en vuestra aldea sólo quedarán siete personas vivas, y ninguna seréis vosotros.
Los niños compartieron miradas nerviosas. De alguna forma, sonaba como si esa señora estuviera diciendo la verdad. Como si fuese capaz de ver el futuro escrito en sus frentes.
-Yo os ofrezco un hogar. Si lo queréis, ya sabéis lo que tenéis que hacer.
No hacía falta que insistiera. Los que se habían quedado allí, todavía pendientes de sus palabras, estaban dispuestos a enfrentarse a los zorros si eso les daba una oportunidad. Varios niños se levantaron y tensaron los músculos, listos para salir despedidos.
-Bien. Corred, entonces -dijo la Encarnada, y sopló el cuerno.
Antes de poder pensarlo dos veces, Matteo se encontró saltando por encima de un zorro y precipitándose cuesta abajo, hacia el bosque en penumbra, junto con los niños que todavía conservaban la fuerza necesaria para no tropezar de inmediato.
El suelo escarpado aporreaba las míseras suelas de sus zapatos -por lo menos él aún tenía zapatos- y las piedras buscaban sus tobillos, deseosas de torcérselos en cada hueco. Apenas veía nada salvo los halos que la luz de la luna perfilaba en los troncos de los árboles, en el follaje puntiagudo y las ramas que le azotaban la cara mientras corría sin rumbo fijo, buscando alejarse lo más aprisa posible del punto de partida.
Los ecos del cuerno apenas se habían extinguido cuando Matteo oyó los primeros gritos a su espalda. No sabía distinguir cuáles escapaban de las gargantas de los niños y cuáles los proferían los zorros, pero los alaridos tenían la misma vibración insoportable de locura que los que había proferido su familia mientras la plaga los pudría por dentro.
"Huye. Huye de la muerte. La peste no te alcanzará si encuentras un buen escondite. No más pupas ni bichos crudos. La Encarnada te dará una cama suave y ropas de terciopelo, te dejará dormir una noche entera, comer pollo y pan con mantequilla. Corre o muere".
¿Estaban los zorros atacando a los niños, o asustándolos y nada más? Los chillidos infantiles le rasgaban los tímpanos y le hacían pensar en heridas y fracturas de huesos. No, no podía ser. El zorro sólo era mortífero para los humanos si tenía la rabia, y éstos estaban sanos.
El crujir de ramas y hojarasca impulsaba sus piernas raquíticas, y Matteo se sorprendió de su propia fuerza y rapidez, cuando antes se había creído al borde del desfallecimiento. Tenía las piernas embadurnadas de fango hasta las rodillas y le sangraban los brazos y las mejillas por los golpes contra las ramas. Por delante, apenas recortados contra la luz de la luna llena, los niños mayores daban zancadas a toda velocidad a través de arbustos y troncos volcados.
Le dolía el pecho, le iba a estallar el corazón. Era como si una de esas bubas horribles de la peste le estuviera creciendo ahora mismo en la garganta, amenazando con reventarlo por dentro. Pero debía continuar.
Un niño semidesnudo lo adelantó por la izquierda y Matteo sintió un ramalazo de ira asesina. "Quédate atrás, hijo de perra. Tropieza, cáete, muérete, danos ventaja".
Su rival llegó a un claro donde brillaba la luna y se detuvo, desorientado. Fue sólo un instante de duda, pero le costó caro: un borrón rojizo apareció entre los árboles y alcanzó al niño por detrás. Los dientes húmedos del zorro centellearon al cerrarse en torno a su pantorrilla. El crío cayó con un alarido de dolor mientras el zorro arrancaba pedazos enteros de carne.
"Los zorros no atacan a los humanos así. No es posible", pensó cubierto de un sudor helado. Reculó y se cobijó en la sombra de un gran árbol mientras los chillidos de zorros y niños llenaban el bosque.
"¿Los ha entrenado para matar gente?"
Azuzado por el espanto, Matteo decidió que bien valía arriesgarse a morir de hipotermia si con eso aumentaba sus posibilidades de resistir hasta el segundo toque de cuerno. Se agachó, agarró sendos puñados de fango y se embadurnó de pies a cabeza. Eso enmascararía su olor.
El otro niño ya no gritaba ni se revolvía. No quedaba rastro del zorro.
Matteo siguió corriendo por las sombras.
Hacía rato que no oía nada salvo el sonido de sus pisadas y su propia respiración estertórea. No podía más. Su cuerpo no le obedecía.
Por un momento, todo se le volvió negro, y se tambaleó. Se salió de la senda en penumbra y acabó de rodillas bajo un haz de luz lunar que lo bañó en azul. Intentó levantarse y seguir, pero entonces un zorro, el mismo que había atacado al chico semidesnudo, apareció de la nada y cayó sobre él con un chillido extasiado.
El zorro le mordió los brazos mientras trataba de abrirse paso hasta su garganta, pero el niño lo agarró por el cuello. Podía ver la sangre en su pelaje; el animal estaba herido.
Matteo ya no era Matteo. En él sólo quedaban las ansias de sobrevivir y un hambre tan horrible que no dejaba lugar a nada más. Se volvió loco; pataleó el vientre del zorro, la entrepierna, le clavó las uñas en las encías y los ojos. El bosque se había diluido en un zumbido perpetuo que le llenaba los oídos y le hacía rechinar los dientes.
Lanzó un mordisco a ciegas y le arrancó la nariz de cuajo al zorro. El animal soltó un gañido y se alejó renqueando. Matteo no le dejó huir; lo agarró de una pata, se abalanzó sobre él y le estampó el cráneo contra el suelo hasta que se quedó vacío de toda emoción.
El zorro yacía inmóvil junto a él. Con la sensación de que su alma flotaba muy lejos de su propio cuerpo, Matteo contempló a la luz de la luna llena como el pelaje del zorro se estremecía y caía en parches mustios, revelando debajo el cuerpo de otro niño, un niño humano de su misma edad. En el lugar que antes ocupara su nariz ahora se abría un agujero lleno de sangre oscura. Los ojos azules miraban al cielo sin ver.
Matteo escupió lo que tenía en la boca. No quiso mirarlo. Sufrió un ataque de arcadas, pero su estómago no tenía nada que expulsar. Se echó a temblar.
Entonces oyó pasos calmados tras él: la Encarnada se le acercaba, cuerno en mano, con el terciopelo susurrando tras ella. Se inclinó junto al niño muerto y le bajó los ojos.
-Ay, mi Alfano. Nunca pensé que durarías tan poco cuando te saqué de Trento. Parecías tan fuerte... Al menos, has conocido algo de felicidad bajo mi cobijo. Descansa ahora -suspiró, y colocó la mano sobre la cara del chiquillo. Al momento, la carne se desgranó y asomaron los huesos, que a su vez se convirtieron en polvo. Cuando la Encarnada retiró su mano esquelética, de Alfano no quedaba nada salvo una nube de humo que se dispersaba en el viento.
"Trento. La ciudad... Oí las historias", recordó Matteo, como a través de una bruma. "La Muerte Negra se cebó con ella este verano".
La mujer se volvió hacia él, el velo flotando en la brisa invernal. Tras dedicarle otra de sus sonrisas de tajo, la Encarnada se llevó el cuerno a los labios y lo sopló. La reverberación atravesó la piel de Matteo, que cayó al suelo como un fardo, incapaz de resistir más la debilidad y el frío.
Cuando abrió los ojos, notó que la Encarnada lo llevaba en brazos. El calor de sus mangas de terciopelo lo envolvía. Qué tejido tan suave, qué bien olía. Sobre sus cabezas, las copas de los árboles y los troncos nudosos se veían mucho más nítidos, al igual que los cadáveres de varios niños del pueblo, que salpicaban el lecho del bosque aquí y allá. De pronto, Matteo veía en la oscuridad con una nitidez inaudita.
-No tengas miedo. Has pasado la prueba y te quedarás con nosotros. Con el tiempo, te olvidarás de todo el sufrimiento. Sólo tienes que seguir vivo, hacerme compañía y ser obediente, ¿de acuerdo? -Acarició la cabeza de Matteo-. Ya casi estás listo para presentarte a tus nuevos hermanos.
El cuerpo de Matteo se sentía mucho más ligero y fuerte ahora, cada vez más pequeño en los brazos de la mujer. Le estaba creciendo ahora un vello rojo que mantenía el frío a raya. El terror lo abandonaba lentamente, como si todo hubiera sido una pesadilla y nada más, mientras unas pisadas tras ellos revelaban que los zorros los seguían, ya calmados después de la persecución.
-Habéis sido unos niños muy buenos -la oyó decir al cabo de un largo rato. El crepitar de unas teas le anunció que habían regresado junto al carruaje.
Lo dejó en el suelo. Matteo quiso protestar, pero entonces se halló sentado sobre unos cuartos traseros cuyo pelaje pasaba del rojo al negro. Se miró las patas, el vientre, la cola frondosa que lo seguía a todas partes. A su alrededor, el resto de zorros lo olisqueaba con curiosidad. Todos ellos habían sido niños una vez, niños corriendo en pánico por el bosque, que habían resistido hasta el segundo toque de cuerno.
-¿Cómo ha ido el conteo, señora? -preguntó uno de los cocheros.
-Han caído once de los que participaron en el juego. Otros siete se han perdido por el bosque, pero están demasiado débiles o heridos; habrán muerto antes del alba. Quizá uno o dos lleguen a aldeas vecinas y vivan lo suficiente para contar nuestra historia. Así sabrán qué hacer cuando reciban el anuncio de mi visita.
Le rascó las orejas a Matteo, que suspiró complacido.
-Sólo a éste se le ocurrió lo que había que hacer. ¿Verdad, precioso? La supervivencia tiene un precio, y la vida se paga con muerte. Sustituirá a Alfano de maravilla. Tiene muchas ganas de vivir, esta criatura.
Uno de los cocheros abrió la puerta del carruaje y la Encarnada se sentó en el escalón que antes había usado para bajar. Les lanzó una mirada cariñosa a los zorros.
-Ha sido una buena noche -dijo, y rebuscó en el interior del vehículo hasta dar con un saco de tejido basto-. Tomad vuestra recompensa, mis niños. Os la habéis ganado. Por esta noche y todas las que están por venir.
Del saco extrajo puñados de carne roja y fresca. El olor hizo que todos los zorros, Matteo incluido, empezaran a babear. La Encarnada le hizo gestos para que se acercara, con una jugosa tira pendiendo de sus dedos, todavía manchados con la sangre del niño que se había convertido en polvo.
-Tú primero, ven. Ven, Matteo. No pongas esa cara, claro que sé tu nombre. Sé los nombres de todos a los que rondan mis hermanas. ¿Ya vienes?
El zorro se arrimó a ella y, finalmente, mordió la carne que le ofrecía con un ansia animal. Nunca pensó que algo crudo sabría tan bien.
-Bien, cómetelo todo. Hoy se acaban el hambre y el frío. Hoy empieza tu cacería. Hermana Peste nos ha dejado mucho, mucho trabajo por delante, y Hambre tampoco se ha quedado atrás. Casi te tuvo para sí, ¿verdad? Pero ahora sólo quedamos nosotros. Nosotros y un largo invierno lleno de juegos a la luz de la luna.
Matteo quiso asentir, pero de su garganta sólo salió un aullido entrecortado mientras engullía aquel glorioso pedazo de carne. Satisfecha, la Encarnada le dio otro más, y luego vació el contenido del saco a sus pies. Los zorros se abalanzaron sobre la pila de carne roja y la devoraron entera ante la mirada atenta de la mujer. Había para todos; a fin de cuentas, la mitad ya tenía el estómago lleno, gracias a los niños que habían caído en el bosque.
El carruaje partió poco después, encabezado por el caballo negro. La manada de zorros lo siguió corriendo. Matteo trotaba entre ellos, eufórico, ni rastro ya del dolor que le había atenazado el estómago hasta entonces. La boca le sabía a sangre y carne, los músculos le bullían de energía. La vida se había vuelto simple, sencilla.
El futuro se desplegaba ante él, rebosante de niños tiernos y recompensas de su ama. Vería el mundo entero, sin temor a la peste ni a las penurias. No volvería a pasar hambre.
La Muerte se encargaría de ello.
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Foto: Geran de Klerk. Unsplash.