Que crítica y lectores saluden a priori cada una de tus novelas como aspirante a esa ballena blanca que ha resultado ser The Great American Novel debe ser, como mínimo, agobiante, toda una losa sobre los hombros. Quizá por ello, cuando una lee a Jonathan Franzen, tiene la impresión de hallarse ante prosa demasiado consciente de sí misma, como si el autor voceara con cada párrafo: “¿A que soy bueno?” No ocurre lo mismo con Michael Chabon, otro autor de su generación, que parece dar prioridad a la diversión que le proporciona la historia -y de paso, a la nuestra- o, sin ir más lejos, con Roth, cuyo carácter huraño, disciplina y coherencia artística, parecen haberlo mantenido a salvo de dedicarle momento alguno de reflexión al “¿qué dirán?”. Ocurría ya en Las correcciones, pero el humor mitigaba allí en parte la ¿cómo decirlo? ¿pretenciosidad, quizá? No hay aquí, sin embargo, demasiado lugar para el humor o la ironía y lo cierto es que las idas y venidas de los Berglund y de Richard Katz resultan por momentos un tanto cargantes y anodinas, por más que el autor se empeñe en rodearlas de un halo de trascendencia asociándolas a una trama medioambiental o a la política post11-S. Y más cargante aún resulta su uso de los símiles. No deja de resultar un tanto paradójico que una figura estilística que nació en el género épico para acercar lo extraordinario al oyente -luego lector- no muy versado en el tema se haya corrompido tanto tanto que, las más de las veces, B (ya saben, A es como B) resulte más lejano que A, o aún peor, que el autor se vea obligado a explicar B después de decir que es como A. Me dirán, quizá, que soy un tanto intolerante y que qué voy a decir yo, que una y otra vez les he dicho que me inclino por la prosa no estridente y austera de Salinger, Roth y Vonnegut. Y yo les contesto que no tengo nada en contra de los tropos y que aquí mismo he ensalzado en alguna ocasión la maestría en su uso de autoras como Lorrie Moore. Lo que hoy les digo es que me parecen casi siempre zafios y que algunos de los de Franzen me han parecido el summumde lo forzado: ¿la conciencia como una reunión clandestina de la Resistencia francesa de la que uno intenta apartar el foco? ¿los sentimientos como una explotación minera a cielo abierto? ¡Venga ya! Por lo demás, la novela se deja leer y ha sido una más que digna lectura de fin de 2012, o, como dice mi abuela del helado como postre, un buen remate.
Que crítica y lectores saluden a priori cada una de tus novelas como aspirante a esa ballena blanca que ha resultado ser The Great American Novel debe ser, como mínimo, agobiante, toda una losa sobre los hombros. Quizá por ello, cuando una lee a Jonathan Franzen, tiene la impresión de hallarse ante prosa demasiado consciente de sí misma, como si el autor voceara con cada párrafo: “¿A que soy bueno?” No ocurre lo mismo con Michael Chabon, otro autor de su generación, que parece dar prioridad a la diversión que le proporciona la historia -y de paso, a la nuestra- o, sin ir más lejos, con Roth, cuyo carácter huraño, disciplina y coherencia artística, parecen haberlo mantenido a salvo de dedicarle momento alguno de reflexión al “¿qué dirán?”. Ocurría ya en Las correcciones, pero el humor mitigaba allí en parte la ¿cómo decirlo? ¿pretenciosidad, quizá? No hay aquí, sin embargo, demasiado lugar para el humor o la ironía y lo cierto es que las idas y venidas de los Berglund y de Richard Katz resultan por momentos un tanto cargantes y anodinas, por más que el autor se empeñe en rodearlas de un halo de trascendencia asociándolas a una trama medioambiental o a la política post11-S. Y más cargante aún resulta su uso de los símiles. No deja de resultar un tanto paradójico que una figura estilística que nació en el género épico para acercar lo extraordinario al oyente -luego lector- no muy versado en el tema se haya corrompido tanto tanto que, las más de las veces, B (ya saben, A es como B) resulte más lejano que A, o aún peor, que el autor se vea obligado a explicar B después de decir que es como A. Me dirán, quizá, que soy un tanto intolerante y que qué voy a decir yo, que una y otra vez les he dicho que me inclino por la prosa no estridente y austera de Salinger, Roth y Vonnegut. Y yo les contesto que no tengo nada en contra de los tropos y que aquí mismo he ensalzado en alguna ocasión la maestría en su uso de autoras como Lorrie Moore. Lo que hoy les digo es que me parecen casi siempre zafios y que algunos de los de Franzen me han parecido el summumde lo forzado: ¿la conciencia como una reunión clandestina de la Resistencia francesa de la que uno intenta apartar el foco? ¿los sentimientos como una explotación minera a cielo abierto? ¡Venga ya! Por lo demás, la novela se deja leer y ha sido una más que digna lectura de fin de 2012, o, como dice mi abuela del helado como postre, un buen remate.