Hoy me ha sucedido algo que hace mucho tiempo que no me pasaba y que tendría que ser más habitual. Me he encontrado con un librero que sabía qué tenía en la tienda. Y sin necesidad de recurrir al ordenador. Es más, sabía de qué hablaba. He visitado la librería Documenta sin tenerlo previsto y me he comprado Isla: todos los cuentos, de Alistair MacLeod, porque al verlo he recordado una reseña muy positiva que había escrito Winston Manrique en el blog Papeles Perdidos de Babelia. Una compra casual y casi a ciegas, ya que no he leído nada de este autor, pero me gustan los descubrimientos. Mi sorpresa ha sido que al ir a pagar, el librero, Josep, me ha empezado a hablar del libro, demostrando que se lo había leído y, lo que es más, su opinión era sincera, sin tener en cuenta cómo podía influir en mi anterior decisión de comprar el libro. Traduzco: no estaba intentado vender a cualquier precio. El comentario ha sido bueno, pero de no haberlo sido, me hubiese comprado el libro igualmente, porque que un libro te guste o no, depende de muchos motivos, algunos ajenos a la propia obra. Y, además, yo soy rarita.
No es la primera vez que me encuentro con un librero que ejerce bien su oficio; me sucede pocas veces, pero me ha pasado cada vez que he ido a la Documenta. Seguro que hay más librerías así. Sin embargo, ésta es la que yo conozco. Josep no sólo me ha preguntado si conocía la obra del autor, sino que también cómo me he interesado por éste (si me lo habían recomendado, si había sido una elección al azar...) y me ha pedido que le diga lo que me ha parecido una vez lo haya leído. No creo que sea una estrategia para ganar clientes, sino una sincera afición por la lectura y, sobre todo, amor por la literatura. Si la lectura es un placer y puede convertirse en una actividad adictiva y, a veces, hasta enfermiza, ¿por qué no compartirla entre los iniciados?