Leído así, a primera vista, nos podría parecer una bravuconada o la actitud de alguien muy prepotente, pero a veces nos conviene leer con más calma, ver más allá de la caligrafía recta y ser capaces de descubrir los dobles sentidos de las palabras y las frases que le soltamos al aire.La libertad es una de esas palabras que pueden llegar a tener tantos sentidos como personas traten de interpretarla. Muchos intentan asemejarla a una lotería, a una isla paradisíaca o simplemente a poder hacer cuanto nos venga en gana y cuando nos dé la gana. Pero, condicionar la libertad al hecho de disponer de más dinero o más poder, ¿no la convierte en un producto susceptible de ser comprado? Si podemos comprarla con dinero o canjearla por otros bienes de los que estamos dispuestos a prescindir, ¿la viviremos y la disfrutaremos como una verdadera libertad? Si realmente se pudiese comprar, la estaríamos convirtiendo en algo así como un objeto de lujo, asequible sólo para unos pocos privilegiados. ¿Qué pasaría con los menos favorecidos social y económicamente hablando: acaso ellos no tendrían derecho a ser libres?Definitivamente, la libertad no puede reducirse a un producto del mercado. Ha de ser algo más intangible y debe ir más en consonancia con la naturaleza de otros conceptos como el amor, la dignidad, la resiliencia, la buena educación o el altruismo. Viéndola así, nos topamos con la cita de otro filósofo, Albert Camus, que habla de la libertad en estos otros términos:
“La única manera de lidiar con un mundo sin libertad es llegar a ser tan absolutamente libre que tu misma existencia se convierta en un acto de rebelión”.
Leyendo esta cita podríamos interpretar que la libertad puede asemejarse a una actitud, a un modo de afrontar la vida.
Tendemos a criticarlo todo con una facilidad pasmosa. Parece que nos gusta pensar que siempre nos engañan en todas las empresas en las que trabajamos. Que se aprovechan de nuestra buena fe y de nuestra manía de intentar trabajar bien. Siempre nos acaban pagando menos de lo que realmente merecemos; siempre nos encomiendan tareas engorrosas y nos presionan para que produzcamos más y mantengamos una actitud más proactiva, mostrando más iniciativa, más flexibilidad y menos hostilidad y desconfianza hacia quienes nos mandan. Ciertamente, en el terreno laboral, no vivimos precisamente un buen momento. La precariedad campa a sus anchas, los salarios son menores ahora que hace diez años y la exigencia es muy superior. Pero todo eso, ¿justifica que nos sintamos esclavizados?¿Qué es la esclavitud? ¿Se puede comprar como un producto en un mercado, igual que pretendíamos hacer con la libertad, o quizá se asemeja más a una actitud, a un modo de vida que acaba eligiendo la propia persona?
Cuando leemos episodios de nuestra historia reciente no es difícil toparnos con testimonios de personas que se han visto privadas de libertad durante unos años o unas décadas de sus vidas. A veces como castigo por delitos graves o menos graves y de los que no entraremos a cuestionar sus motivos ni las circunstancias que les llevaron a cometerlos, pero en muchas ocasiones los protagonistas de esas páginas tan negras de la hemeroteca se han visto entre rejas o hacinados en campos de concentración simplemente por sus ideas, por su raza o por su religión.Desde el descubrimiento de la existencia de los campos de exterminio que los nazis sembraron por buena parte de la vieja Europa, no han dejado de salir a la luz diferentes fotografías, libros, novelas, diarios, dibujos, documentales, películas y entrevistas a los supervivientes grabadas en diferentes épocas. Sus testimonios son demoledores, pero al mismo tiempo, también son capaces de transmitirnos esperanza. Porque, pese al horror que vivieron, algo les obligó a sobrevivir y a no perder la fe en sí mismos. Les arrebataron sus posesiones, les mataron a sus seres queridos, les despojaron de sus ropas y de su pelo, pero nunca consiguieron robarles su dignidad, la libertad de no dejarse morir allí, sucumbiendo al macabro capricho de aquellos salvajes.
Muchos de los supervivientes coinciden en ese deseo de no dejarse vencer, de no perder de vista el verdadero sentido de sus vidas y de mantener la mente ocupada dejándola volar lejos de aquellos muros y de aquellas alambradas. Los niños acostumbraban a dibujar mariposas y las pintaban de vivos colores. Era su forma de seguir soñando la libertad que les habían secuestrado.
Dibujo de Helga Weissová
De los 15.000 niños que fueron deportados a Terezín y fueron enviados a Auschwitz, sólo sobrevivieron unos cien. Entre ellos estaba Helga Weissová, quien ha llegado a ser conocida como la “niña que pintó el Holocausto”. Sobrevivió a cuatro campos de concentración y pudo recuperar su diario y sus dibujos porque, al saber que sería trasladada desde Terezín hasta Auschwitz, le pidió a su tío que se los escondiera entre una pared y unas piedras del campo.Helga Weissová, fotografiada en su casa de Praga en 2010. Una casa en la que abundan las mariposas plasmadas en cojines, adornos de pared o figuras de cristal. Helga escribió esta recomendación: "Dejad que los dibujos de los niños sean por siempre sin ataúdes ni horcas, como los que los niños de Terezín vieron y dibujaron. Dejad que los niños dibujen sólo días soleados, flores, pájaros y mariposas"
Si personas que han estado privadas de su libertad son capaces de demostrar esa pasión por vivir y por convertir lo que otros considerarían una tremenda desgracia en el motor que las impulse a desarrollar todo su potencial humano y a ser cada día mejores, ¿de qué podemos quejarnos quienes tenemos la suerte de no estar confinados en ningún infierno?Si esas personas, aun estando encerradas, se sentían libres de seguir siendo quienes eran y nunca dejaron de luchar por seguir siéndolo, ¿vamos a encontrar nosotros argumentos para justificar nuestro convencimiento de que vivimos como esclavos? Ser libres o esclavos no tiene nada que ver con el modo cómo somos tratados por los demás, sino con lo que pensamos de nosotros mismos. No hay muro, ni reja, ni cerrojo que pueda privarnos de soñar si nuestra voluntad es seguir haciéndolo. En cambio, tampoco hay campo abierto, ni mar en calma, ni cielo inmenso que consiga invitarnos a correr, a nadar o a volar, si nuestros pies y nuestras manos se sienten atados por las cuerdas invisibles con las que las inmoviliza nuestra propia mente.
Estrella PisaPsicóloga col. 13749