Escribir un primer libro de versos y que en él ya palpiten fogonazos de brillo maduro no es suceso frecuente, pero es que estamos hablando de Federico García Lorca, y con él todas las etiquetas pierden su adhesivo. En este hermoso Libro de poemas (que saboreo en la edición de Mario Hernández para Alianza Editorial) nos encontramos con todo tipo de aciertos: cuando se decanta por los versos breves produce chispazos sonoros de primera magnitud, construidos sobre asonancias que no resultan ripiosas más que en un porcentaje bajísimo de casos; y cuando opta por los versos de arte mayor le salen poemas rotundos, académicos, llenos de mármol admirable. Y siempre, en todas las páginas, la gracia juvenil, alegre, pizpireta, casi desvergonzada, de un muchacho que traza líneas con fantasía de alfarero y con libertad de paloma aún no herida. El poema “Prólogo”, en el que se dirige directamente a Dios, consigue estremecerte, lo leas una vez o mil. Compruébelo quien lo dude.Y entonces acuden las preguntas. ¿Podemos llamar primerizo a un poeta que para definir un orvallo dulce, lento y sereno, habla de “lluvia franciscana”; o que nos habla de una torre que “llora lágrimas mudéjares”; que define a las ranas nocturnas como “muecines de la sombra” o que nos cuenta que un jardín “desangra en amarillo”? ¿Podemos juzgarlo novatocuando nos encontramos en sus líneas con los encabalgamientos más rítmicos de la época? ¿Podemos considerar bisoñoa quien mezcla lo popular y lo culto, a Dios y al Diablo, la mitología y los guiñoles, las coplas y los endecasílabos con vigor indesmayable? ¿Podemos tildar de aprendiz al poeta que consigue unas intensificaciones conceptuales y rítmicas como ésta: “La mañana es eterna, es eterna / la fuente del rocío”, donde la repetición de la secuencia adquiere un valor doble (potencia la eternidad de la mañana y sorprende al doblar al siguiente verso)?
Que nadie se acerque a este volumen creyendo que va a encontrarse con un poeta aún sin definir o sin la brillantez de los grandes. Cometería un pecado mortal.