Una reseña precisa y aclaratoria que justifica la edición de un texto que fue y sigue siendo muy polémico.
Enlace al medioPublicado el 11 febrero, 2015de Saltus Altus / Manuel Fernández LabradaNo parece necesario advertir que el valor intrínseco de este panfleto de
El judaísmo en la música (publicado por vez primera en 1850 bajo seudónimo) es prácticamente nulo. Esto no quita, desde luego, que su lectura y estudio adquiera un interés considerable a la hora de enjuiciar la personalidad de su autor,
Richard Wagner (1813-1883), así como las ideas antisemitas, corrientes en su época, a cuyo amparo pudo nacer y prosperar, y en las que se inserta con el carácter de un hito de considerable trascendencia. El hecho de que Wagner lo reeditara años después (1869) bajo su verdadero nombre, y luego lo incluyera en sus
Obras reunidas (1873), bastaría para certificar que su antisemitismo no fue ocurrencia pasajera. También es cierto que parecidas ideas a las que se muestran en este libelo reaparecen en otros escritos suyos, alcanzando además una gran virulencia durante sus últimos años de vida. Recordemos que el genial compositor de
Leipzig tuvo ambiciones intelectuales y literarias, y -aparte de escribir sus propios libretos- fue autor de un puñado de importantes textos teóricos sobre el género operístico:
Arte y revolución,
La obra de arte del futuro y
Ópera y drama. Pero nunca llegó a ser un escritor de primer orden -como puede confirmarse con la lectura del presente opúsculo-, y los versos de sus óperas solo se salvan por la música. El que hoy en día leamos
El judaísmo en la músicacon una inevitable mezcla de disgusto e hilaridad no debe hacernos suponer que en su tiempo fuera desestimado o tomado en broma; de ahí la conveniencia de releerlo con una actitud crítica. Debemos congratularnos, pues, de que Hermida editores ponga a nuestro alcance esta magnífica edición del texto, traducido, prologado y anotado con singular acierto y profundidad por Rosa Sala Rose. Su buen hacer no solo define la obra en un amplio contexto ideológico y artístico, sino que también nos guía durante su lectura, arrojando luz sobre las contradicciones, falsedades y medias verdades que tanto salpican el discurso wagneriano. Admitamos que sobre estas producciones nefastas del pensamiento humano obran mejor las luces que las sombras: la oscuridad las mitifica; la claridad evidencia sus imposturas y debilidades, reduciéndolas a su justo valor. Ya lo decía Goethe:
Mehr Licht!Justifica Wagner su libelo como una legítima defensa ante las maniobras hostiles de un supuesto
lobby judeomusical, al que responsabiliza del mal recibimento de sus obras en los medios críticos europeos, y especialmente alemanes. Muchas de las ideas expuestas en el texto no son, desde luego, originales (como las descalificaciones sobre la apariencia externa de los judíos o su manera de hablar). Escritos antisemitas ya existían antes, pero la novedad que aporta el panfleto wagneriano es la de extender el prejuicio racista al terreno de la música. Conviene señalar que las críticas se dirigen contra el «judío cultivado», el músico que ha intentado asimilarse al «medio cristiano» (convirtiéndose o no) sin conseguirlo plenamente. Su incapacidad artístico-musical vendría dada -siempre según Wagner- por su incompleta integración en el nuevo estado: alejado de sus raíces vernáculas, pero sin integrarse en las nuevas, carecería de una conexión con la base popular, el único medio capaz de fertilizar el discurso artístico. La presencia tan notable de judíos en los ambientes musicales contemporáneos (compositores, intérpretes, críticos…) se explicaría por la descomposición generalizada de la música tras la muerte de Beethoven, debilitamiento que ha posibilitado la entrada de elementos extraños. Partiendo de estos engañosos supuestos, Wagner intenta rebajar y deslegitimar no solo a compositores tan insignes como Mendelssohn y Meyerbeer, sino también a escritores de la talla de Heine o críticos musicales como Hanslick (quizás su rival más conspicuo en el terreno ideológico). Aunque en ningún momento llega Wagner a citar a Meyerbeer de manera explícita, parece fuera de toda duda que el compositor berlinés (afincado en París desde 1831) era el principal destinatario del panfleto, gestado seguramente durante la difícil estancia parisina de Wagner, entre 1839 y 1842. Si bien parece cierto -por lo que sabemos- que Meyerbeer ayudó desinteresadamente al compositor sajón en varias ocasiones, también es muy probable que los prejuicios antijudíos de Wagner se vieran exacerbados por su relación subordinada con el aclamado compositor, perteneciente a una acaudalada familia de banqueros judíos. Pero, más allá de todas estas mezquinas rivalidades entre músicos, lo más estremecedor del texto se manifiesta en las soluciones propuestas por Wagner al problema judío, en las que baraja conceptos tan inquietantes como el de
Untergang(«hundimiendo») o especula sobre una eventual expulsión masiva. Y es que para nosotros parecen prefigurar la ominosa trayectoria del antisemitismo más radical. En fin, es probable que un cierto cansancio y hartazgo nos acompañe en las últimas páginas del opúsculo, reducidas a la repetición machacona de los delirios persecutorios del compositor, y donde se hace dolorosamente patente su ciega vanidad, su incapacidad para encajar sus contratiempos artísticos con una mínima objetividad.Leyendo este panfleto, contrastándolo con la seductora belleza de la música wagneriana, he recordado un texto de George Steiner, «El escándalo del libro» (en
El silencio de los libros). El humanista reflexionaba allí sobre la espantosa contradicción que supone, en algunas sociedades evolucionadas, la coexistencia de unas elevadas cotas de desarrollo cultural con el ejercicio, desde el poder institucional, de las mayores brutalidades sobre la población indefensa; la pasividad o complicidad de algunos intelectuales con los excesos de determinados regímenes políticos.Reseña de
Manuel Fernández Labrada«Hasta los tiempos de Mozart y Beethoven, habríamos buscado en vano a un compositor judío. Un elemento totalmente ajeno a este organismo vital jamás habría podido participar de su crecimiento. Sólo cuando se hace patente la muerte interior de un cuerpo, los elementos extraños adquieren la fuerza necesaria para apoderarse de él, aunque sólo para descomponerlo. Entonces su carne se deshace en una pululante miríada de gusanos. Pero al verlos, ¿quién consideraría aún vivo al cuerpo del que se nutren?» (traducción de Rosa Sala Rose, para Hermida editores)