Libro «Las ciudades y la vida intelectual» De Georg Simmel en el blog La caverna de Platon

Publicado el 16 abril 2017 por Hermidaeditores
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VIAJE DE IDA Y VUELTA DE UN CLÁSICO DE LA SOCIOLOGÍAJosep Pradas   Reseña de Georg Simmel: Las grandes ciudades y la vida intelectual, Madrid, Hermida Editores, 2016

Texto de 1903, escrito para una conferencia en la que Simmel explica a grandes rasgos buena parte de su Filosofía del dinero (1900). Un texto, por tanto, corto, en formato de discurso que va a ser leído. El grueso del volumen editado por Hermida corresponde a un estudio preliminar que explica las ideas generales de este gran pionero de la sociología, todo un heterodoxo si tenemos en cuenta el peso de Durkheim en la maduración de la sociología como ciencia a finales del siglo XIX. Una ocasión más para entrar en contacto con este clásico del pensamiento social.En este punto, la sociología de su época (¿acaso ha dejado de hacerlo?) se plantea la relación del individuo con su entorno social, y advierte las tensiones que esa relación genera en uno y otro. Incluso desde la psicología se advierte tal tensión: la sociedad como foco de la represión de las pulsiones individuales, cuyo control es necesario para garantizar un mínimo orden colectivo, como apunta Freud. También Nietzsche ha dicho lo suyo. La sociedad moderna y su sociología se enfrentan al problema de la resistencia del sujeto a ser absorbido por las estructuras sociales. Durkheim echa mano del organicismo; Tarde del individualismo. La sociedad es un cuerpo unitario o un agregado de unidades. Simmel afronta la cuestión considerando la genética de las ciudades y la pervivencia del individuo en las grandes ciudades.Para ello cabe distinguir entre ciudades y grandes ciudades. Los cambios cuantitativos, en este punto, acaban generando cambios cualitativos. Para Simmel, la frontera está a partir del desarrollo de las metrópolis de finales del siglo XIX: Londres, París, Nueva York, etc. Por debajo de ellas, lo mismo da que hablemos de Weimar que de Palencia. Incluso la Atenas de Pericles es de segunda categoría, a pesar de su incipiente cosmopolitismo. Las metrópolis son un fenómeno eminentemente propio de finales del siglo XIX, fenómeno que ya podríamos etiquetar de posmoderno, salvo que Simmel desconocía tal etiqueta.Las grandes ciudades producen una forma especial de violencia que disuelve al individuo que las habita. No lo disuelve en el sentido que lo absorbe, sino en tanto que lo aísla y somete a un ritmo tan frenético que el sujeto debe refugiarse. Pero como no vive en un pueblo o en una ciudad, sino en una gran ciudad, no puede refugiarse en entornos cercanos con los que sostiene un vínculo emocional, sino que debe buscar refugio en sí mismo, en su propia conciencia racional. Las ciudades y las áreas rurales permiten un arraigo emocional a su espacio, y mejores contactos personales, de manera que el individuo no se siente aislado. Pero las grandes ciudades generan una violencia que tiene mucho que ver con la modalidad de los intercambios comerciales que propicia, puramente monetarios, mecánicos, societarios, tan diferentes de los que se llevan a cabo en los medios urbanos más pequeños o en los rurales, donde los que intercambian se conocen y se reconocen como personas.He aquí el diagnóstico de Simmel: las grandes ciudades no contribuyen al individualismo, dado que no contemplan al sujeto como entidad con identidad sino más bien como sujeto de un puro cálculo monetario que lo anula como entidad. A esa violencia despersonalizadora han contribuido grandemente la tecnificación de los hábitos y la precisión en la medida del tiempo. Simmel se refiere a la proliferación del uso de los relojes de bolsillo, a principios del siglo XX. De haber conocido nuestra época, la de los teléfonos multifunción, también de bolsillo, habría redundado en su diagnóstico, sin duda, sobre la despersonalización del sujeto, su pérdida de identidad por no poder contraponerse a algo firme, sólido, que intenta modelarlo. El sujeto a que se refiere Simmel no está lejos del sujeto actual, aunque todavía no ha sufrido la transformación posmoderna. Ambos están muy lejos del sujeto sometido al todo social, víctima de la represión de la moral imperante, de la cultura dominante, de la religión que ahoga los impulsos vitales. Este individuo habita las ciudades pequeñas y puede percibir todas esas fuerzas modeladoras de su yo, pero también es capaz de afirmarse frente a ellas y ofrecer resistencia, presentar batalla y canalizar sus pulsiones hacia diferentes manifestaciones creadoras. Pero en las grandes ciudades son otras las amenazas.Las grandes ciudades son potenciales disolventes del sujeto, dice Simmel, y por eso Nietzsche siente antipatía por ellas: en ellas el sujeto no puede afirmarse sino que cae en el hastío, que es consecuencia de los mismos factores que a la vez generan la “creciente intensidad intelectual de la gran ciudad” (una oferta cultural que compite con la oferta comercial). El hastío es fruto del acusado agotamiento de las energías que el ir y venir de los intercambios mecánicos produce en el sujeto, que vive sometido a una dinámica de estímulos que no puede controlar. Algo así como el sujeto de hoy, que llega hastiado a su casa, esperando conectarse a su “Movistar Fusión, elige todo”. Además, en tanto que esa dinámica tiene mucho que ver con lo monetario, tiende a uniformizar todos los estamentos, “expresando las diferencias cualitativas en diferencias cuantitativas”, es decir, poniendo las diferencias entre las cosas bajo un común denominador. Para Simmel, semejante devaluación del mundo objetivo conduce a una devaluación de la persona y del sujeto.Semejante estado es consistente con la indiferencia y extrañeza que llega a sentir el individuo ante los demás, innumerables elementos extraños que habitan las grandes ciudades, a diferencia de los pocos vecinos que uno encuentra en las ciudades pequeñas o en los pueblos, personas a las que se conoce y se trata con cierta cercanía. Con todo, los sentimientos (indiferencia, aversión, simpatía) que los otros generan en el sujeto aislado de la gran ciudad son ligeros y breves, fugaces (alguien diría hoy “líquidos”). Poner distancia ante los demás es, para Simmel, la única forma de sobrellevar la existencia en una gran ciudad. Pero nos va a sorprender advirtiendo que en ese antagonismo del sujeto aislado frente a la masa informe de ciudadanos, ante la cual no puede afirmarse porque también la masa es indiferente hacia él, se encuentra una de las formas más elementales de la socialidad humana: la búsqueda de vínculos con otros individuos con los que se comparte alguna afinidad, dando lugar a círculos estrechos, de poco alcance, en los que los sujetos se sienten cómodos y reconocidos como tales; lo que Lipovetsky ha llamado, en La era del vacío, formas de micro-socialidad compensatoria.Para Simmel, estas formas de socialidad son más bien primigenias. En ellas, el sujeto se encuentra bajo “una rigurosa delimitación y unidad centrípeta y, por lo tanto, no puede conceder al individuo ninguna libertad ni peculiaridad de desarrollo interno o externo”, afirma. Son, a la vez, el germen de formas más desarrolladas y complejas de socialidad: la ampliación del grupo conduce a una difuminación de sus límites y a un creciente grado de libertad interna, cosa que favorece los intercambios con otros grupos. Todas las formas de agrupación pasan por estos momentos, de la delimitación a la ampliación. Del provincialismo al cosmopolitismo.Aun paradójicas, la descripción de Simmel y la de Lipovetsky son similares, sólo que éste sitúa el momento de delimitación en el final del proceso, fruto de la necesidad de apego y vínculos, aunque ligeros, del sujeto que vive aislado en las grandes ciudades y en una sociedad altamente mecanizada y mecanicista, y como resultado de un exceso de indeterminación y de la necesidad de hallar límites  bien definidos, hasta el punto de someterse voluntariamente las imposiciones internas que emanan de estos grupos de micro-socialidad compensatoria. Compensatoria de la indiferencia y el hastío que acompañan al sujeto libre pero aislado en medio de las grandes ciudades. Lipovetsky habla de una sociedad que ya ha recorrido el camino trazado por Simmel, y está de vuelta del cosmopolitismo hasta el punto de anhelar el provincialismo e incluso el feudalismo, sin salir de Manhattan. La nueva Edad Media está aquí, anunciaba Umberto Eco hace ya décadas.Pero, ¿qué ocurre con la vida intelectual en las grandes ciudades? En realidad, Simmel se refiere a la vida espiritual, a la cultura en sentido amplio. En este sentido, la vida cultural de las grandes ciudades depende directamente de aquella dinámica de expansión desde el interior: cuanto más crece en extensión y amplitud, la libertad interna de sus habitantes y la posibilidad de sus intercambios aumentan cualitativamente, igual que sube la renta de los propietarios de inmuebles del centro, sin que deban hacer demasiados esfuerzos. En esa dinámica de crecientes intercambios se llega a un punto en que ni siquiera depende de las grandes individualidades que los impulsan, para llegar a alimentarse por si misma. Por eso se dice que Weimar, pequeña ciudad, murió con la desaparición de los grandes personajes que la habitaron.Sin la libertad específica de las grandes ciudades, sigue Simmel, no podríamos categorizar las formas culturales de las grandes ciudades en su especificidad: la libertad individual produce diversidad cultural, pero sólo se manifiesta a gran escala en las grandes ciudades, al compás de las diversas formas de producción económica, en ese caso orientada hacia una progresiva dinámica de sofisticación. Tales formas culturales resultan, pues, individualizadas en formas de “distinción cualitativa” tendente a la excentricidad, para obtener así una mayor visibilidad en el interior de un círculo lleno de competidores que pugnan por obtener esa misma distinción. Hay que exagerar para hacer perceptible la individualidad, pero con todo, la suma de individuos transforma la ciudad en un magma de polvo en el que los sujetos son intangibles, una atrofia de lo individual, desbordado por la hipertrofia de lo cultural. Sólo a través de una socialidad a pequeña escala, añadiría Lipovetsky, permitiría al individuo sobresalir, hacerse ver en un magma más reducido, al precio de limitar el alcance de sus acciones. Por eso la cultura posmoderna se reduce al grupúsculo, renuncia a la expansión, prefiere el ámbito de la proximidad, de la inmediatez.