Grandes, gordos, mayoritariamente barbudos, cincuentones rebosantes de colesterol y enrojecidos no de ideología, sino con marisco y fabadas, los actuales lideres sindicales deberían ser relevados si sus bases quieren evitarle a UGT y CCOO un infarto mortal.
En la cabeza de las manifestaciones, antes y después de la huelga del 20-J, solo había heroicos antifranquistas, como si Franco no hubiera muerto hace 27 años, Zapatero, que iba de compromiso, y pintorescos modelos de curilla saltarín, como Gaspar Llamazares. Pero ningún joven.
Los jóvenes concienciados buscan otros ámbitos, y muchos se hacen antisistema, peligrosa mezcolanza de ultraizquierda y ultraderecha, que propagan de ciudad en ciudad en su turismo revolucionario; pero, al menos, están más convencidos de su causa que los viejos glotones.
Esta es la principal responsabilidad de los sindicalistas subvencionados, como tantas ONG que viven de los presupuestos gubernamentales: para quedarse con todo lo que les echaban por aceptar humillantes acuerdos laborales, dejaron tranquilo a Aznar durante seis años, y no han querido renovarse con jóvenes cuya ideología, ahora, es un caos difícil de reorganizar.
Por ahí siguen tales comilones, haciendo la gimnasia sindical de huelgas pitufas, mientras continúan cebando sus untuosas panzas y llamando puño en alto a ponerse “en pie, famélica legión”; ellos, unos burócratas que, afeitados y con puro, frac y chistera, serían los banqueros de los chistes.
El drama es que los jóvenes desempleados o mal pagados no tienen a nadie razonable en quién depositar sus esperanzas, exigencias y dignidad.