En la edición del serial, pudimos ver desde nuestra cabina cómo acomodaron el juicio en la Causa N°1 del general Arnaldo Ochoa. Recuerdo que nuestro editor tenía fama de ser uno de los mejores en el oficio, y reconoció que el militar que lo hacía en la otra cabina era excelente. Por ejemplo, en las escenas donde el Fiscal de la República o Raúl Castro le hablaban a él directamente, suplantaba su rostro airado, a veces su sonrisa irónica, y lo mostraba cansado, hastiado y hasta quizá drogado, haciéndolo aparecer avergonzado de lo que le decían el Fiscal o Raúl, como alguien que reconocía que se había equivocado, y se lo merecía.
Aquello que viví junto a Lilo –y que quizás fue la primera injusticia a la que asistimos como testigos– fue simiente de rebeldía. Tragamos aquello, y –en la juventud, con veinte años– puede que haya despertado nuestras conciencias. Casi treinta años después, los principios nos han hecho entrañar más el orgullo de ser amigos, a pesar de las distancias geográficas.
Recuerdo esos años de desarrollos humanos y artísticos, donde compartimos sus obras de teatro y mis cuentos. Tomados de la mano del duende perseverante, fuimos a proponerle personajes a Lili Rentería, a Jacqueline Arenal, quien rechazó un personaje de princesa porque prefería ser la bruja. Una vez, en los Festivales de Humor “Aquelarre”, estaba con mi pareja intentando conseguir acceso y, cuando parecía que ya era imposible por todo el púbico que aún quedaba afuera, vi pasar a Lilo en una fila de cinco personas que le abrían paso entre el tumulto contenido por policías y sogas. Lo llamé y se detuvo con una sonrisa que aún ahora –al recordarla– me emociona; ya no tuve que decir más, me tomó por el brazo y me puso delante de él.
Siempre fue así de entregado; creo que las penurias vividas nos han puesto en el mismo bando, pues siempre he reconocido que tuve una niñez llena de miseria, mi madre –sola– crió cinco hijos, y a veces teníamos que ir a la escuela con huecos en los zapatos, o en los inviernos, quedarnos dentro de la casa porque no teníamos abrigos.
Escena de “La muerte del gato” con Albertico Pujol.
Jamás olvidaré que Lilo, cuando decidió hacerse artista, lo primero que comprendió es que no podría alcanzar sus sueños en su natal y querida Nuevitas, por lo que “enloquecido”, llegó a La Habana sin conocer a nadie; esa fue la gran asignatura de su vida, pues dormía en las funerarias o se infiltraba en las piscinas de los hoteles para bañarse. Su primer gran triunfo fue conseguir trabajo en el Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT); su segundo triunfo fue un alquiler en el edificio que colinda con la Catedral, en La Habana Vieja. Era una pequeña habitación sin baño ni cocina, que él celebraba como si viviera en un palacete. Entrar en esa ciudadela era como arribar a un gigantesco hormiguero. El baño era colectivo y Lilo me contó que cuando las mujeres se bañaban, los maridos tenían que protegerlas para que no fueran fisgoneadas. La ciudadela que Lilo recrea en su corto “La muerte del gato”, está basada en aquella donde vivió, muy cerca de su amigo Raúl Guerra, donde me llevó una vez a escuchar su maestría; allí también conocí a su hija, que estaba en ese intervalo de abandonar la niñez y entrar en la adolescencia, y que luego sería esa excelente escritora que es hoy Wendy Guerra.
Acompañar a Lilo Vilaplana, en cubanía, arte, amistad y oposición a la dictadura, es uno de los mejores regalos que la vida me haya regalado.