"Limpia, fija y da esplendor" Por qué este lema en la RAE

Publicado el 04 marzo 2011 por Desequilibros

Escudo de la R.A.E.

No habrá muchos ciudadanos ignorantes del lema de la Academia: es raro, al referirse a ella, que no se eche por delante ese octosílabo métrico, según el cuál, la Institución creada por el marqués de Villena en 1713, limpia, fija y da esplendor al idioma.
Tal mote (que muy bien parece publicidad de algún detergente, según gracioso distamen del académico electo Antonio Muñoz Molina), junto con el crisol al fuego, figura desde entonces en todas las publicaciones académicas.
Fue temprana precocupación de los fundadores la de dotarse de un emblema, como correspondía a una Corporación instituida por el rey, y, por tanto, con alguna ínfula nobiliaria.
Era asunto que urgía, y a tal fin, se convocó un concursillo interno de ideas: hasta veintiséis fueron los proyectos aportados, y, al fin, mediante votación unánime, triunfó el del crisol.
Alguna historia de la Corporación, que las actas no confirman, lo atribuyen a D. José de Solís, conde de Montellano, que lo habría presentado con este otro impresionante lema: "Con el ocio, lo lucido desluce, rompe y luce", inmediatamente sustituido por el aprobado.
Y menos mal, porque el otro proyecto finalista, lindo de veras, consistía, según el acta de once de noviembre de 1714, en "una abeja volando sobre un campo de diversas flores", con la leyenda "Aprueba y reprueba".
Conocido el París el emblema académico, nada menos que el entonces influyentísimo Journal des savants, leído en toda Europa, incluidos los savants españoles, infringió un varapalo sensacional al instituto madrileño: ¿es que no saben esos señores -venía a decir- que el crisol tiene la función contraria a la de fijar, porque sirve para liquar sólidos tan cmpactos como son los metales?
Escoció a los académicos, entregados ya a la impresionante tarea del Diccionario de Autoridades, aquella objeción de los altivos franceses, y se tomó el acuerdo de defender a la Academia de la imputación mediante argumentos expuestos en un discurso impreso que tratara de su historia, el cual no llegó a aparecer hasta 1726, formando parte del proemio que precedía al primer tomo del Diccionario.
Allí, de refilón, según el acuerdo académico, se hace notar la evidencia: que el metal representa las palabras, y el crisol, en trabajo de la Academia, "que las limpia, purifica y da esplendor". En cuanto a fijarlas, bien se entiende que se realiza tras sacar el crisol del fuego y examinarlas. Los savants franceses, pobres, ignorar que sólo haciéndolos pasar por la ardiente vasija o por "el martirio de la copela" puede extraerse de los minerales la escoria. “Y entendidas así empresa y mote, no podrá negarse que, en el todo de uno y otro, está significado con rigurosa propiedad el asunto de la Academia.”
Tal era, en efecto, el asunto de la Academia entonces, según pensamiento compartido por los beneméritos ciudadanos que la idearon. Se trataba de una creencia antigua (arranca de los gramáticos alejandrinos, y había dejado huellas en Nebrija), según la cual los idiomas evolucionarían hasta un momento de plenitud, tras el cual, si no se había logrado fijarlos, les sobrevendrían inexorables la ruina y la extinción. El español, pretendían aquellos eruditos congregados por Villena en su palacio de la plaza de las Descalzas, ha llegado a su apogeo en los siglos XVI y XVII, y había que consagrarlo en un diccionario comparable a los de Italia y Francia (luego, sería mejor).
¿Y qué idioma había que fijar? Justamente el usado por escritores de tales centurias, calificando de anticuadas las voces ya amortizadas, añadiendo los vocablos “provinciales” arraigados en sus respectivas provincias, y los extranjerismos avecindados en España, aunque fueran recientes; y bien se cuidad de señalarlo en casos como cantarían, danzarín, saltarín, procedentes del italiano; o en el de los galicismos bayoneta, metralla, gabinete ... Les molestan invenciones como inspeccionar por averiguar, y el “barbarismo” pontificar en lugar del sublime giro presidir a la Iglesia universal. Censuras y rechazos de ese tipo pertenecían a la acción de limpiar, que, como veremos, se desempeñaba con la irregularidad impuesta a tal misión por quienes tienen la potestar de hacer y deshacer: los hablantes.
Y estaba la tercera misión que la Corporación se imponía: la de dar esplendor. Resultaba de las dos anteriores: una lengua depurada de vulgarismos y novedades injustificadas, y definitivamente fijada en su momento mejor, luciría como mármol bruñido. Los académicos no pretendían ser ellos quienes dieran lustre al idioma con sus obras: en general, eran modestos humanistas, y de sólo uno, Gabriel Álvarez de Toledo, se sabe que era poeta.
Bien está que el célebre emblema se recuerde tanto; pero sabiendo que obedece a un momento europeo convencido de que todo, incluido algo de libre propiedad colectiva como es el idioma, podía ser sometido a normas rigurosas. Convendría, sin embargo, que la atención se desviase de una vez hacia la misión que asignan a la Corporación los Estatutos aprobados por el Gobierno y sancionados por el Rey, hace dos años. Dice así el artículo primero: “La Real Academia Española tiene como misión principal velar por que los cambios que experimente la Lengua Española en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico. Debe cuidad igualmente de que tal evolución conserve el genio propio de la lengua, tal como éste ha ido consolidándose con el correr de los siglos, así como de establecer y difundir los criterios de propiedad y corrección, y de contribuir a su esplendor”.
Puede advertirse de qué modo matizado asume hoy la Corporación su lema: limpiar se resuelve en procurar que los cambios, necesarios y constantes en el idioma, no desdigan de su secular naturaleza. Asume el encargo originario de establecer y hacer conocer – más adelante el Estatuto advierte que junto con las Academias americanas – mediante su Diccionario y su Gramática, los criterios de corrección y propiedad, que, en una lengua cambiante, nunca pueden ser fijos.
Y, por fin, se le encomienda contribuir al esplendor del idioma, se entiende que en concurrencia con todos cuantos, hablando y escribiendo, contribuyen a ese esplendor.
Pero a esos fines se antepone otro que los académicos dieciochescos no podían prever, y calificado de principal por los Estatutos: el de velar por que el español pueda seguir siendo mucho tiempo más la lengua con que una parte enorme de la humanidad ha escapado a la maldición de Babel.»
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• Un 4 de marzo, de 2004, falleció D. Fernando Lázaro Carreter, en cuyo homenaje transcribimos este "Dardo".
• RAE Spanische Realakademie.• Artículo original publicado en ABC, el 5 de agosto de 1995, página 3. (pdf)