La primera década del presente siglo ha contemplado un avance espectacular en la investigación en neurociencias como consecuencia de la disponibilidad de nuevas y más avanzadas técnicas de neuroimagen. Pero, salvo contadas excepciones, los profesionales de la psicología del desarrollo han mostrado un cierto escepticismo e impermeabilidad ante los descubrimientos provenientes de ese campo.
Ese escepticismo y rechazo inicial ha empezado a resquebrajarse, y cada vez son más los investigadores que empiezan a volver la vista hacia las aportaciones neurocientíficas como una vía para conocer mejor el desarrollo y comportamiento humano. Un ejemplo de este interés es el monográfico o debate aparecido en el último número de la revista Infancia y Aprendizaje, en el que la profesora de la Universidad de la Laguna, María José Rodrigo, realiza una excelente revisión de los últimos avances en ese campo, comentada por otros profesores españoles.
Aunque este debate persigue el objetivo de combatir algunos prejuicios y fomentar el interés por estos temas entre profesionales e investigadores de España y Latinoamérica (que son los lugares a los que más llega la revista), los textos han sido publicados en inglés.
Como tuve la suerte de ser invitado a participar en el debate, coloco en esta entrada la versión original de mi aportación, redactada en castellano antes de ser traducida al inglés, para que la mayoría de lectores castellano-parlantes puedan leerlo en su lengua materna.
El enorme poder de atracción de las imágenes cerebrales
Parece que después de mucho llamar a la puerta los hallazgos provenientes de campos como la genética o las neurociencias empiezan a tener eco entre los investigadores del desarrollo humano, ya que la mayoría de teorías formuladas por los psicólogos evolutivos a lo largo del siglo pasado prestaron poca atención a esas aportaciones. Aunque esta negligencia puede ser debida en gran parte a la escasez de datos que existía sobre la organización estructural y funcional del cerebro (Cicchetti y Thomas, 2008), también hay que reconocer una clara resistencia por parte de muchos psicólogos evolutivos, y no evolutivos, a los planteamientos de corte biologicista, como la genética de la conducta, la etología, la psicología evolucionista o la neurobiología.
Durante los años 70 el enfrentamiento entre los defensores de plantamientos ambientalistas y quienes admitían que ciertos comportamientos humanos tenían cierta base instintiva fue muy encarnizado. Cuando algunos autores como el psicólogo Richard Herrnstein, o los etólogos E.O. Wilson o Richard Dawkins plantearon la heredabilidad de algunos rasgos y comportamientos y la existencia de una naturaleza humana modelada por la selección natural, recibieron críticas desmedidas que sobrepasaron los límites del debate que suele ser habitual en el terreno académico: las acusaciones de fascistas y racistas, las difamaciones y distorsiones de sus planteamientos teóricos o los boicots a sus conferencias en los campus universitarios se convirtieron en algo relativamente frecuente. Estos ataques tenían un trasfondo claramente político, ya que las propuestas psicológicas más ambientalistas siempre encontraron una buena acogida por parte de una izquierda ideológica que precisaba de una naturaleza humana que pudiera ser modificada para poder aceptar un cambio de sistema político y social. Como había afirmado Trotsky “Producir una nueva y mejorada versión del hombre es la futura tarea del Comunismo”, por lo que todo cuanto supusiera un límite a esa modificabilidad suscitaba muchos recelos. Con esos antecedentes no sorprende demasiado que Stalin llegase al extremo de prohibir la genética y a encarcelar por contrarrevolucionarios a muchos genetistas. También había una actitud muy moralizante en quienes negaban la existencia de una naturaleza humana instintiva, ya que consideraban que atacando al innatismo iban en contra del racismo, el sexismo o las desigualdades sociales. Esta actitud de rechazo se generalizó entre muchos investigadores y profesionales de la intervención psicosocial cercanos a la izquierda ideológica, y todavía hoy resulta políticamente incorrecto reconocer algunas de las implicaciones de la evolución darwinista, como, por ejemplo, que hombres y mujeres tienen naturalezas distintas.
Desde el otro lado del espectro ideológico también se hizo un uso político de los planteamientos biologicistas, sobre todo de los que apuntaban a la heredabilidad de algunos rasgos humanos, como la inteligencia. Estas tesis fueron esgrimidas por quienes defendían el recorte de los fondos que el gobierno de Estados Unidos dedicaba a los programas compensatorios, como el Head Start, que tenían el objetivo de prevenir el fracaso escolar de niños de minorías desfavorecidas.
El rechazo a tener en cuenta los hallazgos provenientes de áreas de investigación que defendían el papel de los genes, las explicaciones evolucionistas o las bases cerebrales del comportamiento humano empezó a disminuir como consecuencia de algunas aportaciones muy interesantes. Pensemos, por ejemplo, en el papel de la etología en la formulación de la teoría del apego (Bolwby, 1969), o en las aportaciones de la genética de la conducta referidas a las correlaciones entre herencia y medio o a la diferenciación entre medio compartido y medio no compartido (Oliva, 1997). Pero lo que ha hecho que empiecen a caer definitivamente las murallas que mantenían estos enfoques fuera del área de interés de los estudiosos del desarrollo infantil han sido los resultados ofrecidos por los estudios que emplean técnicas de neuroimagen. Son esas hermosas fotografías coloreadas del cerebro en acción, conseguidas mediante técnicas de resonancia magnética funcional (fMRI), las que han conseguido, en pocos años, lo que no lograron muchos años de trabajo continuado por parte de muchos genetistas y neurobiólogos. Hoy día todos nos sentimos seducidos por esas atractivas imágenes, y los estudios de neuroimagen tienen una enorme presencia en las revistas especializadas. Así, al margen de las revistas dedicadas exclusivamente a esta temática, tales como Braing Imaging and Behavior, otras como Development and Pyschopathology o Biological Psychology le han dedicado números monográficos durante 2008. Pero, además, también en libros y revistas de divulgación, e incluso en la blogosfera, cada vez son frecuentes las referencias a los hallazgos neurocientíficos. Aunque desde hace años se disponía de técnicas similares, como la positron emision tomography (TEP), no eran adecuadas para su uso con niños y adolescentes porque se basaban en isótopos radioactivos. Sin embargo, las fRMI pueden emplearse a partir de los 6 años, edad a la que la mayoría de niños y niñas son capaces de realizar las tareas encomendadas mientras permanecen en un espacio casi cerrado durante una media hora.
Es cierto que las técnicas de fRMI no pueden emplearse con niños pequeños pero, como han señalado Sadato, Morita e Itakura (2008), la investigación directa del funcionamiento cerebral en niños no es la única forma efectiva de estudiar el desarrollo cerebral. Así, la combinación de los conocimientos provenientes de la neurociencia cognitiva y la psicología evolutiva con la utilización de fRMI con adultos puede ser de mucha utilidad para inferir el desarrollo madurativo de algunas áreas cerebrales durante la infancia, como han propuesto estos autores en relación con el desarrollo de la autoconciencia y el auto-reconocimiento en niños pequeños.
No obstante, es muy probable que el desarrollo de nuevas tecnologías permita aplicar en el futuro inmediato técnicas de neuroimagen incluso a bebés. Near-infrared spectroscopy (NIRS), that utilizes near-infrared light and could be applicable to infants in naturalistic conditions, is one of the most promissing approaches for use in infants (Aslin and Mehler, 2005).
Los logros en el campo de las neurociencias han ido de la mano de los logros también espectaculares en el campo de la genética, que han supuesto un paso adelante con respecto a los métodos clásicos de la genética de la conducta. Hoy día la combinación de técnicas de neuroimagen y genética molecular permite, no sólo comparar las diferencias psicológicas y comportamentales entre sujetos que muestran diferencias alélicas en algunos genes concretos, como hicieron Caspi et al. (2002) en su estudio sobre el papel del gen de la monoamine oxidase A (MAOA), sino también comparar mediante técnicas de neuroimagen la estructura o actividad cerebral de grupos de sujetos genéticamente diferenciados, en lo que se ha venido a denominar Imaging Genetics (ver el monográfico dedicado a estas técnicas por Biological Psycology en 2008 ). Esta nueva área de conocimiento sustituye los rasgos comportamentales por la activación cerebral como variable fenotípica a relacionar con las diferencias genéticas. La Imaging Genetics utiliza también estudios de gemelos, con diferente grado de similitud genética, lo que permite analizar tanto las influencias genéticas como las ambientales sobre ciertas funciones cerebrales (Wolfensberger et al. 2008). No obstante, los estudios con gemelos tienen sus limitaciones, ya que no identifican la influencia de genes concretos, por lo que el enfoque más utilizado se basa en analizar la asociación entre las variaciones en un gen y los cambios en la estructura o en la función cerebral medida mediante técnicas de resonancia magnética. Los genes seleccionados para ser estudiados suelen ser aquellos que están implicados en el metabolismo, liberación o recepción de neurotransmisores que, como la dopamina o la serotonina, están relacionados con funciones emocionales y cognitivas. También son candidatos aquellos genes vinculados con la génesis y el desarrollo cerebral, por ejemplo, con la maduración del circuito de atención ejecutiva o con el volumen de la materia gris en la corteza prefrontal. Por lo tanto, lo que se persigue con esta metodología, que combina las técnicas de neuroimagen con las genéticas, es detectar los procesos cerebrales que median la relación entre las variaciones genéticas y las diferencias comportamentales.
Uno de los genes más estudiados es el DRD4, que está relacionado con la recepción de la dopamina, neurotransmisor involucrado en los procesos de la cognición, la conducta y las emociones, y que juega un importante papel en el desarrollo de la corteza prefrontal. Así, los menores que poseen las variantes 7-repetido y 521T de dicho gen tienen una probabilidad 10 veces mayor de presentar un apego desorganizado (Gervai et al., 2005). Además, el sistema de recepción de la dopamina está asociado a problemas como el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), la esquizofrenia o las adicciones, lo que ha llevado a Bernier y Meins (2008) a plantear que la combinación de un trato parental claramente inadecuado con la posesión de ciertas variaciones del gen DRD4 coloca a los menores en una situación de mucho riesgo de desarrollar algunos trastornos psicológicos y psiquiátricos, cuya primera manifestación sería el apego inseguro desorganizado.
Otros genes que también se han asociado a conductas sociales disfuncionales son el DRD2, relacionado con la recepción de dopamina, y el HTR2A vinculado a los receptores de serotonina. En un estudio con sujetos adultos, el primero de estos genes mostró relación con la ansiedad o ambivalencia en el modelo de apego, mientras que el segundo se asoció a la evitación (Gillath, Shaver, Baek y Chun, 2008).
A pesar de las prometedoras perspectivas que las técnicas de neuroimagen abren para el estudio del cerebro y del desarrollo humano no faltan quienes se muestran escépticos y alertan sobre sus limitaciones (Bloom, 2006; Dobbs, 2005; Logothetis, 2008; Hunt y Thomas, 2008; Shermer, 2008). Como han comentado algunos de estos autores, aunque pudiera pensarse que la resonancia magnética ofrece fotografías directas del cerebro en acción, no hay que olvidar que se trata de imágenes creadas mediante complejos cálculos estadísticos por un sofisticado software a partir de multitud de datos recogidos. Además, tras la recogida de los datos, los investigadores deben realizar ajustes para corregir desviaciones en función del tamaño cerebral, los movimientos de la cabeza del sujeto o la localización de ciertas estructuras cerebrales, por lo que pueden surgir errores e imprecisiones en todo este proceso. Por otra parte, la coloración tiende a magnificar las diferencias en activación entre distintas estructuras cerebrales, y es posible que la actividad de núcleos formados por un reducido número de neuronas pase desapercibida en la imagen final y, lo que es más importante, la actividad neuronal que detectan las imágenes no siempre resulta fácil de interpretar, ya que puede obedecer a diversas razones bien diferentes. En algunos casos incluso resulta complicado saber si se trata de procesos excitatorios o inhibitorios, lo que puede llevar a interpretaciones bien diferentes sobre los mecanismos cerebrales y psicológicos implicados en una determinada tarea. También, hay que señalar que a pesar de que la idea de las redes neuronales interconectadas es más aceptada entre los neurocientíficos que la de los módulos mentales –aunque ambas propuestas son perfectamente compatibles compatibles- , las imágenes cerebrales inducen a pensar que el cerebro está formado por una serie de módulos encapsulados, generando lo que Dobbs (2005) llegó a definir como nueva frenología.
La crítica más reciente a los estudios en el terreno de las neurociencias ha sido planteada por Vul, Harris, Winkielman y Pashler (en prensa), quienes han apuntado que muchas de las correlaciones entre medidas del funcionamiento cerebral mediante técnicas fRMI y rasgos comportamentales, evaluados mediante cuestionarios, son tan altas que son prácticamente imposibles, ya que incluso superan los índices de fiabilidad de las medidas correlacionadas. El estudio llevado a cabo por estos autores, mediante entrevistas realizadas a investigadores en este campo, encontró importantes problemas metodológicos en la mayoría de estudios realizados, que suponían que muchos de los coeficientes de correlación estaban inflados sobre su valor real. Teniendo en cuenta que muchos de estos estudios tenían muestras muy reducidas y escasa potencia estadística, es probable que sin ese aumento artificial muchas correlaciones no hubiesen alcanzado el nivel de significación estadística.
A pesar de todas esas limitaciones, muchas de las cuales serán resueltas en los próximos años, es indudable que las técnicas de neuroimagen seguirán aportando datos sobre la actividad cerebral muy relevantes para comprender mejor el desarrollo durante la infancia y la adolescencia. Es cierto que suponen un cierto reduccionismo, pero que puede resultar necesario para la elaboración de modelos y teorías explicativas con cierta precisión. Al fin y al cabo, los conceptos psicológicos no dejan de representar también modelos aproximados, tan especulativos o más que los construidos a partir de los datos neurobiológicos.
No obstante, hay que ser aún prudentes con muchos de los hallazgos neurocientíficos, pues es muy probable que, en la medida en que se vayan perfeccionando las técnicas de neuroimagen, surjan nuevas explicaciones, no siempre coincidentes con las anteriores, de algunos comportamientos como consecuencia de los nuevos datos disponibles. Por ejemplo, en relación con las conductas de asunción de riesgos durante la adolescencia, los primeros estudios apuntaban a un déficit de activación en el sistema mesolímbico de recompensa que llevaba al adolescente a compensar el déficit asumiendo más riesgos para conseguir la misma sensación placentera; sin embargo, las investigaciones más recientes apuntan a todo lo contrario: una hiperactivación de dicho sistema (Oliva, 2007). Algo parecido puede ocurrir con respecto a la conducta antisocial, ya que aunque, como Rodrigo recoge en su artículo, los estudios diferencian entre dos tipos de sujetos agresivos, unos con baja reactividad emocional y escasa empatía, y otros con una alta reactividad emocional y una deficiente regulación o control de esas emociones negativas (Crowe y Blair, 2008), un estudio reciente complica algo más el estado de la cuestión, al apuntar que algunos youth with aggressive conduct disorder muestran una activación mayor del sistema de recompensa ante la contemplación del dolor ajeno, lo que equivale a decir que sienten placer (Decety, Michalska, Akitsuki y Lahey, 2008).
Ciertamente, las técnicas de neuroimagen producen unas imágenes muy hermosas de las estructuras y funciones cerebrales, y está más que justificado el enorme poder de atracción que ejercen sobre muchos investigadores de diversos campos relacionados con el comportamiento humano. Es bastante probable que con la mayor accesibilidad a estas técnicas cada vez sea mayor el número de investigadores que se decidan a incorporar los datos neurobiológicos a sus diseños de investigación sobre el desarrollo en la infancia y la adolescencia. Pero, también es preciso seguir trabajando con técnicas clásicas que a lo largo de las últimas décadas han demostrado su utilidad para el estudio del comportamiento humano y los procesos psicológicos subyacentes. De la convergencia de los datos procedentes de estudios que empleen distintas metodologías surgirá una mejor comprensión de los procesos implicados en el desarrollo psicológico de niños y adolescentes