Entré dos veces en la cocina, aunque a Él no le gusta que le anden por sus terrenos, que prefiere estar solo y concentrado en guisos y el sonido de las cucharas de madera en sus cazuelas. Había abierto la pequeña ventana junto a la encimera para dejar que entrara el olor. Huele a tierra mojada, Negre, ¡cómo me gusta!, así que hoy comíamos arroz con sabor a lluvia y hondura de tierra, que cuando hay aroma a mojado es como volver a nuestros ancestros, creo, y recordar que una vez tuvimos un tótem y una Gran Madre Tierra. No sé si es lo mismo, pero cuando los terrones de la dehesa se empapan, es que algo está cambiando y huele a negro, a hondo y a dulce.
Claro que la lluvia le mojó sus cristales, los que limpió, todos, esta semana, con afán para aprovechar el buen tiempo, pero bien sabía Él que después llovería y quedarían sólo sobre el terreno transparente las hileras de carreras de gotas. Se ha salpicado su obra y ahora vemos como en un cuadro puntillista. La lluvia me lleva, entonces, de la mano a los cuadros impresionistas que le gustaban a mi amiga Pilar, de la que hace muchos años que no sé nada, pero que en su momento fue importante.
Voy a dejar secar la bandera en la entrada de mi casa. No sé si tenderla cuando se aparten las nubes. Igual es una provocación. Y eso me gusta, claro.