Lluviosa tarde de trabajo

Publicado el 24 septiembre 2022 por Viriato @ZProvincia

Eran las diez con cuarenta de la noche, y yo aún rondaba en mi oficina, haciendo resonar mis tacones estridentes en el desolado piso veinticuatro de la torre empresarial.
En aquella planta, tan solo, dos compañeros y mi jefe continuábamos terminando nuestros pendientes del día. La noche abrazaba con su frío manto la vertical estructura de acero forrada de cristal, y la lluvia comenzaba a caer precipitándose con fuerza sobre los grandes ventanales. Aun así, no había prisa ni ansiedad por salir esa noche. Bien había aprendido que más valía desvelarse un poco para terminar los pendientes del trabajo, antes que madrugar al día siguiente para tener que finalizarlos con las prisas encima.
El ambiente desolado era tan tétrico como romántico. El clásico silencio de oficina en el que solo se escuchan las maquinas trabajando, los teclados escribiendo y las impresoras tiñendo de tinta las blancas hojas tamaño carta, ahora era reemplazado por el feroz aguacero que arremetía a la hermosa y caótica Ciudad de México.
Sobre mi escritorio, cerré la carpeta donde había archivado los últimos documentos del día, a reserva que los tendría que utilizar el día siguiente. Caminé sobre la alfombra de mi oficina, tan solo cuatro pasos hasta llegar a un archivero postrado en la esquina, donde me agaché doblando las rodillas un poco, para colocarlos, asegurándome que reposaran cómodamente dentro de su respectiva carpeta color verde esmeralda, junto a sus símiles en aquella repisa.
Enseguida me reincorporé sin acomodarme la falda, pues ya no hacía falta, a esas horas del día ya nadie cuida su imagen. Mi jefe saldría mucho más tarde que yo, mi compañero no se asomaría de su oficina ni por accidente, y mi amiga, quien sería la única persona que me vería esa noche al despedirme de ella, seguramente no le importaría mi desfachatez.
Qué más daba mi falda entallada mal acomodada y arrugada, o mi camisa blanca desfajada, o mi cabello despeinado. Es más, que diablos les había de importar si por ejemplo me soltaba el cabello, desaprisionándolo de la apretada liga anudada todo el día tras mi nuca.
El cansancio había hecho mella en mí, aquella mujer empoderada que se había presentado esa misma mañana, desfilando entre los cubículos, haciendo martillar con fuerza sus feroces tacones a su paso. Ahora no era mas que una chica de oficina fatigada que añoraba por un buen sueño reparador, un momento para sí misma, o una simple reconfortante caricia.
Me senté sobre mi escritorio, tan solo un momento para tomar aire antes de partir de regreso a casa. Pero no pude. Mis piernas estaban destrozadas por soportarme todo el día en esos hermosos y sensuales zapatos de aguja.
Me tomé ese momento para masajearme un poco los pies, haciendo círculos con mis tobillos y acariciándome los muslos forrados con la tela de mis pantimedias, hasta mis piernas escondidas debajo de mi ceñida falda de oficinista renegada.
Finalmente me levanté de mi escritorio, apagué las luces de mi oficina cubriéndola bajo la oscuridad de la noche, y regresé a mi silla para tomar mi bolso, pero desvíe camino. En cambio, caminé lentamente en las penumbras hacía el vitral que daba a la calle, iluminándome únicamente por la luz de la luna y los relámpagos que destellaban de tanto en tanto, encantada con las gotas estampándose con enfado, desintegrándose y deslizándose con melancolía sobre el vidrio que comenzaba a empañarse debido a las temperaturas disímiles.
Algo en el ambiente me cautivaba, era aquella atmosfera húmeda y fría, ese silencio desolado opacado con el torrente ensordecedor golpeando la edificación. Era esa apacible tranquilidad, pero también era la extraña privacidad hogareña que surge naturalmente después de pasar un largo tiempo en el mismo lugar, como la que surgía ahí mismo, tras una larga jornada de trabajo.
Quizá se debía a la fatiga acumulada que me hacía alucinar, pero en ese momento me sentía en casa, ya no había trabajo por hacer, tan solo estaba yo y la furiosa tormenta de cómplice. Una extraña comodidad me acompañaba mientras me aligeraba un poco desabonándome un par de botones de la blusa, y luego un par más, no había diferencia, nadie se enteraría lo que ahí hacía.
Ahora, escondida en las sombras de mi oficina, los cristales empañados reflejaban mi silueta como si fuesen un espejo, debelando la redondez de mis pechos estrujados cruelmente por mi sostén de elegantes encajes, asomándose tímidamente por mi blusa abierta de par en par, mientras lentamente me terminaba de despojar de la blusa, para doblarla con tranquilidad y ponerla sobre mi escritorio.
Sabía que del otro lado la física reflectante de los vidrios sucedería a la inversa, pero no me importaba, en parte porque nadie podría verme, pero en realidad simplemente no me importaba porque era mi lugar y mi momento.
No sé porque lo hacía, pero me gustaba aquella complicidad y el exhibicionismo que me provocaba sexualmente, al hacerlo en mi lugar de trabajo, en donde la pasaba la mayor parte del día. Aunque sabía que dentro del edificio nadie me encontraría, no podía fingir esa excitante sensación de ser atrapada en cualquier momento, o quizá alguien podría estarme espiando desde los edificios contiguos, y me gustaba mucho.
Miré hacía el oscuro pasillo, donde los cubículos vacíos de mis compañeros aguardaban pacientemente para otro día de arduo trabajo, cuando regresarían aquellos sonidos de impresoras, teclados y el murmullo de los ejecutivos. Pero ahora, solo se escuchaba la lluvia acompañada de los atroces relámpagos en la noche.
Al fondo del piso, se lograba percibir la luz de la oficina de mi jefe, y a la izquierda, oculta en la perspectiva, podía ver las sombras de mi compañero dentro de su oficia fundiéndose con la oscuridad de la noche.
No podía fingirlo, ni omitirlo. Estaba sola. Como aquellas tardes de soledad en casa, aún mejor, sin familia que molestara, ni vecinos ruidosos o pleitos callejeros. Se sentía como un escape, una huida del todo, pese a estar en medio de una de las ciudades más concurridas del mundo, estaba extrañamente sola y en paz.
Nunca antes me había sentido tan tranquila y relajada, era como si el tiempo me perteneciera, mientras deambulaba en mi oficina. Podría ponerme más cómoda, pero no, nunca mis preciosos zapatos de tacón alto. En cambio, me llevé mis manos por detrás de mi cadera para desabotonar mi falda y enseguida hacer deslizar la cremallera, liberando a mis piernas de su prisionera tela al dejarla caer al suelo alfombrado de color gris frío, frío como la mismísima noche que iluminaba mis hermosas zapatillas pateando mi falda hacía un rincón.
Con toda tranquilidad me senté nuevamente en la esquina de mi escritorio, esta vez podía sentir la helada madera plastificada en la piel desnuda de mis piernas y la de mis nalgas, que mi lencería no alcanzaba a proteger. Como mis pies quedaban volando, me permitía juguetear con ellos mientras separaba poco a poco mis muslos, abriéndome de piernas frente a aquella luna como única confidente.
Suspiré, y me dejé abrazar por las carisias de mis manos que lentamente recorrían la piel desnuda de mis pechos, cintura y piernas, acariciándome sobre la estorbosa e incómoda lencería de encajes lastimando la delicada piel de mis zonas íntimas, donde llegaban mis delgados dedos esmaltados de color rojo.
A penas rosé sutilmente por encima de mis bragas, y mi cuerpo se estremeció en un poderoso escalofrío que me recorría cada centímetro de mi ser, erizándome la piel expuesta ante la helada noche.
No perdí tiempo y de inmediato comencé a hacer círculos sobre mi pubis, estimulando mis labios mayores sobre mis húmedas bragas trasparentes, cuya delgada tela me permitía sentir toda esa humedad restregándose en la sensible piel de la parte más íntima de mi cuerpo.
Aunque no tenía ninguna prisa, tampoco podía seguir postergándolo demasiado, estaba realmente caliente, sabía que tendría un gran orgasmo y lo gozaría como nunca. Mi respiración comenzaba a agitarse, sentía cómo mis pechos se inflamaban poco a poco, al paso de mis manos acariciando mi piel, comenzaba a perderme en mis caricias, pero en ese momento cesó la lluvia.
Aquel diluvio que ensordecía mi oficina, ahora era una ligera llovizna que acompañaba con pequeños golpecillos en aquel vitral, por lo que no pude evitar sentirme un poco nerviosa. Era como si de alguna forma, la tormenta me estuviese protegiendo de la realidad y ahora me hubiese abandonado.
Me puse de pie nuevamente, aunque la atmosfera había cambiado un poco, no había nada que me inquietara, ni siquiera en casa me había sentido con tanta confianza. Inclusive me atreví a asomarme al pasillo, posándome orgullosa frente al cristal que limitaba mi oficina, al tiempo que me desabrochaba mi sostén para quitármelo con toda naturalidad. Enseguida, regresé a mi escritorio caminando con extrema sensualidad sobre mis tacones altos, mis pantimedias a medio muslo y mis mojadas bragas.
De mi silla tomé mi bolso, y de él saqué mi fiel amigo y confidente orgásmico; un consolador de veinticinco centímetros, color piel y textura realista, el cual, con toda alevosía había guardado esa misma mañana. Engreída, lo lamí un poco con exceso de pasión, como si alguien me estuviese juzgando por que le diera la más experta chupada, y enseguida lo acoplé con la succión de su copa, en el enorme vitral que daba a hacía los edificios colindantes de la bella ciudad, húmeda como yo.
Me di media vuelta, y así como si estuviese esperando que alguien me cogiese por detrás, me arrimé hacía el pito artificial poniéndome en cuatro a media altura, restregándomelo entre mis nalgas, antes de apartar un poco mis bragas para juguetear con él, frotándomelo en mis labios calientes e inflamados.
No me importaba que alguien pudiese verme, de hecho, lo quería, aunque era muy difícil que se pudiese percibir mi figura detrás del cristal empañado y, además con las luces apagadas. Aun así me gustaba imaginarme que algún afortunado burócrata estaría saliendo tarde en alguno de aquellos edificios, voltearía hacía mi oficina, y me vería ahí, empotrándome en mi consolador, restregando mis nalgas en el vidrio frío, hasta dibujar sobre él, la redondez de mi blanco trasero con el paño del agua condensada sobre él.
Realmente lo estaba gozando mucho, aquel consolador se deslizaba con gran facilidad dentro de mi mojada conchita, mientras me balanceaba en un sensual vaivén con mis caderas, estampando mis nalgas en el ventanal, al tiempo que me restregaba mi clítoris fuertemente con mis dedos medios, como si tuviese límite de tiempo para hacerme venir.
Estaba tan complacida que comencé a gemir un poco. Intentaba censurar mis labios, pero no era suficiente para evitar que me hiciera escuchar en toda la oficina.
Pronto, el acuoso sonido del agua escurriendo en los vitrales del edificio, comenzaban a mezclarse con el chapoteo de mi lubricada vagina deslizándose sobre mi pene de plástico, al tiempo que me lo metía y sacaba del interior de mi cuerpo.
Así seguí hasta que me cansé de menear las caderas en tan incómoda posición. Entonces, me saqué el consolador y lo desempotré del vidrio. Intenté colocarlo sobre el suelo solo para darme cuenta de mi estupidez, pues no había manera de aferrarlo a la alfombra, por lo que me decidí a colocarlo sobre la madera plastificada de mi escritorio, donde la succión del juguete lo afianzaría firmemente para poderme penetrar a gusto.
Sin embargo, el escritorio estaba muy alto, por lo que me tuve que subir por completo sobre él, intentando no resbalar al posar mis zapatos de tacón en la resbaladiza superficie. Me sentía como una loca trepada ahí arriba, hasta que me acomodé en cuclillas para ensártame el falso pene nuevamente, entonces no pude pensar en otra cosa más que en mi propio placer.
Mi corazón bombeaba fuertemente; por un lado, estaba realmente excitada como nunca, mientras me complacía metiéndome mi consolador una y otra vez sobre mi escritorio. Pero, al mismo tiempo, estaba plenamente consciente del lugar donde lo estaba haciendo, y ni siquiera me atrevía a pensar en la escena que se haría si alguien me pillase en ese momento. Desnuda, montada sobre mi escritorio y masturbándome como una zorra, sentándome una y otra vez sobre mi gran pito realista de plástico.
Sin embargo, era justamente aquel temor el que me tenía con ese nivel de excitación. ¿Qué pasaría si alguien me descubriese? Además de las consecuencias laborales, sociales, mi reputación y mi potencial despido, ¿qué más podría pasar? Es decir, ya entrada en el pecado, que más daba aprovecharlo.
Me imaginaba a mi jefe entrando en mi oficina, y la cara de sorpresa que tendría al verme en esa situación. Seguramente me daría mi espacio respetuosamente, o quizá me reprendería. Pero ¿y si yo no me detuviese? ¿Qué pasaría si continuara dándome placer frente a él? Quizá me miraría cual voyerista, o quizá se atrevería a participar.
Aunque es casado, ningún hombre se resistiría a una oportunidad así, con una mujer joven y hermosa como yo. Después de todo él es mi jefe y no habría chantaje alguno, así, con esa misma complicidad, yo podría asegurar mi trabajo y él una buena follada. Ganar-ganar. ¿No?
Fantaseaba casi recreando su presencia en la puerta, mientras continuaba penetrándome a un buen ritmo placentero, acompañando las sentadillas con unas suaves y firmes caricias en mi clítoris para complacerme todavía más.
Pero, ¿me atrevería? ¿En verdad sería capaz de destruir un feliz matrimonio ancestral solo por mi estúpida caletera? ¿Y por qué no? Aunque mi jefe me lleve casi vente años, no esta tan mal, es decir, sus años buenos atrás han quedado, pero se conserva muy bien y un tanto en forma. ¿Por qué no? Sería solo una aventura, solo una vez, únicamente en aquella noche de placer y llena de humedad, tranquilidad y soledad.
Me perdía en mi fantasía, al tiempo que la fuerte lluvia regresaba con más intensidad. El ojo del huracán había pasado, y la tempestad arremetía con toda su furia nuevamente. Era como si le hubiesen abierto el grifo a la llave nuevamente. La feroz tormenta goleaba sobre las edificaciones de la gran urbe, donde una ardiente secretaria se masturbaba con placer sobre su escritorio, montándose un buen pene, aunque fuese de maquila.
El ambiente ensordecedor regresaba, era como aquellos días en los que me sentía protegida tan solo con cubrirme con las cobijas de mi cama. Exactamente era esa sensación la que me otorgaba la estridente lluvia que ensordecía cualquier otro sonido.
Entonces, saqué el gran pene de mi cuerpo y me senté sobre mi escritorio, ahora en el vértice de su lado más angosto, abriendo las piernas hacía la puerta de mi oficina. En seguida, continué masturbándome regresando el glorioso juguete hacía mi mojada cavidad, deslizándolo un poco más despacio, pero con más placer, al tiempo que me estimulaba mi clítoris persiguiendo aquel aclamado orgasmo que sentía ya, a punto de hacerme explotar.
Cobijada bajo la ruidosa tormenta, ahora me sentía con la confianza suficiente de expresar todo ese placer con eróticos gemidos sin censura, sin preocuparme por que alguien pudiese escucharme. -¡Mmm! -¡Hhaa! -¡Siiii! -Gemía cual puta, siendo censurada por la furiosa tempestad golpeando toda la edificación.
Ya a punto de hacerme terminar, uno que otro quejido se me escapaba lo suficientemente alto, como para que alguno de mis compañeros me escuchase. Pero ya no me importaba, estaba en las vísperas de mi delirante orgasmo, de esas veces que realmente pierdes la cordura a punto de venirte y que tu mente se dispara en un torrencial de locuras, en mi caso, imaginándome follando con mi jefe, o quizá con mi compañero, e inclusive, ya con el orgasmo en las fronteras de mi chorreante coño chapoteando entre el falso pene, entrando y saliendo con frenesí, fantaseaba con hacerlo con mi amiga y compañera, en una erótica escena lésbica dentro de mi oficina.
Entonces me dejé venir, por fortuna antes de que cometiera alguna otra estupidez sin remedio. Finalmente, aquel pene artificial estimulándome en las profundidades de mi cuerpo, y mi mano restregándose sin piedad en mi clítoris, me arrancaba un poderoso orgasmo como ningún otro, que me hacía estremecer con vigor sobre mi escritorio, exhalando un profundo gemido final, casi como un grito ahogado. -Haaa. -Suspiraba, al tiempo que eyaculaba lánguidamente, obligándome a sacarme el dildo de mi vagina para que se pudiesen escurrir todos mis tibios jugos, en un largo y acuoso chorro que emanaba de mi vagina, exprimiéndome hasta las últimas gotas, mojando todo mi escritorio y la alfombra de mi oficina, con mi eyaculación que goteaba igual que aquella mismísima lluvia torrencial que me había acompañado en todo el acto.

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