La extraña decisión de Oki no dejará de traer consecuencias: entra en escena Keiko, la discípula de Oki (que en este tiempo se ha convertido en una pintora de renombre), una muchacha tan bella como falta de moral. Las redes de la venganza están servidas y su objeto no va a ser directamente Oki, sino su hijo, un joven muy inteligente, pero muy inocente en cuestiones amorosas. En cierto modo Keiko se comporta como una auténtica desequilibrada: tratando de proteger a Keiko de sus traumas del pasado, no hace sino provocar más dolor en el presente, como si la fatalidad se hubiera apoderado desde el principio de esa antigua historia de amor y ella fuera el ángel de la muerte designado para que el drama se prolongue durante décadas.
Lo bello y lo triste destaca, como es propio de Kawabata, por las brillantes descripciones que contiene, en este caso de una ciudad como Kioto en la que la obra humana y la de la naturaleza se conjugan a la perfección. La ciudad es casi un personaje más, un ente que influye en las emociones de los personajes impidiéndoles comportarse racionalmente. Todo esto hace que la sensualidad y la muerte sean casi hermanas gemelas en la narración, un cóctel poético y la vez muy sórdido.