Sergio Fernández Salvador.Lo breve eterno.La Isla de Siltolá. Sevilla, 2013.
Mientras pise la hierba estaré bien, escribe Sergio Fernández Salvador para cerrar La casa abierta, el poema con el que concluye Lo breve eterno.
Es su segundo libro, publicado por La Isla de Siltolá como primera entrega de su nueva colección Tierra, y el oxímoron del título contiene no solo la clave de su sentido, sino un aviso de sus propias contradicciones.
Porque este es un libro desigual, con frecuentes altibajos, con baches que perturban su altura general, la hondura de su mirada evocadora o meditativa y la potencia de muchos de sus versos.
Los espléndidos poemas iniciales marcan el mejor tono del libro y plantean a partir de la mirada al paisaje y al recuerdo de la infancia un soliloquio-plática machadiano (yo quisiera decírteme), una conversación con la naturaleza, los árboles o los pájaros, el diálogo consigo mismo de un poeta que se proyecta y se salva en el paisaje con el tiempo al fondo y esa mirada meditativa que le permite reconocerse en él: Tu historia, tu paisaje, ya tus ojos.
Es lo que ocurre en Las almendras (Por dos, dicen, se moja en la tormenta / aquel que se cobija bajo un árbol) o en la estupenda evocación de la vendimia que se titula La sangre fría: Brillaban aún las uvas / lavadas por la aguada de la aurora.
Pero junto con esos momentos intensos y brillantes, hay errores como un “ivernabais”, inexistente y monstruoso híbrido de invernar e hibernar. O el vacío provisional elevado a definitivo en el Poema basura... de unos guiones (con mayúsculas __ con unos calcetines) que parecen haberse quedado a la espera de un adjetivo que no acabó de llegar.
Ese texto y algunos otros como los haikus, las poquiterías y las adivinanzas desmerecen del conjunto del libro, igual que la campoamoriana Plaza del grano. No se le alcanzan al lector las razones por las que están esos textos en un libro tan distinto en tono y en altura. Y aunque conociera esas razones no dejarían de chocarle ese error compositivo y esa precipitación.
Afortunadamente, el libro se recupera de esos desfallecimientos y vuelve a coger pulso en los poemas finales para remontarse y recobrar el aliento y el buen tono inicial - más celebratorio que elegiaco- a partir de esta declaración de fe en la poesía:
Es dejar que nos hablen
las cosas que nos hablan de continuo
/.../
Es dejar que nos hablen
y hablar luego con ellas.
Santos Domínguez