Este tsunami de sentimientos y emociones, que como un látigo nos azota donde realmente más nos duele, nos transporta por la ruta del desgarro más impune sin tener que preguntarnos un por qué, sino que como una auténtica odisea del siglo veintiuno plagada de adelantos tecnológicos, nos desnuda de todos los complementos electrónicos que nos acompañan en el día a día para dejarnos a solas con lo más esencial: la lucha por la vida. Una lucha que se inicia con un gran fundido en negro al que sigue un ensordecedor ruido que parece llevarnos al más oscuro de los avernos, pero que en vez de hundirnos definitivamente, nos eleva a lo más profundo de los cielos. Cielo y tierra unidos por un aciago destino y una fuerza devastadora que Bayona retrata a la perfección con unos efectos especiales magistrales que nos dan cuenta de la fuerza descomunal que posee en sí misma la naturaleza. Unos efectos especiales que tienen su punto álgido en ese tanque acuático de grandes dimensiones sobre el que se arrastran los últimos vestigios de una civilización que se muestra débil e indefensa ante la fuerza descomunal de una Tierra enfurecida.
Sin embargo, por mucho que queramos hablar de la película, acabaremos la mayoría de las veces en un mismo punto final que nos lleva a preguntarnos a qué se debe el éxito arrollador de Lo imposible si se trata de una historia de la que ya conocemos el final. Quizá el secreto confesable del film está en que nos encontramos ante un viaje sensorial y emocional como la describe su director, que sin duda es el telón de fondo del gran teatro de las sensaciones más nítidamente humanas. Es posible que cada vez estemos menos acostumbrados a transmitir las sensaciones más primarias de las que se compone el ser humano, y quizá por eso en Lo imposible todos los efectos especiales finalmente sucumben al amor, la angustia o la esperanza de volver a encontrar a nuestros seres queridos, ya que en esta ocasión, no nos hace falta ninguna brújula para dirigirnos hacia donde queremos ir, porque hay algo dentro de nosotros mismos que nos lleva hasta ese último lugar. Por tanto, no nos debe resultar extraño que a la salida de la oscuridad de la sala de cine, nuestra cabeza intente reubicarse de nuevo para intentar salir del tsunami emocional que Juan Antonio Bayona ha creado, porque como muy bien dice su guionista, Sergio G. Sánchez ”cuando termina la película es cuando empieza lo imposible”. Sin duda, ese punto inicial precisa de un resultado positivo que vea recompensado a nuestro esfuerzo con el éxito, de ahí, que no sea de extrañar que el the end tipo Hollywood de Lo imposible, sea el perfecto lazo de unión a tanta desventura (dentro y fuera de la sala de cine), y más en los tiempos de desesperanza en los que vivimos.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.