Muchas veces hemos hablado en este blog de cómo alrededor de la literatura se producen ciertas coincidencias sorprendentes.
Por ejemplo, hace algún tiempo comentábamos que varios autores parecían haberse puesto de acuerdo para recomendarme una obra determinada.
Resulta que una de estas noches de verano, leyendo unos amenos ensayos de Schopenhauer* me encontré con la afirmación de que la lectura continua impide los pensamientos propios, ya que nos llenamos el cerebro con ideas ajenas, y por lo tanto quien lee mucho va perdiendo poco a poco la capacidad de pensar por sí mismo.
La idea de que leer mucho pueda ser algo negativo me sorprendió y me desconcertó bastante. Pero como Schopenhauer me parece un poco cascarrabias, pensé que exageraba y que cuando elaboró esa idea debía de estar de mal humor, así que no le presté mucha atención.
Sin embargo, dos o tres días después, en un ensayo de Robert Louis Stevenson** leí lo siguiente:
"Y si un hombre lee con mucha dedicación [...] le queda poco tiempo para pensar."
Esta singular coincidencia me llamó la atención también, quizás más que la teoría en sí.
Y como Stevenson me parece igual de listo que Schopenhauer pero mucho más simpático, le hice más caso que al filósofo alemán. Pero sobre todo pensé que si dos sabios de tan diferente estilo y talante coincidían en una idea tan concreta y peculiar, algo de verdad inherente debía de haber en ella.
En el siglo XIX, a diferencia de hoy día, el único medio de información era la lectura de libros y periódicos, pero la cuestión, tal y como la plantean Schopenhauer y Stevenson es en esencia la misma que nos atribula en el siglo XXI: llenarnos el cerebro con una vorágine de información, sin darnos tiempo a calibrarla, nos satura y nos hace imposible reflexionar sobre tantos asuntos y formarnos una opinión meditada sobre ellos. Y así es muy posible que acabemos adoptando como propias las ideas y opiniones de otros.
Supongo que leer con provechoconsiste en asimilar la información y las ideas, haciendo nuestro lo que leemos. Pero no como el niño que aprende una lección de memoria ni como quien acata una orden incuestionable, sino procesando esas ideas, pasándolas por el tamiz de nuestra experiencia, de nuestra forma propia de entender las cosas;comparando lo que otros pensaron con lo que de manera natural e intuitiva pensamos nosotros sobre el asunto de que se trate;cotejando las ideas propias con las ajenas y extrayendo una conclusión elaborada.
De ese modo, esa lectura reposada nos proporcionará nuevos puntos de vista y nuevas ideas, y ampliará y mejorará nuestras concepciones previas. Todo lo contrario de ese anquilosamiento mental producido por la lectura meramente acumulativa, a la que se refieren nuestros ilustres pensadores.
Pero, aparte de todo esto, y aunque no dudemos de la futilidad de leer sin cavilar, ¿no es verdad que a veces leemos precisamente para no pensar?
Muchas veces recurrimos a la lectura de un libro, y no necesariamente de un libro ligero, para olvidar por un rato nuestros propios pensamientos. Y así, al igual que quien se quita los zapatos y se pone unas pantuflas, así, arrullado por pensamientos ajenos, nuestro cerebro se pone cómodo y descansa.
Qué sosiego.
* Arthur Schopenhauer. Sobre los libros, el lenguaje y la escritura. (El Barquero, 2015). Traducciones de Edmundo González
Blanco y Esteve Serra.
** Robert Louis Stevenson. Memoria para el olvido (Siruela, 2005). Traducción de Ismael Attrache.