Puede haber alguien cerca, quizá a nuestro lado, sin que lo advirtamos, maquinando en lo oscuro, vigilando lo que hacemos, levantando un acta invisible de nuestros actos, incluso de lo que no hacemos, por nuestro bien tal vez, probablemente no a las malas, por incomodar o causarnos un perjuicio. A veces uno se retrata con lo que no hace, son las cosas que no realizamos las que nos definen. No haber ido nunca a una manifestación, no haber votado jamás en blanco, no haber visitado el Nepal. Se nos juzga por esas pequeñas manifestaciones de la voluntad propia. Da igual que seas una buena persona o que seas considerado y respetuoso con los demás: basta que hagas algo que no cuadre al discurrir ajeno y estás arrojado al abismo bastardo del rechazo. Puede que haya quien tase lo nuestro por los gestos que hacemos o por el aspecto físico que tengamos, si vamos rápido al andar o no se aprecie prisa, si hemos engordado más de la cuenta o perdido mucho peso, si repetimos una palabra o un grupo con frecuencia o enarcamos las cejas cuando algo nos perturba o descoloca. Hay quien no admite reconsiderar lo pensado: si naciste para martillo, del cielo te caen los clavos. A mi amigo K. le duele en particular que se le pida siempre una opinión. Prefiere no darla, pasar desapercibido, no tener que explicar nada, ni que nadie sepa de él más de lo necesario. Tú no eres como yo, me dice. A ti te gusta hacerte notar, siempre te ha gustado, no hay manera de que lo disimules, te encanta. De hecho, hasta escribes. No hay acto más exhibicionista que ése, el de escribir. No te importa que alguien, cerca tuya, te mire o hasta te escrute, saque de ti la idea que sea, luego la difunda, haga de ella recurso de sus conversaciones, se explaye cuando le viene en gana y ande por ahí diciendo cosas de ti, cosas que no le pertenecen, cosas que no conoce, sobre todo. Porque se habla sin conocer, se equivoca uno adrede, no se tiene freno para criticar ni para zaherir, se hace por gusto, creyendo que no se inflige daño alguno o, caso de que lo hubiera, vendría a ser uno no muy grande, que no daña hondo. K. me dice todo eso por bien mío, imagino. No sabe uno actuar de otra manera, le digo. Escribir no es necesariamente una confesión espiritual de quien lo hace, le explico. Se puede ser otro, de hecho uno es otro, no el que se levanta temprano (hoy mucho, había cosas que hacer, quedan todavía), desayuna en la calle mientras lee la prensa, va al trabajo y habla con unos y con otros y sale después, almuerza, ve qué pasa en el mundo en televisión, echa una siesta (cuando buenamente hay ocasión) o toma café con los amigos o pasea la periferia del pueblo con los cascos puestos, escuchando a John Coltrane o a la Creedence Clearwater Revival. Hay a quien acudir cuando uno desea escribir y contar lo que ve o lo que le han contado. Hasta ve con buenos ojos que se le vigile o que alguien, cerca o no, sin que se advierta, lo escrute, no hay manera de evitar eso, son asuntos que no podemos gobernar, suceden y le suceden a uno, ya está. Más vale que hablen mal de uno a que no lo hagan, suelen decir. Lo peor sería que no existiéramos. Que nadie tuviese constancia nuestra ni se percatase si llevamos los zapatos sucios o no nos hemos afeitado, si nos comen los nervios o estamos más en calma, si vestimos con la misma ropa que la temporada anterior o seguimos escuchando en el iPod la misma lista que volcamos el verano pasado. Lo malo es no ser visto. Que nadie repare en nosotros. Que seamos fantasmas.