Resulta cansino, a estas alturas, tener que desmentir tales críticas y demostrar la necesidad imprescindible de los empleados públicos como instrumento del Estado de Bienestar para garantizar derechos y libertades de los ciudadanos mediante políticas que extiendan entre la población la igualdad de oportunidades y la provisión de servicios, prestaciones y ayudas sociales. Ya es de sobra sabido que esta crítica procede de determinados intereses ideológicos o empresariales que comparten el objetivo de que sea la iniciativa privada (el mercado) la que satisfaga las necesidades básicas de la población y provea los servicios que la gente demanda, evidentemente previo pago de su coste. Los que denostan la provisión pública de estas iniciativas parten del convencimiento de una supuesta eficiencia del sector privado frente a lo que tildan como derroche en lo público. Ocultan deliberadamente que sólo los que puedan costeárselos –es decir, hacerlos rentable- podrían acceder a una cartera de servicios de titularidad privada. Y al ocultar este detalle (discriminatorio), soslayan, de paso, que la garantía de las prestaciones de carácter universal sólo es posible desde el sector público, que no discrimina al usuario por su condición económica, sino que atiende a todos por igual: pudientes o insolventes.
No obstante, es posible señalar algunas peculiaridades que distinguen la actitud del personal de una empresa privada y el de la pública. En ambas puede haber trabajadores diligentes y trabajadores poco efectivos. Pero mientras en la privada es susceptible controlar al empleado con la mera advertencia de la posibilidad de un despido (cosa cada vez más fácil y barata gracias a la última Reforma Laboral), en la pública es bastante difícil –por no decir imposible- utilizar este argumento como coacción para estimular el rendimiento laboral, ya que el funcionario disfruta de estabilidad en su trabajo. La verdad es que la inmensa mayoría de los trabajadores públicos cumplen con sus obligaciones con honestidad y diligencia, esforzándose en su cometido pese a las insuficiencias y limitaciones con las que tropiezan. Se comportan como auténticos servidores públicos a la hora de ejercer su trabajo, aunque soporten la incomprensión de los usuarios, carguen con la mala imagen de la función pública y no estén reconocidos ni adecuadamente remunerados por su labor.
Claro que la gran culpa de esta situación la tiene una dirección más politizada que profesional en la cúpula de los organismos y empresas públicas. Directores, gerentes y demás altos cargos de responsabilidad son cubiertos por personal de libre designación en donde prima el partidismo más que la idoneidad profesional. Hace años que se ha diagnosticado la ausencia de una verdadera carrera profesional para la dirección pública en la Administración, en la que los puestos sean ocupados por funcionarios cualificados y en virtud a méritos objetivos. Si a la baja calidad de la dirección se añade un estatuto laboral demasiado rígido, que trata por igual a quien rinde como al que no, al que se forma y actualiza sus conocimientos como al que vegeta, se comprenderá perfectamente la permanencia, aunque vaya disminuyéndose muy lentamente, de estos males que empañan la imagen de la función pública.