Celia (Menoslobos) y Pablo (Iglesias, sin ©), en pleno rifirrafe. Foto Público.
No era fácil dar crédito al franco y vivo dialogo entre Celia Villalobos y Pablo Iglesias que se produjo ayer en el Congreso, con ocasión de la jornada de puertas abiertas por el aniversario de la Constitución, y que fue captado y emitido por las cámaras de TVE con una inusitada amplitud. En cierto modo, puede considerarse como la primera escena de la nueva época parlamentaria que presumiblemente viviremos cuando se inauguren las nuevas Cortes, allá por el 13 de enero de 2016.Que han llegado nuevos tiempos a la política española lo dicen hasta los más dormidos. Lo que puedan traer de verdaderamente nuevo, está por ver. Pero, en todo caso, resulta una gran mezquindad el chorreo desaforado, algo histérico y hasta pelín verdulero que la diputada del PP y vicepresidenta del Congreso le echó a un Pablo Iglesias que demostró tener más paciencia que el santo Job ante las infumables palabras de la parlamentaria. Tan digna y autosatisfecha ella («YO he sido alcaldesa, YO he sido ministra, YO tengo una mochila»), que no solo se escaqueaba por completo de la enorme dimensión que la corrupción tiene en su partido, sino que incluso se atrevía a ir desplegando ya la sombra de la sospecha de esa misma corrupción sobre el futuro de los que ahora llegan.
El mensaje implícito, la música, de fondo, no es nada nuevo («todos somos iguales y en todas partes cuecen habas y hay garbanzos negros»), aunque no deja de producir algo más que un viejo cansancio el que se pueda formular y proferir con tanta desfachatez. Porque lo que dice Celia, con todo el énfasis que su probada naturalidad pone en sus palabras, es precisamente lo que no debería poder decirse sin que se transparentara la impostura. Aunque no sería extraño que la regañina --sus gestos y modales, mucho más que lo dicho-- le hubiera granjeado un buen puñado de votos que sumar a la reciente radiografía, cierta a la vez que hiperrealista, del CIS, Para que luego hablen de populismo.