Lo que el agua nos dejó

Publicado el 14 julio 2014 por Cosechadel66

La echo una mirada que es más otra cosa, algo a medias entre una caricia y una invitación. Mi Ojazos Vivien Leigh me responde desde la puerta con una sonrisa y yo no puedo decir que me importa un bledo porque estaría mintiendo. Me coloco de nuevo mi traje de contrabandista del Norte del XIX y me dirijo hacia la puerta para que salgamos los dos. Bajamos la escalera hacia la recepción del Balneario y nos encontramos con nuestros amigos. Es curioso. Mi mente parece recordar otra realidad, llena de ruido y humo, lejana pero presente como en palpitaciones que de vez en cuando me traen imágenes dispersas. No importa. Ojazos me sonríe desde su vestido blanco y amplio, como debe ser el de una dama del sur. Saludamos a Isidro y Mayte, él un sabio con pinta de despistado pero muy simpático venido de tierras más frías a investigar el agua del Balneario de Solán de Cabras. Siempre con un par de tubos de ensayo en los bolsillos, y muy capaz de dejarnos con la conversación en la boca si es que alguna cabra se pusiera a tiro de análisis e investigación.  Y ella una sufragista de las de pancarta y grito pero sombrero y elegancia, que una cosa no tiene que estar reñida con la otra.

Salimos al paseo delante del edificio del Balneario, una construcción del XVIII, es decir, ya centenaria, con un encanto especial que estoy seguro mantendrá durante otro siglo, por lo menos. Fuera nos esperan Fabián y Carolina, actor famoso de las zarzuelas del Teatro Apolo él, cantante de cuplé famosa ella, famosos ambos pues, llegados a estos parajes huyendo de las continuas crisis de ansiedad producidas por los más continuos acosos de los gacetilleros de la capital. También Manolo y Pilar, gallegos e indianos, de vuelta de las Américas a ver como están las Españas que hace ya dejaron por unas plantaciones de tabaco en la Argentina. Y Rafael y Paloma. Nos saluda a todos Baldomero con la mano desde el fondo del jardín principal del Balneario, como si siempre estuviera sentado allí, perfectamente integrado, diríase una estatua de carne y hueso, o un autómata de feria de Medina del Campo, que al ver a los niños les saluda y produce la algarabía. Rafael y Paloma se encuentran con nosotros según paseamos hacia el Mirador de la Reina, un sendero cercano al Balneario. Es Rafael un aventurero de esos de safaris, escopetas larguísimas y pesadas, y cabezas en el Salón, aunque sospecho, por la cara de su mujer, al contarnos sus historias al calor de la chimenea la pasada noche, que hubo menos leones y más miedos de los que cuenta.

Cuando por fin llegamos al final del sendero, entre silencios verdes y compañeros árboles, nos encontramos con el resto del grupo. Elisa y su marido Javier, tan impulsada ella por la curiosidad fotográfica como él por la charla amena, en pos de lo cual, ni jamás ella abandona los necesarios pero pesados artilugios de su arte, ni Javier una sonrisa de las que regar con conversación y vino de la tierra. Juan Carlos y Ana, ambos amantes de los viajes exóticos y aficionados a la entomología, provistos cada uno de un cazamariposas, con los que invariablemente terminamos todos jugando en algún momento del paseo de regreso, y un vocabulario extenso que no deja bicho que vuele o camine sin nonmbre que le pongan.  Por último, pero no por ello menos importante, Fernando y Esther, vendedor de remedios extraños, teatrales y milagrosos él, fascinante en la exposición de las virtudes del agua de Solán de Cabras, que añade a todas sus creaciones. Esther es actriz, pero de una cosa llamada ciematógrafo; algo sin duda extraño y un poco diabólico, por lo que cuenta, aunque viéndola explicarlo, es dudoso que no pueda llegar a tener un éxito popular pasado el tiempo. 

Pasamos un par de días más en aquel paraíso de silencio sazonado por el agua del río Cuervo. Días fuera del tiempo, de las prisas, de lo lento y maravilloso que supone fijarse en verte sonreír y abrir los ojos al hacerlo. Días de frases ingeniosas y buenos platos, de andar cadencioso y de disfrute, de esos de ir a ninguna parte porque no hay ninguna parte mejor a la que ir. Días de mañanas de verdad, de las que sueñas, de cafés lentos y calientes en la mano. De pan tostado y sol de las diez, de bollería crujiente y minutos lentos. De comer bien, de migas con huevo, carrillera, de dar gracias eternas a Manuel, el director del Balneario, aunque para ser justos debiera decir el amigo del Balneario.

Y de repente, decimos adiós y volvemos en coches salidos de fábricas inmensas, tocando con nuestros dedos artilugios planos e infernales que nos conectan con un mundo en el que no hay aventuras, ni sufragistas ni cuplé. El café vuelve ser a toda leche y con azúcar y no hay pan tostado ni migas cerca de los huevos. Puede que todo fuese un sueño, algo imaginado. Pero miro a Ojazos sonreír mientras recuerda. Y sé donde tengo que volver, algún día, otra vez.

Nota: Que sepáis que ni exagero ni me invento nada… si queréis comprobarlo, acercaros un par de días al Balneario de Solán de Cabras. Y luego me contáis.