El otoño es una estación que no cae muy bien. Y es que al pobre le toca llegar justo después del verano. La temporada del sol, el calorcito, las largas tardes de cañas con los amigos y, para los que trabajan, el tiempo en el que gozan de las vacaciones. Pero además, llega acortando los días, desatando al viento y descargando precipitaciones. Es lógico que lo tenga complicado a la hora de hacer amigos.
Visto lo visto, se entiende que se hable de la tristeza del otoño, del síndrome afectivo estacional o, lo que aún suena más duro, la depresión otoñal. A muchas personas los cambios de ritmo vitales que traen consigo la llegada del frío y el menor número de horas de luz les influye de forma negativa. Están más irritables, les cuesta concentrarse, duermen mal y hasta les afecta en su libido. Pero esto sólo dura hasta que el individuo en cuestión se vaya adaptando a la nueva estación.
Una vez acostumbrados al cambio somos capaces de ver las maravillas que nos ofrece. Los colores, cálidas interpretaciones de los amarillos, naranjas, verdes y marrones, nos revelan magníficas estampas naturales. La suave atmósfera que invade las calles, restaurantes y cafés, refugios en las