Se supone que estamos de vacaciones: toda una semana sin tener que levantarnos antes de que amanezca; despertándonos con los primeros rayos de un sol que parece alegrarse de que, por fin, haya llegado la primavera. Tendrían que ser días para desconectar de la rutina, de los problemas, del estrés, de todo lo que teñía la vida de marrón grisáceo. Deberían servir para reponer fuerzas, ganas, energía, motivación, ilusión por la vuelta. Podrían ser aprovechados para expandir nuestras mentes, respirar a pleno pulmón, llenarnos de inspiración. Se supone que para eso están las vacaciones: para que cada cual consiga todo eso como quiera, a su manera.
Sin embargo, las cosas no siempre salen como creíamos que iban a salir y, mucho menos, unas vacaciones en plena crisis diabólica. Puede ocurrir como a mí hoy: decidida a no quedarme en casa dándole vueltas y más vueltas a algo que no está en mis manos solucionar, les dije a mis hijos: “venga, vamos a arreglarnos un poco y vamos a salir”. Como si la situación, el problema, pudiera quedarse en casa, esperándonos y ahí fuera, en la calle, en el resto del mundo, todo fuera diferente.
Salí dispuesta a no permitir que nada ni nadie nos bajara el ánimo; ni siquiera mis propios pensamientos. “Todo depende del cristal con que se mire”, iba pensando. “Atraemos aquello que vibra en consonancia con nuestros pensamientos. Hoy voy a pensar que todo está bien, que todo se está solucionando, que todo va a ir mejor, que vamos a ser felices ¡porque queremos ser felices! Todo está bien y, además, va a estar mejor”.
Y, así, el Universo, la vida, las casualidades del destino, me colocaron hoy en varias situaciones que creo que merece la pena contar en mi blog. Estoy segura de que algún día lo leerá alguien (aunque sea solo una persona) a quien esto le ayude, y todo lo de hoy tendrá más sentido aún:
Tuvimos que subirnos a un taxi para poder llegar a nuestro primer destino. Nada más sentarnos, el taxista, un hombre algo mayor que yo, visiblemente cansado al principio, lo primero que hizo fue bostezar y exclamar con ironía: “¡dan ganas de trabajar con este tiempo!”. No le apetecía arrancar el coche, estaba claro; pero lo hizo, y comenzó a relatarnos los motivos de su desgana: llevaba en la parada de taxis desde las 5am y éramos sus primeros clientes del día. Con ese panorama, nos decía, no le valía la pena ni salir de la cama. Nos contó que vivía lejos y que no iba a ganar ni para cubrir el gasoil que gastaba en ir de su casa a la parada -y viceversa-. Además, tenía que pagar una hipoteca que incluía la famosa “cláusula suelo” y, para poder cumplir con las cuotas, se había visto obligado a alquilarla e irse a vivir con sus padres. “Ni siquiera puede uno echarse novia, porque ni para un café va quedando”, se lamentaba. Me alegré de que, al menos, el menor de mis hijos tuviera puestos sus auriculares para oír música.
El taxista continuó hablando durante todo el viaje. Yo apenas abrí la boca; el pobre hombre había permanecido siete horas seguidas sentado en aquel taxi, seguramente pensando en todos sus problemas y éramos los primeros pares de orejas que se le acercaban, así que me limité a escucharlo. Nos decía que él, que había trabajado durante años en zonas turísticas, jamás en toda su vida había visto tanta prepotencia, tanto clasismo y tanta desigualdad como ahora. Que lo que más asco le daba era tener que soportar a los típicos “ricachones” que miran a la gente humilde por encima del hombro y le sueltan aquello tan manoseado de “usted sabrá en qué se lo ha gastado” o lo de que la clase obrera ha vivido por encima de sus posibilidades. Que cada día ve más gente así, que se cree libre de que pueda ocurrirle cualquier desgracia y se alegra de las ajenas. Yo asentía, le daba la razón, hasta que dijo que se sentía culpable por no haber sabido evitar llegar a estar como estaba, y que claro, él no entendía nada de lo que los jovencitos del banco le explicaban con tecnicismos cuando él quería saber qué era lo que había firmado en esa hipoteca, ni sabía qué hacer ya con su vida.
Entonces sí que lo interrumpí. Es lo que tenemos algunas personas: podemos dejarnos llevar por el derrotismo o las inseguridades a veces, pero… no podemos quedarnos impasibles cuando son otros los que se están hundiendo ante nuestras narices, ¡y menos aún delante de nuestros hijos, que están aprendiendo como esponjas constantemente de todo lo que ven y oyen!
Así que le eché un pequeño sermón tipo “madre-coach” (pobrecito), para que espabilara: eso de que “vivimos por encima de nuestras posibilidades” o “somos unos ingenuos/inconscientes/ambiciosos/confiados/ignorantes” son solo estrategias de los chupópteros que están desangrando las cuentas del país y destrozando vidas y familias para conseguir más esclavos y más baratos. Con esos rosarios de culpas que están pregonando solo consiguen que el pueblo, o, mejor dicho, la clase obrera, se sienta avergonzada, culpable y cabizbaja, para evitar que la tortilla se dé la vuelta. ¡No es usted quien debe sentirse culpable ni avergonzado, sino ellos!
Somos las hijas de las brujas que no pudisteis quemar.
Después le escribí en un post-it el nombre de una organización que puede asesorarlo con su problema de la hipoteca. “¿Y no cobrarán esos también, no?”, me preguntó, “porque es que no tengo ni para el gasoil”. “Hasta donde yo sé, no, pero todo es siempre cuestión de estar dispuestos a negociar, y más en estos tiempos”. Levantó la cabeza, cambió su postura, por fin sonrió y pareció como si hubiera salido de una cueva oscura y le hubiera dado el sol por primera vez en años. Se fue dándome las gracias y mis hijos, como siempre, se adelantaron riendo entre ellos; dicen que cuando sea mayor voy a ser como la madre de Castle.
Un par de horas después, cuando nos dirigíamos a un puesto de helados (solo a 1€, artesanales y de todos los sabores, ¡irresistibles!), pasamos junto a una mesa de Aldeas Infantiles, desde la que me abordó una de las voluntarias que intentaban captar nuevas donantes. Resultó ser vecina de mi barrio, y, además, la dueña de uno de los locales que más me suelen llamar la atención, en el que se imparten clases de yoga y terapias alternativas. No me extrañó en absoluto cuando me lo dijo; más bien, me pareció de lo más natural: tenía un aura muy especial, una luz muy bonita, y se hacía muy fácil y muy agradable hablar con ella.
Le dije que me parecía muy bonito todo lo que hacían y muy necesario, pero que, al mismo tiempo que era de agradecer lo que hacían, me daba muchísima rabia que existiera esa necesidad. Mientras nos colocaba a cada uno una pulserita con el logo de Aldeas Infantiles, nos explicó cómo serán los contactos: que nos llamarán a menudo, nos llegarán invitaciones para ir a compartir algunas actividades con los niños y las niñas que viven en la aldea, que habrá una fiesta muy bonita en junio a la que estaremos invitados… Le pregunté que qué opinaban los padres y las madres biológicos de esos niños/as acerca de esas visitas de extraños, y me dijo que los padres y madres no tienen permitido ir, no están, no los ven.
Rápidamente, al ver las expresiones de mis hijos, recuperó la sonrisa y continuó describiendo la bondad, el cariño, y el resto de virtudes de aquellos niños y aquellas niñas que viven lejos de sus familias, recogidos en una aldea en el monte, rodeados de naturaleza, caballos, cuidadoras, etc, y que pueden ser cualquiera de los y las compañeros/as de clase de mis hijos, porque van a centros “normales”. Yo pude contener mis ganas de llorar gracias a la rabia que me daba imaginar todo aquello, mezclado con mis propios recuerdos.
A partir de hoy somos socios de Aldeas Infantiles, porque, aunque tenemos muy poquito, podemos donar mensualmente una cantidad tan mínima que es vergonzoso que haya quien se niegue, si puede: desde solo 10 euros al mes.
Por cierto: no nos tomamos los helados. Después de aquello, ninguno de nosotros tenía ganas. Fue mi hijo más pequeño el que me dijo: “no, mami, ahora ya no me apetece”. Le pregunté que si era por lo que nos había contado aquella señora sobre los niños de las aldeas, y me dijo que sí, que se sentiría mal. Sonreí, orgullosa por él y triste por los demás. “Bueno, me alivia ver que, al menos, mis hijos tienen corazón y empatía suficiente”. Al llegar a casa fui al supermercado y compré una de esas cajitas que traen ocho helados de nata y chocolate, y los repartimos entre todos los que estábamos:
hay que saber ser empático/a y, además, no hay que perder de vista lo que se tiene: una casa, una familia, un helado, ¡lo que sea! Saber valorarlo, agradecerlo, cuidarlo, ya que eso, a su vez, aumenta nuestra conciencia de unión con el mundo, del que formamos parte. Estoy segura de que nunca habían probado un helado tan barato y, a la vez, tan valioso.